› Por Rodrigo Fresán
UNO A Rodríguez nunca le interesó el género fantasy. Lo de dragones y catacumbas, lo de espadas y hechizos. Rodríguez no leyó ni vio El señor de los anillos, ni leyó ni vio Juego de tronos. Tampoco entiende a esas personas que pueden pasarse buena parte de sus vidas metidos en juegos de rol, asegurando que su nombre es Kurgan, del clan de los lupinos. Para sagas de reyes y conspiraciones, a Rodríguez le alcanza y le sobra con haber nacido en España, en algo conocido como “monarquía parlamentaria”, donde la verdadera familia real vive días más bien moviditos, como sacudida por uno de esos terremotos anticipados por oráculos que moran en cuevas sin fondo. Annus horribilis y todo eso. Pero poca épica. Problemas de haber seguido patrones de conducta que hasta hace poco sólo se les permitía a las chicas salvajes de Mónaco. Eso de mezclar fluidos y disfrutar de lo mejor –azul y roja– de ambas sangres. Hasta no hace mucho, nada de casarte con quien se te antojara (para eso estaban esos seguros Segismundos y Rigobertos de “serena belleza” endogámica, criados para criar), pero sí mucho de escaparte de fin de semana con quien se te diera la real gana. Ahora no. De ahí, el affaire Urdangarín, quien como todos los conversos se la cree y se cree más que los que nacieron ahí dentro y –en el decir del coordinador de Izquierda Unida– “ha hecho él solo por la República más que todos nosotros en treinta años”. Rodríguez ha recortado de periódicos las complejas infografías y los enredados organigramas urdangarínicos de sus supuestos negocios turbios con dinero público. Parecen, sí, esos mapas y árboles genealógicos que suelen abrir los novelones de George R. R. Martin & Co. Rodríguez los mira fijo hasta marearse en la tormenta de dichos y declaraciones y filtraciones y todas esas indiscretas biografías y ensayos que han salido, de golpe, sobre Juan Carlos y Sofía. Un cierto aire a que se ha levantado la veda y que los cazadores pueden ser cazados o que, al menos, ya no está tan mal visto el golpe bajo a la alteza. Mientras –coincidiendo con otro aniversario del 23-F, día de este 2012 en el que, con un más bien escaso sentido de la oportunidad, se oficializó la destitución del juez Garzón– las últimas encuestas avisan de que los muchos de más abajo se preguntan cada vez más cuál es el sentido de seguir manteniendo a esos pocos ahí arriba por el único motivo de que, sí, tienen coronita.
DOS Y, sí, después de días de suposiciones al respecto, finalmente, el pasado sábado, el yernísimo olímpico Iñaki Urdangarín entró a pie en los juzgados de Mallorca. Alfombra roja suplantada por asfalto gris y paseíllo de treinta metros ante muchos periodistas (algunos de ellos, recontratados por un ratito y, ay, también cerró Público y van... y vienen...), y no demasiados manifestantes que le gritaban “chorizo” o enarbolaban banderas republicanas al grito de “no hay dos sin tres”. Poca cosa y en nada quedaron los informes policiales que, al borde de la histeria paranoica, casi anticipaban un Dallas ’63. Una mujer tiró un huevo y eso fue todo. Urdangarín –demacrado y con canas à la Stewart Granger– recitó de memoria unas obviedades frente a los medios en poco más de treinta segundos. Y entró para pasar veintidós horas escudándose en que toda la culpa la tiene Diego Torres, el plebeyo de su alguna vez socio y amigo y hoy enemigo mortal quien, dicen, podría ya haber pactado con la Fiscalía porque poco y nada le interesa ser decapitado para salvarle el cuello al aristócrata consorte. Eso sí: Urdangarín reconoció haber anotado a sus hijitos como accionistas porque quería que lo suyo fuese “una empresa familiar”. Lo de su esposa infanta fue apenas “testimonial”. El juez, trascendió, lo retó varias veces por sus recurrentes “no me acuerdo”.
Días atrás, Rodríguez había visto por la tele al duque de Palma huyendo de la prensa por las calles de Washington DC en ágil carrera. Corría a proteger a sus vástagos del acoso mediático, explicó un allegado. La imagen se repitió una y otra vez en tertulias televisivas y alguien apuntó que estaba muy mal que Urdangarín vistiera pantalón blanco en plena temporada invernal.
TRES Y Rodríguez no puede evitarlo. De golpe, todo es tan capa y espada. Sabina & Serrat suenan como juglares del naufragio y la realidad suele armar los mejores castings, piensa. Si no le creen, busquen y encuentren el dinástico perfil feudal de Joan Rosell, capo de la patronal española (quien suele referirse a “los trabajadores” enarcando las cejas), y los frontales y llanos rostros de los sindicalistas Cándido Méndez o de Ignacio Fernández Toxo, con ese aire de escuderos leales, pero no muy eficientes. Y Rodríguez no puede dejar de pensar en Urdangarín y en su personaje favorito en todo este folletín palaciego: Mario Pascual Vives, abogado defensor del duque, quien siempre parece bajo los efectos de alguna pócima mágica. “No tengo la menor idea”, “No sé”, “¿Qué día es hoy?”, “El futuro no lo conozco” y “Estoy saboreando estos momentos irrepetibles”, son declaraciones suyas, siempre, con una sonrisa cortesana que no permite saber si se ríe de todos o de sí mismo. Vives es como un indispensable secundario de catacumba y –muy a tono, luego del anuncio de que el reino sucumbirá al maleficio de la recesión a lo largo y ancho de todo 2012– Rajoy proclamó eso de “podríamos estar con medidas de la Edad Media, pero si surtieran efecto”. Y no es que sus medidas sean muy modernas que digamos. Lo último ha sido proponer que los bancos finalmente acepten los pisos de los morosos como prenda para finiquitar hipotecas (siempre y cuando los bancos quieran) y que aquellos pequeños empresarios a los que los ayuntamientos les deben dinero puedan cobrar antes (siempre y cuando sacrifiquen y rebajen parte de lo que se les adeuda). Por su parte, Rubalcaba, con ese aire de Gandalf didáctico, se queja de que el gobierno sólo da malas noticias, tal vez añorando aquellos casi místicos y siempre por llegar “brotes verdes” del quijotesco Zapatero.
Ahora es domingo: en la pantalla del televisor, el balonmánico Urdangarín vuelve a entrar al juzgado para echar pelotas afuera con cara de buen chico y –entre la abundante cobertura y recobertura para llenar el tiempo muerto y a puertas cerradas– Rodríguez se entera por el conductor del noticiero de una vieja noticia real, pero nueva para él: semanas atrás, los servicios jurídicos de la Casa Real Española demandaron a la Marvel Comics que Magneto –villano de la serie X Men– abandonara el “uso indebido” del uniforme de Capitán General de los Ejércitos del Rey de Juan Carlos I en un videogame. Y Magneto ya había utilizado el guardarropa del monarca ibérico en un comic de 2005. Entonces, eficiente, la Casa Real impidió la distribución del comic en Estados Unidos y España. Por esos tiempos, presuntamente, el magnético Urdangarín ya hacía de las suyas, tomando el nombre de su suegro en vano. Nadie lo explica mejor que El Roto en su viñeta del sábado pasado en El País. Allí, un hombre con traje de gala echa serpientes por la boca y exclama: “¡Estoy hasta los cojones!”, gritaba el jefe de palacio por los salones de palacio...
“Yo también”, piensa Rodríguez por los metros de su pisito hipotecado.
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