› Por Rodrigo Fresán
UNO Se reúne Mecano. Para gira multimillonaria. Y, seguramente, CD y DVD live y –si hay ganas y tiempo– alguna canción nueva, quién sabe. Y después de un tiempo –si la cosa no salió del todo bien, si al volver a oírse redescubrieron que siguen sin poder verse– cada uno a casita previo paso por el banco. Todo bien. No son los primeros y mucho menos serán los últimos. El alguna vez transgresor rock/pop ha probado ser –en apenas un puñado de décadas– la más conservadora de las maquinarias de hacer dinero. Así, a un divorcio siempre doloroso para los fans sigue el premio más o menos tardío (pero cada vez más pronto) de esa suerte de fantasía infantil: el que los padres separados vuelvan a casarse ante la mirada embelesada de los hijos, que saltan y aplauden y lloran. La otra opción –-The Rolling Stones– es la de ser (situación inventada por The Beatles luego de haberlo inventado todo) como uno de esos matrimonios de teflón donde el amor es algo que, apenas, se canta sin pensar en lo que se canta luego de clavarse cuchillos en el backstage y en las autobiografías.
Ahora, Rodríguez no recuerda por qué fue que Mecano se desarmó hace tantos años. Tampoco le importa.
DOS En cualquier caso, desde que se enteró, Rodríguez no puede dejar de silbar (y no es fácil silbarla) la melodía de “Barco a Venus”, su canción de Mecano favorita. Y Rodríguez no fue a ver el exitoso musical à la Broadway “Hoy no me puedo levantar” ,donde las canciones del grupo contaban una de esas historias absurdas e infantiloides de los musicales en las que, de pronto, alguien le dice a alguien “Déjame que te lo explique” y se pone a cantar. Y a nadie le parece raro que alguien se ponga a cantar de golpe y a dar saltitos por la calle. Tampoco a nadie le inquieta que –salvo contadas excepciones– el pop español tenga, desde siempre, agudísima vocecita femenina de ruiseñor turuleco y voz masculina de ardillita canalla y perezosa y falsamente callejera.
Rodríguez avanza por la calle Tallers de Barcelona –la de sus disquerías amigas– y, sí, es casi Navidad. Y los escaparates de las tiendas de discos están llenos de típicos y estacionales: greatest hits, álbumes en vivo y en directo y antigüedades restauradas. Una suerte de regreso al futuro, al pasado de Rodríguez. Revisiones anabolizadas a precios más que vigorosos de, por citar algunos ejemplos, el catálogo de Pink Floyd con ediciones hiperinfladas, del Aqualung de Jethro Tull, de la Quadrophenia de The Who, del Achtung Baby de U2, de las Some Girls de The Rolling Stones. Viejas e inoxidables glorias que hoy suenan mucho más flexibles y entusiastas que más de una banda indie del momento. Pero lo que más le inquieta a Rodríguez –revisando listas de tracks potenciadas por demos, versiones alternativas, temas descartados, DVD documentales y rarezas varias– es por qué todo esto recién ahora. ¿Por qué no se lo dieron entonces, cuando de verdad le importaba, cuando habría hecho una diferencia? La respuesta automática llega casi tan rápido como el reflejo de la pregunta. Entonces, nadie pensaba que los jóvenes tuviesen tanto dinero suyo. Ahora –esos mismos jóvenes que ya no lo son– son tentados por discográficas con productos difíciles de piratear y que aspiran a una suerte de recuperación del tiempo perdido en versión de luxe a una segunda y peterpánica adolescencia. Espejitos y vidrios de colores para salvajes domesticados y domésticos de vidas remasterizadas por el sistema. Alta gama para los adictos al coleccionismo y locos del remate en eBay. Ahora sólo los adultos compran discos. Los jóvenes, ya se sabe, los bajan desde las alturas informáticas donde maquina el fantasma en la máquina.
TRES Frente a todo eso, Rodríguez fantasea con la posibilidad de la mercadotecnia del compact aplicada a la cada vez más apretada propia vida. La posibilidad hi-tech y sci-fi de que el ayer personal y el espectro de navidades pasadas regresara potenciado por bonus inéditos y hasta el momento descansando, como secretos a medias, en bóvedas bien custodiadas. Así, aquel beso desde otro ángulo, aquella pelea mono ahora en stereo, aquel adiós con orquesta agregada y letra diferente. Tendría su gracia y, también, su tristeza, piensa Rodríguez: exponerse a variaciones arriesgadas a las que nadie finalmente se atrevió y a rutas secundarias que no se tomaron y que, en ocasiones, suenan tanto mejor y más inspiradas que el original.
Hace frío y sol y Rodríguez no ha salido mucho desde la tormenta electoral de hace un par de domingos. Poco y nada ha cambiado. Cambiado para bien, es decir. La música de fondo es el borrascoso boceto con cada vez más recortes que truena desde hace tiempo sin productor responsable ni inspirado George Martin. El PSOE se juntó en pleno para salir diciendo que se hicieron algunas cositas mal –como negar y gestionar mal la crisis–- pero que la culpa de todo la tiene la crisis. El PP se encerró y no ha dicho gran cosa de lo que hará. Merkel y Sarkozy se parecen cada vez más a Simon & Garfunkel versionando “One” de U2: “Somos uno pero no lo mismo y tenemos que soportarnos el uno al otro”. Y el resto de los europeos –así lo dicen las encuestas, menos de la mitad de la población del continente cree hoy que lo de la Unión y el euro haya resultado en algo positivo– se sienten cada vez menos continentales. Y con ganas del cada uno por su lado y sálvese quien pueda. Y, en todo caso, como Mecano, a ver si nos reunimos en unos años para sacar cuentas, sumar entradas, despachar souvenirs y camisetas y posters.
Pero falta mucho para eso y Rodríguez inspecciona con codicia el flamante Randy Newman Live in London, que abre con “The Great Nations of Europe”, donde se oye aquello “Ahora ya no están, ya no están, de verdad que ya no están / Nunca has visto a nadie tan ido / Hay cuadros en un museo, algunas líneas escritas en un libro / Pero no encontrarás a ninguno vivo, no importa dónde busques”. La canción no se refiere a los europeos extinguidos sino a los pueblos extinguidos por los europeos. Y Newman termina aventurando la posibilidad de que la revancha llegue por la vía exterminadora de “alguna plaga africana” destruyendo todo a su paso. Parece que no hará falta.
Rodríguez contempla su reflejo transparente en la vidriera de Discos Revolver. El logotipo de la tienda es una mano empuñando una pistola, apuntándole entre ceja y ceja. Rodríguez se mira y no se encuentra, no se reconoce. Ganas de darse la mano a sí mismo, temor de empezar a arder si lo hace. Tal vez, en alguna parte, espere su Collector’s Set, su Discovery Box, su Experience/Immersion Version, su 20th o 40th Anniversary Edition, su Rodríguez: The Director’s Cut. Rodríguez cierra los ojos y dice y no canta, en voz muy baja, “The same old fears / Wish you were here”. Desearía que estuvieses aquí, dice y se dice un casi viejo y muy miedoso Rodríguez.
Y los deseos, deseos son.
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