CONTRATAPA
El consejo de T. E. Lawrence
› Por Susana Viau
La televisión francesa –rica, inteligente y culta, tres atributos que rara vez coinciden– encuentra a los primeros contingentes de brigadistas internacionales arribados a Irak. Por ahora son sudaneses y tunecinos. El jefe de los voluntarios tunecinos es un profesor de psicología; el de los sudaneses, un gigante afable llamado Abdallah, es a la vez jefe militar y espiritual de sus hombres. Son unos tres mil, llevan el A.K. colgado al hombro y prometen –no hay por qué dudarlo si están allí– que están dispuestos a dar la vida para detener al invasor.
En las horas previas, ha proyectado un magnífico reportaje sobre la administración Bush, su apoyatura de consultoras publicitarias y sectas religiosas, la American Voice y, sobre todo, la Coalición Cristiana, a la que el presidente adhiere (igual que su tronante ministro de Justicia, John Ashcroft, líder de las cruzadas antiaborto y voz cantante en los oficios). Es lógico que les sea leal, si lo ayudaron a salir de las tabernas. A cambio de eso lo metieron de lleno en los salmos y lo volvieron proclive a sugerencias delirantes como la de una de sus últimas apariciones públicas: “Los Estados Unidos han aceptado esta responsabilidad”. ¿Y quién ha colocado esta cruz sobre los anchos hombros de Estados Unidos? Bush lo deja flotar: sin duda ha sido El. El resto, la identidad del intermediario entre Dios y el pueblo norteamericano, es fácil de adivinar. Pero el mundo de Bush no es metafísico; hace prospecciones en el cielo con los pies bien hundidos en la tierra. Y los franceses recuentan sus apóstoles: el entorno perfumado con gasolina, desde Dick Cheney, accionista de la Halliburton (que viene de conseguir un contrato privilegiado y sin licitación para acondicionar los pozos petroleros iraquíes), hasta Condoleeza Rice con sus 9 años en la Chevron; Paul Viri, forjador del exitoso concepto de “mayoría moral”; David Frum, padre del slogan “eje del mal”, que tanta leche ha dado; Lewis Lapham, autor de “La Jihad Americana”, sustento de la filosofía de que “quien no está con nosotros está contra nosotros”.
Sutil, Francia apela a la memoria. No le hace falta mencionar la patética presentación de pruebas frente al Consejo de Seguridad: le basta con reflotar las imposturas de que se valieron en 1991 para dar soporte internacional a la Tormenta del Desierto: la adolescente kuwaití envuelta en lágrimas que contó cómo los soldados iraquíes sacaban a los recién nacidos de sus cunas para darles muerte y resultó ser hija del embajador kuwaití en Washington; el consternado médico kuwaití que refrendó el relato de la chica y no era quien decía ser, ni vivía en el domicilio declarado, ni tampoco era médico, sino un dentista residente en EE.UU. Sobre el final del reportaje, la entrevista a un Colin Powell incómodo, intimidado e inseguro ante las cámaras europeas. El perfil que acaba construyendo este acopio informativo es estremecedor.
Hace unos días, el ex secretario general de la ONU Boutros Boutros Ghali y el asesor militar de François Mitterrand, almirante Jacques Lanxade, habían analizado las consecuencias de esa aventura megalómana. Boutros Ghali habló de una política de la Casa Blanca que ha producido tres “clivages” de extrema peligrosidad: entre los integrantes de la Unión Europea; entre los miembros de la ONU y entre el mundo árabe y el mundo anglosajón. Lanxade, por su parte, no desalentó la teoría de desinteligencias en el seno del mando americano. Por el contrario, sostuvo que las chispas no saltan por las fricciones entre el Pentágono y la CIA. La gran interferencia la produce, dice, el estilo “autoritario del secretario de Defensa, que quiere conducir la guerra a su modo”, lo que ha llevado a gravísimos errores de apreciación: respecto de la reacción del pueblo iraquí (“ésta es, en algún sentido como la de Vietnam, una guerra patriótica”), sobre los turcos y sobre los chiítas (“es suficiente la guerra Irán-Irak para ver que los chiítas pelearon como iraquíes”).
Saddam Hussein, entre tanto, llama a su pueblo al combate solitario, a no esperar órdenes superiores, patrullas perdidas, sin mando nidisciplinas. Un recurso sabio y desesperado que no puede menos que evocar a T.E. Lawrence: “(...) tenía que ser una acción simple e individual. Todos los hombres alistados tendrían que servir en el frente de combate y mantenerse allí con sus propios medios (...) Nuestro ideal consistía en hacer de nuestra guerra una serie de combates irregulares y de nuestras filas una alianza de comandantes en Jefe”. El coronel del Arabian Office de El Cairo algo sabía de desiertos y de árabes, los mismos árabes a los que un francés filofascista, Jean Lartéguy, también veía, entre el desprecio y la admiración, más “como guerreros que como soldados”.