› Por Juan Forn
Un hombre en overol manchado de aceite anuncia al mundo que el futuro ha llegado. Su nombre es Thomas Alva Edison y promete que llevará la electricidad a todas las fábricas y hogares de América y luego del mundo. Edison venía de la nada, se había hecho solo: “¿Qué falta me hace ser ingeniero, matemático o físico? Si necesito uno, lo contrato”, era una de sus famosas frases. Para entonces ya había inventado el telégrafo y vendido los derechos de su patente a la Western Union. Con ese dinero había levantado su “fábrica de inventos” en Menlo Park, Nueva Jersey, y aprendido la lección: esta vez no se limitaría a vender la patente de su nuevo invento; esta vez se quedaría él con todas las ganancias. El invento era la bombilla eléctrica y el generador eléctrico que la hacía funcionar. Con ellos se acabarían las lámparas de gas, las velas y candelabros, el engorroso uso de carbón y motores de vapor: el futuro era la electricidad y Edison era su dueño. Entonces se presenta en Menlo Park un joven inmigrante serbio con una carta de presentación del socio de Edison en Europa. La carta dice: “Conozco dos grandes hombres de este tiempo. Uno de ellos es usted. El otro es el joven que porta esta carta”.
El joven en cuestión se llamaba Nikola Tesla y era a la vez el hermano gemelo de Edison y su antítesis. Como Edison, se había formado solo: logró que lo mandaran a estudiar a Praga, pero nunca se registró en la universidad (asistía a las clases de oyente y devoraba un libro tras otro en la biblioteca, sostenido por un régimen de 72 tazas de café al día, como su admirado Voltaire); su cabeza funcionaba demasiado rápido y en demasiadas direcciones, entró como empleado raso en una de las filiales europeas de Edison en Budapest y seis meses después estaba enfrente del jefe máximo en su reino de Menlo Park, y encima tenía el tupé de corregirlo: según el joven Tesla, si la idea era electrificar América, el generador de electricidad de Edison no debía usar corriente continua sino alterna para transmitir la electricidad. La corriente continua sólo podía transmitirse a una milla de distancia; con la alterna se podía llegar infinitamente más lejos. Edison se le rió en la cara: él sembraría el país de generadores a razón de uno por milla; ése era el negocio. Así comenzó el duelo entre Tesla y Edison que se conoce como la Guerra Eléctrica.
Como todos sabemos, la electricidad llegó al mundo por corriente alterna, y eso es mérito de Tesla, aunque para la Historia sea Edison el padre de la electricidad. El asunto fue así: asqueado por la necedad de su jefe, Tesla renunció, logró inventar y patentar un motor de asombrosa sencillez capaz de transmitir electricidad por corriente alterna y el señor Westinghouse (que se había hecho rico al inventar el freno de aire para el ferrocarril) lo contrató para ir contra Edison en la guerra de la electricidad. Imaginen la escena: un representante de Edison llegaba a una ciudad norteamericana en crecimiento (y todo estaba creciendo a velocidad pasmosa por entonces, los inmigrantes llegaban en oleadas, las ciudades se expandían de la noche a la mañana, era la gran era de la urbanización) y les ofrecía sus generadores, uno por milla, los que hicieran falta. Y detrás venían los de Westinghouse y decían: no necesitan más que un generador, lo pondremos en las afueras y desde allí les daremos electricidad a todos. Imaginen quién ganaba la puja.
En un intento postrero, Edison empezó una campaña sobre los peligros de la corriente alterna y logró que un esbirro suyo en el gobierno ordenara que el penal de Sing-Sing ejecutara a sus condenados por electrocución. La perversidad de Edison consistió en que se usara, no su corriente continua, sino corriente alterna para la silla eléctrica, para que el imaginario norteamericano la asociara con la muerte. Pero el banquero Morgan, que era el socio capitalista de Edison, fue más expeditivo: desalojó a Edison de la dirección de su compañía y se sentó con Westinghouse a dividirse el mercado. A partir de entonces, Westinghouse se encargó de los motores y la General Electric (nombre con que Morgan rebautizó la Edison Company), de la transmisión eléctrica por cableado. Edison podía ser todo lo millonario que quisiera (de hecho, la invención del fonógrafo le reportaría una fortuna), pero los que decidían el destino de América lo hacían sentados en el Waldorf Astoria de Nueva York, cuando cerraba la Bolsa a una cuadra de allí y comenzaban en aquellos salones las verdaderas negociaciones del día, entre los Morgan y los Vanderbilt y los Mellon y los Astor... ya saben a qué caterva me refiero. En palabras de Mark Twain, esos que “querían ganar la mayor cantidad de dinero lo más rápido posible, de manera poco honrada en lo posible y honradamente si no quedaba más remedio”.
Así gana siempre la banca, y así fue como la Guerra Eléctrica terminó antes de empezar, salvo para Edison y Tesla, que se odiaron toda la vida. A Tesla lo perdió su caballerosidad europea: renunció a los derechos de su patente para que Westinghouse no perdiera la pulseada contra Morgan y, cincuenta años después, terminó sus días viviendo de una modestísima pensión que le pasaba la Westinghouse “en atención a los servicios prestados”. El sueño de Tesla era la transmisión inalámbrica de la energía por el mundo. En pos de esa quimera inventó sin darse cuenta la radio, el control remoto, el radar, los rayos X, pero no los patentó, o los patentó pero perdió en los tribunales contra los poderosos. En el medio se codeó con Twain y Paderewski y Dvorak y hasta el mismísimo Morgan lo citaba en los salones del Waldorf, cosa que enfurecía a Edison, quien había declarado: “El 95 por ciento del genio consiste en prever lo que no va a funcionar y Tesla es un hombre siempre a punto de hacer algo, vanas promesas sin aplicaciones prácticas”. Por su parte Tesla sostenía: “Mis enemigos han conseguido neutralizarme convirtiéndome en un visionario, un poeta”; es decir, un charlatán.
En 1915 corrió el rumor de que la Academia Sueca iba a dar el Nobel a Edison y a Tesla. Tesla declaró que no lo aceptaría si se lo daban a medias: “Soy un descubridor, no puedo compartirlo con un simple inventor”. En Estados Unidos estalló tal fiebre de apuestas y titulares acerca de quién lo ganaría que la Academia decidió no premiar a ninguno. Edison declaró: “Me alegró igual privarlo de 20 mil dólares”, monto que daba el Nobel por entonces, una bicoca para él, una fortuna para Tesla. Un último desaire coronó el duelo: en 1917 se le otorgó a Tesla la Medalla Edison, por “su aporte al desarrollo de la electricidad”. No tuvo el coraje de rechazarla: la medalla era de oro puro, podía venderla por su peso y con eso pagar los sueldos atrasados de las dos últimas colaboradoras que le quedaban, las únicas que seguían creyendo en la quimera de electrificar inalámbricamente el mundo.
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