› Por Juan Forn
Sergio Larraín camina por las callecitas de la Ile-Saint-Louis en París, saca algunas fotos al voleo, vuelve a su taller a revelar, algo le llama la atención en una de esas imágenes circunstanciales: al ampliarla descubre al fondo, en segundo plano, una pareja cogiendo contra una pared. Cae de visita su amigo Julio Cortázar, Larraín le cuenta lo sucedido, Cortázar vuelve a su casa y escribe “Las babas del diablo”. Michelangelo Antonioni lee el cuento y decide convertirlo en Blow-up. En la película, no es un acto sexual furtivo lo que pesca el fotógrafo, sino un crimen, y no es en las callecitas de París, sino en el corazón del Londres psicodélico. La película es un exitazo. En las redacciones periodísticas europeas se codean cuando ven entrar a Larraín: “Ese es el chileno de la Magnum, el fotógrafo de Blow-up”. Los fotógrafos de la agencia Magnum (la legendaria cooperativa fundada por Robert Capa y Henri Cartier-Bresson) no eran coquetos fotógrafos de moda, como el de la película de Antonioni. Eran los que mostraban al mundo lo que era imprescindible ver: las guerras, la miseria, la otra cara de la noticia. Pero eran épocas de leyendas, y la historia de Larraín daba de sobra para la leyenda. Unos meses antes del estreno de la película de Antonioni, Magnum había mandado al chileno a hacer un reportaje sobre la mafia siciliana. Larraín volvió con una foto de Giuseppe Russo, il capo di tutti capi, durmiendo la siesta al fresco, que apareció en todas las revistas del mundo. Como en todas sus fotos, uno sentía que estaba ahí, al lado del fotografiado, sintiéndole la respiración. Eso tuvieron siempre las fotos de Larraín.
Nacido niño bien en Santiago, había desoído el mandato familiar (su padre era el arquitecto estrella de Chile), abandonó una carrera universitaria en Estados Unidos y se volvió a su tierra a sacar fotos, a principios de los años ’50. Una serie suya sobre los chicos de la calle que vivían en las alcantarillas del río Mapocho, en pleno centro de Santiago, llegó a manos del gran Edward Steichen cuando dirigía el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Steichen compró dos de su bolsillo, las donó al museo y le escribió a Larraín que por favor siguiera sacando fotos. Con ese cheque de Steichen, Larraín partió a Valparaíso, se pasó un año vagando por sus calles y el puerto e hizo un libro maravilloso, chiquitito, en el que casi todas las fotos son verticales, y cualquiera que haya subido al funicular de Valparaíso entenderá que no hay otra manera de ver esa ciudad: todo es vertical ahí, todo sube o baja por esas calles que caen al mar. Una imagen legendaria de esa serie es conocida en el mundo de la fotografía como “la foto mágica”: una nena sube por unas escaleras al sol, otra nena va bajando en segundo plano por las mismas escaleras, una viene hacia la cámara, la otra se aleja, nos da la espalda escaleras abajo, son asombrosamente iguales las dos, el mismo pelo, el mismo vestido, la misma actitud corporal, sólo que una parece la otra tres años después, como si por bajar escalones pasaran los años.
El British Council de Chile lo mandó becado con unos pesos a Inglaterra. Larraín se sumergió en el Londres blanco y negro de posguerra y salió con otro librito igual de austeramente impreso, pagado con los francos que le dio Cartier-Bresson por una de esas fotos (que tuvo colgada en una pared de su estudio hasta que murió). La foto es vertical, una toma de las escaleras mecánicas del metro de Londres vistas desde abajo: gente que se acerca por un carril, gente que se aleja hacia arriba por el otro, un oficinista en primer plano, borroso, como si estuviera por chocar contra nuestro hombro. Además de comprarle esa foto, Cartier-Bresson invitó al chileno a formar parte de Magnum. Ese es el Larraín que Cortázar conoce callejeando por París en los ’60. Hay dos partes bien nítidas de los ’60 y Larraín corresponde sin discusión a la primera, por afinidad digamos espiritual. En todas sus biografías dicen que a fines de los ’60 se volvió de Europa, asqueado del naciente star-system que empieza a haber en el fotoperiodismo. Yo creo que es fácil ponerle fecha de inicio a ese asco: cuando se estrenó Blow-up en 1966, aunque hay quienes dicen que fue un año más tarde, cuando volvió de Persia, de sacar fotos de la coronación de Farah Diba como emperatriz, y la Magnum no consiguió interesar a nadie en esas imágenes que mostraban la otra cara de la coronación en las calles de Teherán.
Lo cierto es que Larraín se volvió a Chile, sus envíos a la agencia se hicieron más espaciados y el interés de la agencia por él decayó igualmente. Una sola cosa le interesó de esa segunda mitad de los ’60: el misticismo y sus variantes. En esos años hace contacto con Jodorowsky y Claudio Naranjo, toma LSD, viaja por el desierto, empieza a meditar, conoce en Arica a un sincretista boliviano llamado Oscar Ichazo, que combina Gurdjieff, Jüng y Esalen en su ashram del norte de Chile. Desde allá rompe famosamente con Magnum. Cuando Cartier-Bresson le pide por carta que recapacite, Larraín le dice que ha dado su obra fotográfica por terminada, que se retira del mundo. Es el año ’71. Nunca más volvió de ese retiro. Pasó el gobierno de Allende y el golpe y la larga noche pinochetista y Larraín siguió viviendo en una casa junto a un río en las montañas del norte de Chile. Cada tanto alguien se acordaba de él y le ofrecía por carta hacerle una nota, organizarle una retrospectiva, recordarle al mundo que existía un fotógrafo llamado Larraín. El contestaba que había quemado todos sus negativos. El gran Josef Koudelka, que lo veneraba, se tomó el trabajo de rastrear en los archivos de Magnum y entre los fotógrafos europeos todo el material que pudo encontrar de él y, sin avisarle nada, le organizó una muestra hoy célebre. Larraín siguió rechazando notas y viajes y exposiciones, y la semana pasada, a los 81 años, se murió.
Se supo tarde, porque se lo creía muerto de mucho antes. Dicen que, además de dar clases de yoga, meditar y cuidar el río y las montañas, había seguido sacando fotos, pero abstractas, que revelaba él mismo en el cuarto de al lado del lugar donde meditaba todos los días, en su casa a la orilla de un río en las montañas del norte de Chile. En ese cuarto lo velaron sus compañeros de meditación, repitiendo un mantra: “El presente no es el camino. El presente es la meta”. En el entierro, en el cementerio del pueblo, no se podía sacar fotos, por expreso pedido de él. Una vez que un sobrino suyo le pidió consejos, Larraín le mandó una carta extraordinaria sobre lo que significaba la fotografía para él, que aparecerá en Radar el domingo, en la que decía: “Cuando paseo la mirada por ahí afuera, con el rectángulo en la mano (así llamaba a la cámara: el rectángulo en la mano), es en el interior de mí mismo que busco”. Así fue como se supo por fin de quién era la respiración que creíamos oír en sus fotos: era, bendito sea, la de él.
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