› Por Juan Forn
En 1965, cuando los Hell’s Angels eran apenas cincuenta, un larguirucho con corte de pelo militar los encaró en un bar de la ruta 101 y los convenció de que lo dejaran circular con ellos a cambio de un barril de cerveza y la inmortalidad. La inmortalidad sería literaria, cuando el larguirucho se bajara de la moto y escribiera sobre ellos. El barril de cerveza no se los dio nunca. Todo lo que hoy sabemos sobre los Hell’s Angels lo inventó ese larguirucho. Los propios Angels empezaron a hacer las cosas que él decía que hacían, después de que él los hiciera famosos.
Déjenme explicar de dónde venía ese larguirucho y se entenderá mejor su constitución química (y es más que pertinente hablar de eso cuando se habla de Hunter Thompson). HT venía de Louisville, Kentucky. Las tres grandes industrias de Louisville eran las destilerías, los laboratorios y las tabacaleras. Y, como es leyenda, no hay escritor norteamericano que se haya metido adentro tantas drogas, tanto alcohol y tanto humo como Hunter Thompson. Cuando encaró a los Hell’s Angels ya tenía 29 años. Se había hecho periodista en la Fuerza Aérea; había llegado a la Fuerza Aérea a cambio de una reducción de su condena a prisión; lo habían metido preso por intento de violación a los 17 (su versión de los hechos: “Yo hice lo que me correspondía como joven caballero sureño y él hizo lo que le correspondía como veterano caballero sureño. Yo intenté cogerle la hija y él intentó matarme de un escopetazo. El debió haber puesto un lupanar para enriquecerse con esa hija puta que tenía, pero ya era rico, y yo era pobre, así que yo fui a prisión y él se volvió a su casa. Y ella siguió cogiendo hasta que se casó”). Según sus amigos de la época, lo que pasó fue que todos los demás partieron a las universidades caras y él no tenía billete y sus calificaciones eran tan horribles que ni soñar con aplicar a una beca, así que, para no quedarse solo cuando todos se iban, se hizo meter preso.
El resto de la leyenda ya lo saben, o pueden imaginarlo a partir de esa frase y esta otra (para citar la segunda frase necesito antes ambientarla, así que bánquenme este paréntesis: el año es 1990, Hunter vive famosamente en Aspen, enloqueciendo a los vecinos a balazos, orgías y demás escándalos, una ex actriz porno lo lleva a juicio por acoso, el sheriff aprovecha la volada y ordena una requisa del rancho de Hunter, encuentran drogas de todo tipo y color, pero el análisis dice que casi la totalidad de ellas son tan viejas que no hacen efecto, el juez se termina de fastidiar y cierra la causa cuando la acusada le hace ojitos desde el estrado al acusado, Hunter sale del tribunal exultante, encara al enjambre de cámaras y periodistas que lo esperan, y acá viene la segunda frase: “Soy el único ciudadano estadounidense que no tiene nada que ocultar”, declara. “Soy el presidente que Estados Unidos necesita”).
Estados Unidos se cansó de Hunter Thompson como se había cansado de Hemingway para cuando éste se suicidó de un balazo. Hunter se suicidó igual. El hijo estaba en el cuarto de al lado y dice que oyó un ruido como si se hubiera caído un libro de un estante, así que no le dio importancia. El escritor Tom Robbins había dicho: “El día en que Hunter muera, todos nos haremos instantáneamente viejos”. Y quizás ése haya sido el problema: cuando se suicidó, en 2005, Hunter iba a cumplir 67 años (“Treinta y tres más que los que necesitaba, treinta y tres putos años de parodia”), su último buen libro era de 1972, y entretanto todos se fueron poniendo viejos y perdiendo la paciencia con aquel bufón que seguía habitando un trip lisérgico llamado los 60 y pretendiendo que los demás participaran de ese trip.
Lo que hizo Hunter Thompson fue esencialmente eso: tiró un ácido en la ponchera de la realidad norteamericana y los puso a todos a alucinar, hizo que todos vieran que el American Dream era una pesadilla de la que nadie quería despertar. Se sabe que un ácido nos queda rebotando adentro diez años hasta que se extinguen sus últimos efectos. América aguantó con los dientes apretados diez años hasta que el ácido que había tirado Hunter en la ponchera prescribió, y entonces se sumergió felizmente en los años reaganianos y Hunter Thompson quedó exitosamente de-sactivado. El colaboró con entusiasmo en la operación. El momento crítico, el comienzo del fin fue cuando Gary Trudeau lo metió como personaje en su tira política Doonesbury. Trudeau lo caricaturizó (por pura admiración, creía que estaba homenajeándolo: he ahí uno de los riesgosos efectos secundarios de la admiración) y a Hunter le pasó lo mismo que les había pasado a los Hell’s Angels después de su libro: también él se convirtió en lo que decían de él. Dejó de escribirse su libreto. “Nadie sabe lo difícil que es ser un dibujito y tratar de trabajar en serio a la vez”, confesó con fastidio en su libro Better than Sex, donde reunió todos sus textos políticos (“Soy un political junkie: la política me calienta la sangre más que el sexo, más que las drogas”).
Hay un momento que lo pinta por entero. Es 1975, la Rolling Stone lo manda a cubrir la evacuación norteamericana de Vietnam. Hunter monta su numerito habitual: instala un fumadero de opio en su habitación de hotel, se hace traer de Hong-Kong un sofisticado aparato que le permite escuchar todas las llamadas que se hacen desde la embajada de Saigón, está tan obsesionado con la evacuación que por supuesto se la pierde y entretanto no manda una sola línea a la revista. La Rolling Stone lo despide por telegrama (“Ahí estaba yo en zona de guerra sin cobertura médica”), la esposa de Hunter lo llama por teléfono para decirle que sólo les quedan cuatrocientos dólares en la cuenta bancaria, Hunter corta y cuando vuelve a atender oye la voz de su amigo Tim Ferris, que llama borracho desde algún rincón del mundo para decirle que está en el fondo del pozo y no tiene cómo salir. “Bueno, si sirve de algo, yo tengo cuatrocientos dólares que podría poner a tu disposición”, le contesta plácidamente Hunter, mientras todos los demás ocupantes de su hotel en Saigón juntan a manotazos sus pertenencias y salen de raje al aeropuerto para no perderse el último avión que despegue del infierno.
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