› Por Rodrigo Fresán
UNO Sale de las profundidades de esa zona fantasma –de los días supuestamente festivos que van del 22 de diciembre al 9 de enero– como un organismo acuático dispuesto a conquistar la tierra firme. Pero no es que haya evolucionado. Tampoco la tierra es tan firme que digamos. La realidad –libre de espíritus navideños– se enfrenta a los espectros del resto del año. Espectros que existen y de una solidez que no provoca otra cosa que la conciencia extrema de la propia fragilidad. Y, de acuerdo, es un año nuevo, pero Rodríguez no sólo sigue siendo el mismo de siempre sino que, además, es un año más viejo. Y mira el amplio e incierto horizonte subido al tambaleante banquito de profecías y promesas varias. En términos universales, parece que en 2012 –para ser más precisamente imprecisos el próximo 21 de diciembre– se acaba lo que se daba. Fin del mundo. Rodríguez se informó de todo en la última edición de la revista Muy Interesante: posible reversión de polos magnéticos, tórridas tormentas solares, definitivos alineamientos galácticos y posible colisión con un supuesto planeta de nombre Nibiru. Cosas de mayas que dejan abierta una mínima vía de escape: tal vez no se trate del Apocalipsis sino de un nuevo comienzo y del pasaje a un nuevo plano espiritual. Pero –teniendo en cuenta cómo empezó lo suyo Mariano Rajoy, imponiendo impuestos que juró no imponer durante su triunfal campaña– está claro que un nuevo comienzo también puede ser un Apocalipsis de siempre. La culpa, por supuesto, la tiene la “herencia” recibida del PSOE y una “situación peor de la que esperábamos”. Es decir: estuvieron poco acertados en sus pronósticos y al pan vino y al vino pan y, quién sabe, próximamente “régimen militar” a la “dictadura”. Así, la Bolsa volvió a hundirse, volvió a subir la prima de riesgo, las nuevas cifras del paro vuelve a ser “inaceptables” y aquí no ha pasado nada, aquí sigue pasando lo mismo de siempre y, ay, qué fácil es sentirse oráculo en la previsible y sísmica España de estos idus sin vuelta.
En lo que hace al ámbito de lo privado, Rodríguez sale al balcón y se agarra de la baranda –sopla un viento fuerte– y ordena eso que él ha bautizado como hiprofecías: las hipócritas promesas a no cumplir que se enumeran en voz bajísima para que no las oiga nadie con el mareado optimismo de quien ha tomado una o dos o tres copas de más mientras resuenan, ominosas, como disparos, doce campanadas.
DOS “Que vivas tiempos interesantes”, reza una ambigua maldición china. Y, sí, Rodríguez –como todos sus compatriotas– vive tiempos interesantes. Muy interesantes. Tan interesantes que Rodríguez no descarta la posibilidad de que Muy Interesante les dedique todo un próximo número. Noches atrás, el rey habló en cadena y pidió justicia para todos. Los medios y los políticos alabaron su “discurso valiente” y, acto seguido, perdiendo los puntos tan fácilmente ganados, el rey se mostró entre sorprendido e irritado por ese hábito de “personalizar todo” que tiene la prensa. El personalizado, que aparentemente no lo era, no era otro que Iñaki Urdangarin, empantanado en inacabables tramoyas con dinero más o menos público y fundaciones supuestamente sin ánimo de lucro. No se está cerca de la revolución, pero el pueblo pide sangre lo mismo. La sangre de este plebeyo esquiador en Washington alguna vez ascendido a aristócrata por vía matrimonial y al que, a la brevedad, todos le vaticinan divorcio-express y destierro de palacio. Mientras, Letizia es avistada en rebajas de las marcas favoritas de la devaluada clase media ibérica (Mango, Máximo Dutti, Zara, etc.), como queriendo recordar a los españoles de sangre roja que no los olvida, que está con ellos y que sigue siendo uno de ellos, que es moderna y modernizante, y que no hace negocios raros, salvo salir de compras a negocios. Pero una cosa está clara: cada vez son menos los que creen en los Reyes Magos y más los que desconfían de la magia de los reyes a la hora del nada por aquí, nada por allá. Y Rodríguez se pregunta si Nostradamus –quien todo lo vaticinó– no habrá señalado a Urdangarin con un “llegará un caballero con pelota en mano a derribar torres coronadas” o algo por el estilo. Y, de pronto, a Rodríguez se le ocurre una hipótesis digna de best-seller conspirativo. ¿Qué tal si Urdangarin –hijo de tradicional familia vasca votante del PNV– no fue todo este tiempo una suerte de célula dormida de ETA esperando instrucciones, justo cuando la banda bandida parece pronta a desarmarse, para dar el golpe definitivo, el gran atentado de despedida: hacer volar a la familia real por los aires no a golpe de explosivo sino de un modo más sutil, a base de topo à la LeCarré.
Tinker, Tailor, Soldier, Spy, Yerno.
TRES Rodríguez entra y sale de ver la flamante y muy lograda adaptación del por siempre gris George Smiley. Rodríguez fue feliz allí, con la rara felicidad de constatar que el supuesto oficio más excitante del mundo (según Bond, James Bond, y sus variados derivados) no es otra cosa que una disciplina burocrática donde, como en su oficina, de pronto alguien es terminated, archivado, borrado de nómina y cargo, y a otra cosa. Y, sí, la rumorología que predecía numerosos despidos en el trabajo de Rodríguez a la vuelta del largo feriado vuelve a encender los motores de esa rara máquina: un calefactor que da frío mientras se tejen decrecientes listas de indiecitos à la Agatha Christie. ¿Quién será el próximo? ¿Quién quedará último? Están todos en el aire y en el aire todavía flota el perfume de la pólvora de recientes petardos y explosiones. Y muchos se dedican a la oración y la plegaria, y por ahí Rodríguez leyó que, en las corruptas Baleares, se planea la construcción de Tierra Prometida, “parque temático de contenido cristiano”, responsabilidad de la empresa argentina Tierra Santa. Rodríguez se acuerda de su abuelo muerto, evocando con voz temblorosa la llegada de barcos porteños cargados con comida y jefa espiritual, y se pregunta si no sería mejor eso: pan y trigo en lugar de cruz y circo. En el escritorio de al lado, Rodríguez ve al jefe de personal hacer una crucecita junto a su nombre. Pero Rodríguez no es el único Rodríguez allí. Hay tres Rodríguez más. Y Rodríguez abre la agenda que le regaló su hija –la catastrofista y muy graciosa Agenda del Fin del Mundo que editó Blackie Books, rebosante de acontecimientos monstruosos, posibilidades de The End y efemérides últimas– y mira lo que toca. El modo de desaparecer que la agenda en cuestión propone para la semana en curso es “combustión espontánea”. Arder de golpe, sin aviso, sin ayuda, sin afectar a mobiliario, estructuras o personas próximas. Quemarse hasta consumirse y volver al polvo del que se vino. La opción es seguir aquí, hecho polvo, como todos los días, sin necesidad de irse o de acabarse o de pensar demasiado porque –faltaba más, falta menos– qué será, será... Rodríguez se despide de sus coleguitas, rechaza la invitación para una primera cerveza del año, y vuelve a casa, pensando en los restos del turrón. ¿Quedará algo? ¿Se lo habrán terminado su hija y su hijo y su esposa?
Rodríguez quiere creer que no, pero predice que sí.
Fin de turrón.
Hagan sus apuestas, hagan sus profecías.
Feliz interesante año.
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