› Por Martín Granovsky
La carne se asa en las espadas del fondo. El estilo es particular. Los espetos están colocados de abajo hacia arriba, y no de arriba hacia abajo como en cualquier churrascaria de Brasil, y clavados en los agujeros. Pero quién puede discutirle al dueño de casa, si es nada menos que el carnicero del barrio. Nadie salvo un señor de poco más de setenta años que anda con zapatillas sin medias, un pantaloncito azul corto y una remera celeste. Se peina prolijo y cada tanto le asoma en la cara una sonrisa entre socarrona y canyengue. Dice palabras como “mangos” cuando habla con el periodista, pero responde a un nombre y apellido en portugués. Y sus amigos lo llaman con el nombre y el apellido:
–Eh, Joao Cardoso, ¿tu amigo no querrá pasar el asado por la farofa? –pregunta uno, extrañado de que no sea negocio vender harina de mandioca a la Argentina para que todos embadurnen el vacío con ese polvito amarillo.
Y otro, con una mano estrechando la del hombre y con otra la del periodista, dice sentencioso:
–Esta es una cena de amigos y hermanos. Acá somos todos iguales. Todos tenemos, ahora, el mismo nivel.
La música de la radio suena fuerte. Está colgada de una pared, cerca de la mesa larga con las cervezas que se agolpan al medio de esta casa de Doutor Barcelos 993. El barrio se llama Tristeza. Pero no es triste. Está a unos 20 minutos del centro y es sencillo como cualquier zona de clase media del sur del Gran Buenos Aires.
Joao Cardoso hace una presentación personalizada: Celcio (el carnicero), Adriano, Paulo, Beto, Chico y Gilberto.
Cuando todos se animan y la cerveza los entona un poco más, dibuja una sonrisa dulce, los mira y dice como al oído:
–Amigos, amigos... Los amigos te alargan la vida.
Y mecha el comentario con su historia. Sí, fue uno de los goleadores contra Nacional de Montevideo, cuando Racing ganó y consiguió la Copa Libertadores en 1967, hace 34 años. Sí, también integró el equipo que le ganó al Celtic de Glasgow en el Estadio Centenario de Montevideo, el 4 de noviembre de 1967.
–Eran partidos duros –cuenta–. Juan José Pizutti nos dirigía, pero nos ordenábamos solos en el campo. A veces Roberto Perfumo gritaba desde atrás. Pero la mayoría de las veces el que ordenaba era Humberto Maschio. ¡Qué jugador inteligente! “Bajá”, decía Maschio. “Metete y ocupá tu derecha”, gritaba.
Para Joao Cardoso no hay demasiado misterio. “La clave siempre es conservar la pelota el mayor tiempo posible, y después hacer con ella algo productivo. Todos hablan del Barcelona, ¿no? ¿Y qué hacen? Tienen la pelota todo el tiempo. No la largan. No inventemos cosas raras, mi amigo, que no existen.”
Cardoso tenía una diagonal rápida y buena pegada. Llegó a Newell’s y después lo compró Independiente, pero según José Luis Ponsico, un arqueólogo del fútbol argentino, poco podía hacer con Raúl Bernao y su camiseta de siete titular. Cuando lo compró Racing para la Libertadores y la Intercontinental, no dudó. Se instaló en Avellaneda en una casa de la calle Cordero al 4500, con su esposa, Elaine do Canto, y su hijita de tres años. Esa nena, Claudia, es esta mujer que hoy ocupa la Dirección de Comunicación Institucional del estado de Rio Grande do Sul, que gobierna el ex ministro de Justicia de Lula Tarso Genro. Claudia integraba una organización a favor de la diversificación de medios con el mismo espíritu de la argentina Coalición por una Radiodifusión Democrática hasta que Genro la convocó al gobierno con su idea de “radicalizar la democracia”.
“Algo me acuerdo del ’67”, dice, pero como tenía tres años los recuerdos son borrosos. Era un festejo en cancha de Racing. Claudia dice que seguramente los jugadores festejaban en el estadio con los hinchas una vez que regresaron de Montevideo, cuando el zurdazo del Chango Cárdenas al ángulo puso el uno a cero que los escoceses no pudieron remontar. “Yo estaba a babucha de mi padre y en un momento me quedé sin él”, se ríe. “Debe haber ido a festejar con los jugadores. No sé si me acuerdo por el festejo o por el trauma de que mi papá me bajó de sus hombros.” Y vuelve a reírse.
Claudia Cardoso es militante del Partido de los Trabajadores. Su padre pertenece a una generación de jugadores que con el fútbol consiguieron escapar del hambre, pero no accedieron a una sola hectárea de soja y ni siquiera a una casa de deportes o a una inmobiliaria. Vive de su jubilación. Joao no habla casi de política. Alcanza a decir, sin que suene a queja sino más bien a descripción, que su situación no cambió. Y cuenta que Lula se distinguió por una cosa: “Miró al Nordeste. Vive mucha gente ahí. Gente que no tenía ni electricidad y ahora mira su propio televisor. A Dilma la votaron millones en el Nordeste”.
Cuenta que, cuando puede, sigue viendo a Racing y recuerda que muy pronto, el 27 de diciembre, se cumplirán diez años del último campeonato, el de 2001. El 28 de diciembre de 2001, Página/12 publicó el campeonato como título principal de tapa. La volanta decía: “Si Racing consiguió salir campeón después de 35 años y atravesando todos los círculos del infierno, hasta las utopías más audaces, como que la Argentina salga alguna vez de esta crisis, parecen ahora menos disparatadas”. Y el título remataba: “Todo milagro es posible”.
Hoy es 27. Son diez años del milagro. En 1967, Joao Cardoso fue protagonista de otro. Se divierte cuando escribe un autógrafo: “Para Martín, un grande comedor de churrasco, un abraco da turma de Cencio”. Turma es pandilla, grupo de amigos. Hace firmar a todos. Después firma una dedicatoria él solo: “Para o meu grande amigo Martin, como o caloroso abraco do grande Joao Cardoso”.
Cuando se despide en la puerta de la casa de Celcio, en el Barrio Tristeza le aparece otra vez la sonrisa canchera:
–¿Vio que yo hablo poco de fútbol? La gente analiza y analiza y analiza cómo jugó tal equipo o cómo jugó tal otro. Para mí es más fácil. Le ganamos al Celtic. Conseguimos la Intercontinental. ¿Sabe qué soy yo? Soy campeón del mundo. Vuelva por acá cuando quiera.
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