› Por Noé Jitrik
Toda existencia, animal, humana, vegetal y aun elemental (agua, fuego, tierra, aire) tiene un comienzo, un transcurso y un fin. Para el comienzo hay explicaciones bastante precisas y un sentimiento acompañante, de alegría y/o de temor, cuando emerge la cabeza del niño del hinchado vientre materno como cuando brota un pimpollo o cuando la lluvia alimenta los ríos o una chispa inicia un incendio. El transcurso de lo que crece es el fundamento de la sociedad, en cualquiera de sus manifestaciones, y eso da lugar a acciones y pasiones, a creencias y a creaciones, la palabra o el fruto y, correlativamente, la ilusión de eternidad escoltada por la amenaza del cese, de la discontinuidad. El fin, que clausura, reinicia el ciclo pero en otro lugar, la materia no se pierde, se transforma: eso que fue potencia se convierte en resto, las células que animaban los cuerpos se desagregan y sus elementos dan lugar a fertilizaciones secretas que, acaso, sean el punto de partida de nuevos comienzos, vaya uno a saber en qué lugar.
Dejemos de lado el nacimiento, que se juega en un instante y es una anécdota, un saber objetivo, de observación y acaso de admiración o de terror, y hablemos del transcurso: ahí se construye el saber. De este modo, se diría que la vida, y su interés narrativo, es el crecimiento; dicho de otro modo, lo que impulsa al tallo a sacar hojas, al ser humano a un hacer, es un gran relato que es como un espejo en el que se mira un ser viviente para verse en su espléndido y dramático acontecer. Un ser viviente, pues, se relata al mismo tiempo que se mira vivir y, por supuesto, que vive.
Pero se trata de transcurso y, como es natural, se trata de tiempo que es puro transcurso: el tiempo, sea lo que fuere su ser, es un transcurrir y parece eterno puesto que hasta la fecha ha seguido transcurriendo y acaso no termine nunca de hacerlo porque, eso no se sabe, no tiene comienzo. El, el tiempo, no se gasta pero en cambio se gastan, ineluctablemente, en el transcurso, las existencias, animal, humana, vegetal, y hasta elemental, el agua, el aire, la tierra, el fuego. ¿Es el envejecimiento? ¿De eso, tan simple, se trata? Se sabe en qué consiste el envejecimiento cuyo comienzo, a su turno, se registra en un preciso momento, es cuando el transcurso experimenta una flexión y su pretensión de continuidad sufre un colapso que parece súbito pero no lo es, es resultado de una lenta preparación que lo acompaña y está reprimido, ocultado, controlado, incluso cuando el conjunto celular está en todo su esplendor y se lo cree, y cree que no hay tal descenso ni lenta caída, de la que se toma conciencia cuando irrumpe la enfermedad.
Y bien, a esa preparación la llamamos “desgaste”: se sabe que está ahí así como que hay que luchar contra él de las mil maneras que se han inventado y que se pueden seguir inventando; una de ellas, la más frecuente, es la negación, nada sé, nada pasa, nada me amenaza.
De modo que el relato de una vida es el relato del desgaste, con todas sus variantes y artilugios para neutralizarlo, y protegerse de él, los sentimientos que provoca, la lucha contra él, en suma las ilimitadas figuras que singularizan una existencia.
Y si tal relación es propia de un ser en el tiempo siempre existió un deseo de describirla; estamos hablando de la novela que en ningún momento de su historia la perdió de vista: eso se fue convirtiendo de más en más en su razón de ser.
De este modo, si a la novela se le ha adjudicado o atribuido esa responsabilidad –a diferencia de otras realizaciones verbales, como la poesía, que desdeña el transcurso y se cierra en el instante– tendría que ver de manera más próxima a lo que se entiende que es la vida tanto la vivida en su transcurso como las posibles. Para hacerlo, recoge datos y trata de darles una forma que los reproducía reinterpretándolos o bien proyectándolos a un “posible”. En ese molde caben todas las realizaciones que ostentan el nombre de novela.
Parece que no puede ser de otra manera, pero no porque relate nacimiento, progreso y muerte, lo que sostiene a la entidad “novela” es la acuciante presencia del desgaste cuyo secreto intenta develar y correlativamente conjurar configurándolo como una inminencia que acecha a todo lector, que es lo mismo que decir a todo ser humano.
Pero, ¿qué es el desgaste? Ante todo, material y concretamente, es una acción que consiste en reducir partes sobrantes, innecesarias y molestas, de un volumen cuya forma se quiere perfeccionar, sometiéndolas a una frotación: las partículas caen, el volumen gana una línea y se adapta a un uso que previamente era limitado o irritante. Este es el lado prometedor del desgaste porque, una vez ejecutado con los medios adecuados (lima, lija, cepillos), un objeto resplandece, adquiere su sentido: un gato que lima sus uñas para que no le provoquen heridas al rascarse sin el desgaste terminaría por darse muerte; si su enemigo, la rata, no desgastara sus dientes, llegaría a matar a sus congéneres por mero contacto, son conscientes de esa posibilidad. Una lija que quita la aspereza a la madera o a la piedra le descubre una belleza o una virtud que el sobrante ocultaba; el escultor pone en evidencia con el formón una virtud; el agua desgasta la roca y le otorga formas caprichosas, a veces sorprendentes y de rara belleza o temibles honduras y, por otro lado, la reduce a arena, cuyo encanto es otro, acumulación misteriosa, amenaza de siglos de labor.
Si ése es el lado pragmático de la noción de desgaste el dramático afecta a la estructura celular por mero transcurso: las células se gastan en los seres vivos y ningún paliativo logra detener el final; pero los paliativos existen aunque muchos seres vivos no recurren a ellos y apuran el desgaste, le crean mejores condiciones para terminar su obra, adelantan el reloj en la vertiginosa expectativa de contemplar la implacable forma del tiempo: esa impaciente gestión recibe el nombre de “suicidio”, cancelación del futuro, la nada que queda del desgaste.
¿Y de los paliativos qué? Nadie puede creer que una enfermedad que se cura impedirá que otras se manifiesten pero lo que importa es que la cura hace nacer una creencia, una fuerza que ilumina un instante, algo así como el sentido, que no es el que podría tener una vida individual, en lucha contra el desgaste, sino el fugitivo del tiempo mismo, encerrado en el secreto de su transcurso.
Y algo más de los paliativos: el hecho moral de asumirlos (cuidarse, cuidar, ocuparse, mirar, reconocer, admitir) se revierte sobre la sociedad y le atribuye funciones, la principal es proveer de paliativos para neutralizar o demorar el desgaste que, se sabe, concluirá con sus integrantes e incluso con ella misma si no sabe o no puede hallar los que necesita para garantizar su continuidad. Así, genera la noción de derechos, a veces protege a sus miembros, los cuida, los reconoce en sus necesidades y, cuando eso hace, pospone el desgaste, se promete un futuro: cuando no lo hace y guerrea y arremete contra propios y ajenos, cuando no cuida ni protege, su vida termina pronto. ¿No sería acaso la historia de la civilización misma una historia de desgastes, a veces detenidos gracias a paliativos, a veces acelerada por la contradictoria tendencia a la autodestrucción? Roma, que perdura, los toltecas, que desaparecieron.
Se diría, entonces, que todo relato es del desgaste, el de la civilización, el de la historia, el de la vida: la novela será, por lo tanto, siempre novela de la vida y lo único que en su empresa lo resiste es el lenguaje, en tanto que aquello que mediante el lenguaje quiere encarnar y representar su triunfo o la resistencia que se le opone es igualmente víctima de él, termina por desaparecer como las civilizaciones y los cuerpos.
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