Mié 26.03.2003

CONTRATAPA

Sin destino

› Por Rafael A. Bielsa

Martín apareció una noche, de esto hará dos o tres años. Era un pibe de sonrisa fácil, despreocupado y robusto, insensible al frío y al calor. En la esquina de 24 de Noviembre y Rivadavia marcó su territorio: limpiaba los vidrios de los autos, pedía unas monedas y, cuando el semáforo se lo permitía, corría algunos metros hasta el lugar de la vereda donde estaban sentadas su compañera, Roxana, y una hermosa criatura de ojos fijos con apenas algo más de un año, Tamara, cruzaba con ellas algunas contraseñas, y volvía a la fajina.
La chica tendría la misma edad que él, y caminaba con dificultad por una displasia de cadera. Con el tiempo, cuando ella quedó embarazada de Martín, me enteré de que la niña era de otro padre. A veces se alojaban en una pensión que queda a media cuadra, o en un hotel que está un poco más lejos, o directamente en el rellano del cajero automático de la esquina. Martín me dijo que si no juntaba doce pesos a lo largo del día, tenían que dormir en la calle.
Embarazada y todo, ella le daba una mano. Con la panza como una gaita, a causa de su andar anómalo, se deslizaba por entre los autos mientras que la hijita hacía garabatos en un cuaderno, sentada muy compuesta con la espalda contra la pared. Lloviera, tronara o chamuscara, estaban allí, Martín sonriente, ella diligente y la niña obediente, como si los condujera un solo hilo, invisible a la mirada acostumbrada.
Una nueva niña nació promediando el 2002: Micaela. La mujer de Martín dejó momentáneamente de ayudarlo pero no abandonó la vereda. Cualquiera que pasara podía verlos, el muchacho sonriente y movedizo, y su familia a unos pasos, la niña con algunos útiles escolares, y la beba alimentándose sobre el pecho de su madre. Me llamaba la atención el sólido vínculo a cielo abierto de esos cuatro seres vulnerables, los grandes ademanes de Martín, los dientes roídos de su mujer, la pequeña deidad impasible de ojos minerales y rulos, y la beba germinando.
Una noche de verano de 2003, pasé por la esquina y Martín no estaba. Su mujer se había sentado en el lugar acostumbrado, pero temblaba bajo un pulóver negro de lana y faltaban los chicos. “Se lo llevaron a la 8ª”, me dijo. “Yo estoy con fiebre. ¿No le puede dar una mano?”
Entré en la seccional, y le pregunté a un agente de guardia parpadeante y tenso si sabía algo de Martín, al que habían detenido por una contravención. “Por una contravención no”, me contestó, sosteniéndome la mirada, “por tenencia de estupefacientes. Estamos esperando el informe de reincidencia; si no salta nada, sale a las doce. Usted, ¿quién es?”.
Cuando me fui de la comisaría, recordé una broma que había leído en un libro de Imre Kertész: “Abajo esa moral, y no perdamos la desesperanza”. También me acordé de las palabras del tío Lajos, un personaje de la obra, con las cuales pedía que Dios los ayudase para que “podamos, lo más pronto posible, reunirnos otra vez alrededor de esta mesa, todos juntos, en paz, salud y amor”. Esa noche, el padre del protagonista se despedía de sus familiares porque al día siguiente se marcharía deportado a un campo de trabajo obligatorio. El libro se llama “Sin destino”; Martín había iniciado su largo viaje.
Volví, y le dije a Roxana lo que me habían informado. Los ojos se le volvieron como dos insectos que supuraran. “Hoy a la mañana salió a comprar leche para la bebé, y ya no volvió”, me contestó. Al día siguiente, él me juró que le habían puesto el sobre con droga en el bolsillo porque se había negado a darles el dinero que le pedían.
Después del episodio, todo volvió a esa “normalidad” sin sutura ni abrigo que los envolvía como la luz de un acuario.
El viernes 14 de marzo llegué a la esquina, y la encontré con el rostro desfigurado y un gran esparadrapo como una estrella, amarilla por el desinfectante, que le tapaba un ojo y parte de la frente. “Martín... –medijo– ...la cerveza, el vino. Nos echaron del hotel, yo quería irme con las nenas a visitar a mi mamá, él no, discutimos y me golpeó con un secador. Me dieron cinco puntos en el hospital, y a Martín se lo llevaron preso”. Tenía unas gotas de sangre en las mangas de la remera, y el otro ojo abierto como un alarido.
Martín es uno de los 92 chicos de la calle cada 100 de los que el Estado se desentiende. En su registro de antecedentes figura que fue detenido por tenencia de drogas. Ahora añadirán lesiones graves, o algo por el estilo. Mañana, quien sabe, homicidio, o morirá él mismo. Su mujer se quedará sola, aunque es posible que nunca haya dejado de estarlo. La hermosa niña será otro número en vaya uno a saber qué estadística. La beba ingresará a un hospital, a un instituto después, difícilmente a una escuela o la universidad, al final del viaje.
Kertész relata un episodio en el que el protagonista es retenido junto con otros jóvenes y adultos que llevaban la estrella amarilla en las solapas, el esparadrapo amarillo de los de su condición, para ser enviado a Auschwitz-Birkenau. La expresión de los dos policías a cargo del operativo, dice, “me evocaba esos recuerdos: la misma desgana y la misma preocupación, la misma resignación frente a un destino irremediable”. También, cuando marchan por la carretera rumbo a la enorme plaza con guijarros blancos, el patio de un cuartel: “De todo aquel largo camino, sólo recuerdo la curiosidad furtiva, poco decidida, casi vergonzosa que nuestro desfile provocaba en el público apostado en las aceras”. Como la novela de Kertész, sin destino.

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