› Por Mario Goloboff *
Sin pretenderse anticipatorio ni profético, a pesar de que llegó a avizorar ingenios del presente, el gran Leonardo Da Vinci, quizás el primer sabio de la Edad Moderna, era proclive a los juegos de palabras y a las adivinanzas. Como una forma de la investigación o de la exploración; a veces, también de la interpretación. Leemos en algunas: “El agua del mar se elevará sobre las altas cimas de los montes hacia el cielo y recaerá sobre las habitaciones de los hombres” –las nubes– o “verás los huesos de los muertos con veloces movimientos tratar la fortuna de su propio impulso” –los dados–. Según Stefano Levi Della Torre (Zone di turbolenza) “subrayado en los verbos el futuro, como parodia de las previsiones proféticas y apocalípticas”. Dado asimismo a ver en las sombras (o en las rugosidades de los muros, en los dibujos de la naturaleza o en las más variadas formas de lo real) el futuro de futuras obras. Tal vez por todo ello, en la autoría y producción de éstas interviene hoy tanto la sospecha, la duda sobre pedidos, ofrendas, dedicatorias, propósitos, confecciones, identidades. Le sucede frecuentemente, en especial con aquéllas referidas a damas.
Ha acontecido hasta hoy con la celebérrima Gioconda (por la persona del modelo y de la representación, no por la hechura, que es de las más en quietud aceptadas) y con otras menos difundidas; pasa con aquellas piezas formidables y casi intercambiables de la época lombarda (1483-1490): Retrato de mujer (La dama de la redecilla de perlas), Retrato de dama con armiño (Dama de la garduña o del hurón o de la marta) y Retrato de dama (La belle ferronnière-La bella ferretera), en sus denominaciones oficiales.
De la primera hay confusos datos, ya que se la vincula estrechamente con un Retrato de músico, algo anterior, discutible él mismo (“caso típico de ese cruce de incertidumbres”, para la especialista Angela Ottino Della Chiesa); tal vez, por otra parte, el único indubitable retrato masculino, inconcluso, de Leonardo. El modelo de La dama de la redecilla..., atribuido y alguna vez bautizado Retrato de Beatrice d’Este, sólo porque se emparentó durante siglos con el anterior que erróneamente se pensó de su esposo, el duque de Milán, Ludovico Sforza, el Moro, y por lo mucho que se discute en cuanto a identidades, es de la duquesa. Lo que deja sin explicar por qué las dos tablitas pasearon juntas durante tanto tiempo por Europa, pero ésta, frente a tantos interrogantes leonardianos, parece ser una cuestión menor.
De La dama con armiño, lo primero que se pone en cuestión es el mismo título (ya que tiene mucho que ver con el motivo y la intención): ¿es en verdad un armiño dicho animalito? ¿Por qué no una garduña? ¿O un hurón, o una marta? Y en efecto, este óleo con soporte en tabla, de mediano tamaño (54 x 39 cm.), que desde los tiempos de la Revolución Francesa reside en Polonia, ahora de manera permanente en el Czartoryski Muzeum de Cracovia, es traducido en algunas clasificaciones, por ida y vuelta de las lenguas, como Dama de la garduña. Aunque, explican críticos italianos, el armiño representaba la castidad mientras que la garduña todo lo contrario, la lujuria, y ninguna mujer en su sano juicio, hacia finales del siglo XV, habría querido posar con tan comprometedor y casi insultante símbolo (y ningún maestro correr riesgos de pintarla).
Se discute también la atribución, por un juego que habría hecho el autor con el apellido de la casi segura joven, la agraciada Cecilia Gallerani, amante del duque Ludovico, quien después casó con otra, no sin antes dejarle buenos territorios. Apellido aquél, Gallerani, que desde su raíz griega querría decir algo aproximado a “comadreja”, y de ahí sus deslices en los otros nombres mencionados. Lo de la juventud no es presunción: la propia retratada se lo envía a Isabel d’Este, marquesa de Mantua, con estas líneas que la defendían: “...tal retrato en edad tan imperfecta de quien después ha cambiado toda esa imagen”. Y hay una efusiva oda del poeta de la corte Bernardo Bellincioni (1452-1492), dedicada a Cecilia o al cuadro, “Señora con un armiño”. La broma final sería que Leonardo, al poner entre sus manos un animalito depredador, acaso haya estado sugiriendo los propósitos de esta amante furtiva y bien beneficiada por el generoso duque. Lo convalida la citada Della Chiesa (“una penetración iconográfica y psicológica, como un depredar de mujer asociado al de la pequeña alimaña...”), apoyada quizás en las consideraciones que sobre la imagen interior de la mujer en Leonardo asienta el mismísimo Sigmund Freud en su revisitado estudio “Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci” (1910): “Varios críticos han manifestado la sospecha de que en la sonrisa de la Gioconda se reúnen dos distintos elementos, y de este modo han visto en la expresión de la bella florentina la más perfecta reproducción de las antítesis que dominan la vida erótica de la mujer: la reserva y la seducción, la abnegada ternura y la imperiosa sexualidad, que considera al hombre como una presa a la que devora sin piedad”.
Por último, para La belle ferronière (el verdadero, pues así había sido erróneamente bautizado en un principio también el anterior retrato), es muy disputada la atribución entre Leonardo y Boltraffio (Giovanni Antonio, 1467-1516), su discípulo; lo que casi no puede negarse es la misma mano en ambos, así como las semejanzas, con un pequeño agregado de edad del modelo. Lo que destruiría por completo la muy difundida versión nacida del casi general subtítulo, atribuyendo el apelativo a la esposa de un ferretero, amante ella de Francisco I de Francia, porque más bien podrían haber sido de otra amante de Ludovico, Lucrezia Crivelli, esa mirada desafiante, esa sonrisa apenas insinuada y algo incógnita.
A través de las adivinanzas y acertijos a cuya construcción era tan afecto, o de su adhesión a la filosofía natural, a la observación de las propiedades de las plantas y de los transcursos celestes, sus proyectos de máquinas volantes cuyas alas reproducirían los movimientos de las de los pájaros, las invenciones de ingeniería o sus estudios de topografía y sus trabajos de cartógrafo, sus planes hidráulicos y de mecanismos destinados a transformar la fuerza del agua en fuerza mecánica, o para forjar acueductos, diques, presas, esclusas, o por su concepción de la ciencia, el arte y la sociedad en su conjunto, y en especial a través de sus enigmáticas pinturas, inclinadas, además, a cierta figuración andrógina, y con la pregunta permanente sobre el misterio femenino, puede que Leonardo estuviera enseñándonos a mirar lo real desde otros puntos de vista. No como dictaban los hábitos, las costumbres sociales o las reglas de entonces, sino compleja y ricamente desde ángulos más audaces e imaginativos, gracias a la inteligencia de que los seres humanos fuimos, por felicidad, dotados.
* Escritor, docente universitario.
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