› Por Sandra Russo
La primera vez que escuché que las mudanzas están entre los primeros motivos de estrés, me sentí secretamente reivindicada. Hacemos eso con las estadísticas. A veces las usamos como calmantes. Me mudé tantas veces que debería haberle agarrado el gusto, pero cada una de ellas fue un estruendo en mi vida, una literal movida de estanterías.
Pasan ahora en la televisión una propaganda de pintura que muestra a gente llegando a sus nuevas casas, pintadas todavía con el blanco y negro de los viejos dueños o inquilinos. Hay algo de desazón en esas primeras miradas después de poner la firma, quizá la misma mirada que podría captar algún buen director en los ojos de alguien recién casado. Algo captado con el rabillo del ojo, como diría Carver. Una mirada de susto, de “decime que hice bien” a sí mismo, después de un fuerte compromiso.
A las nuevas casas y a las nuevas relaciones queremos siempre llevar lo mejor que tenemos, y aprovecharlas para deshacernos de los lastres. Una y otra cosa son instancias propicias para una buena limpieza general de uno mismo, y eso es lo que tienen las nuevas casas y las nuevas relaciones: son lugares físicos y mentales para intentar expandirnos y ser mejores o estar más cómodos en nuestras pieles y nuestras almas. Al menos ésa es la ilusión, ése es el motor que hace que la gente se mude o se enamore. Ampliar el menú de registros de uno mismo.
Son curiosas las cosas en las que nos fijamos cuando buscamos casa o pareja. A veces somos conscientes de lo que buscamos y otras no. A veces detectamos esos inciertos intereses propios en cuestiones tan sutiles como indescifrables. Una mujer me contaba esta semana que lleva cuatro años buscando casa y que tiene inclinación por visitar las que tienen pisos de roble de Eslavonia, pero no porque le gusten especialmente esos pisos: lo que la atrae desde niña es el ruido que hacen los zapatos de goma sobre ellos. Es un tipo de búsqueda tan vaga como específica, o precisamente vaga por exceso de especificidad. ¿Existirá esa casa que busca o será apenas un entretejido de percepciones y anhelos convertidos en el material de un clasificado? ¿Y si lo mismo nos pasa con el amor? ¿Y qué nos pasa con el amor político? ¿Qué búsquedas y qué hallazgos se ponen en juego cuando miles o millones aman lo mismo al mismo tiempo?
En su ensayo Flirtear, el psicoanalista británico Adam Phillips tomó una cita de Freud sobre las diferencias entre el amor europeo y el norteamericano de principios del siglo pasado, más precisamente el de entreguerras. Había en esa cita una caracterización del “flirteo” norteamericano como un tipo de relación cosmética, light, ahora diríamos “histérica”, y otra, más exaltada, del romance europeo, cuyo núcleo residía en un gran impulso que permitiera a los amantes tomar “grandes decisiones” y afrontar cualquier “grave consecuencia”. Decía Phillips que la cita incluía una cuestión moral, un visto bueno de Freud al amor europeo, aunque quizá, hablando del amor, Freud estuviera hablando también de dos visiones, dos estilos, dos maneras distintas de estar en el mundo.
Esas diferencias pueden sintetizarse drásticamente en las que existen hoy, por ejemplo, entre el canal Sony y Europa Europa. En uno sigue habiendo todavía mucho flirteo –entre los personajes, pero también con la cámara, con los guiones, con los registros dramáticos, con los temas que abordan las sitcoms– y en el otro se dejan ver historias y modos de contarlas que dejan abierta la puerta de un universo donde hay muchas personas que toman grandes decisiones y se exponen a graves consecuencias.
Terminamos hablando del cambio de paradigma, algo tan inabarcable y en tan incesante ebullición nacional, regional y mundial que no se agota y presenta cada día nuevas instancias y eslabones. Un paradigma también es algo de lo que uno se muda. Cuando hay un cambio como el que atravesamos, tiembla la estantería. Quién sabe qué lado del amor sobrevendrá con tantos cambios sociales y políticos. Del odio sabemos más, porque el odio transcurre en una parte opaca de lo humano, pero sus consecuencias son visibles y concretas. El ciclo neoliberal que termina se ha caracterizado uniformemente, en dictaduras y democracias, por la impiedad.
Del amor, personal y colectivo, empiezan a dar cuenta los jóvenes del mundo, porque hace muchas décadas que una generación no experimentaba tan profundamente emociones tan íntimas como la hermandad, la solidaridad y la indignación. De ese tipo de amor todavía no sabemos mucho, pero podemos apostar que ahí estará el motor.
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