Mié 28.03.2012

CONTRATAPA

Húmedos y secos

› Por Noé Jitrik

Santiago Scalabrón, un conocido dibujante argentino, desde hace años en Europa, me cuenta que vive habitualmente en Mallorca. Su casa está construida sobre lo que queda de una derruida muralla que antiguamente rodeaba la ciudad. Generación tras generación fueron levantando pisos hasta llegar a la estructura actual que, me imagino, debe tener todo lo necesario para vivir bien. En lo que queda de un patio hay una cisterna en la que se recogía el agua de lluvia que, como se sabe, en esos países no abunda: tanto mar y poca agua, esa paradoja asedia al Mediterráneo. Hoy hay agua corriente y la cisterna no cumple su originaria misión, pero cumple otra que vale la pena señalar.

Sus paredes, dócilmente, recogen toda la humedad ambiente de modo tal, con tanta eficiencia, que las paredes nuevas están siempre secas, si no hubiera eso las paredes se llenarían de hongos, muy difíciles de combatir; el mar, que rodea toda la isla, provee sin descanso de tal humedad, otra paradoja porque hay sol de sobra en lugares como ése, tan requeridos.

Al principio, me dice, no entendía por qué subsistía ese hueco –de hecho quienes siguieron sin entenderlo y lo cegaron, un ricachón marroquí, terminaron por abandonar sus casas, insoportable el olor a humedad– ni por qué no habían sido reparadas algunas fisuras en las vigas de madera ni tapados algunos agujeros en las paredes, pero al tiempo supo que las casas tienen vida, se mueven, no llegan a bailar ni necesitan de terremotos para hacerlo, pero distan de estar inmóviles: las fisuras acompañan el movimiento, los agujeros dejan pasar el aire, gracias a eso las casas son vivibles.

No cabe duda, los viejos constructores eran sabios, poseían una filosofía y en ella la humedad ocupaba un lugar central: ni que hubieran leído a Spinoza y sus reflexiones sobre el agua de que están compuestos los seres vivos, la conocían, convivían con ella, la amansaban, la comprendían y la dominaban, cosa que en otros lugares no se logra y se la odia y se la combate, se diría que en vano, la humedad es invencible y mortífera; no por nada algún anónimo poeta engendró una expresión que parece estar inscripta en un escudo nobiliario de Buenos Aires: “Lo que mata es la humedad”.

Me atrajo la descripción y el relato y en seguida pensé que la humedad es algo más complejo que una molestia. Por de pronto, que la hay buena –la que se necesita para que los cuerpos de humanos y de animales, riñones sobre todo, funcionen adecuadamente, las plantas no se mueran, los fluidos se renueven, el testicular, el vaginal, y funcionen– y mala –la que engendra los susodichos hongos, afecta los pulmones, enrarece la respiración, pudre los alimentos y muchas otras cosas terribles más–. Basta con recordar cómo nos sentimos cuando un noventa por ciento de humedad nos es anunciado como si fuera el comienzo de la guerra civil y la relación que existe entre ese fenómeno y determinadas enfermedades y, ni qué decir, en los estados de ánimo, el desgano, lo pegajoso, la ropa que huele. Pero más importante que todo eso es que los comportamientos de las personas que nacen y viven en lugares húmedos son peculiares, incluso en sus maneras de pensar: tal vez la gloria de la filosofía alemana descansa en los climas fríos y húmedos del Norte, donde el encierro promete un sustituto de la salvación. Spinoza, calentándose junto a un peligroso brasero en la húmeda Amsterdam, le buscaba la racionalidad a Dios, entre sus reflexiones y la humedad que lo enfermaba.

Eso significa que sobre la humedad y lo que desencadena o provoca habría mucho que decir y si, en alguna medida, tal como lo propuso Ernest Renan en su momento, aunque se refirió a una instancia más amplia, el clima y sus efectos sobre la creatividad, tiene algo que ver con el “ser” de quienes no conocen otra cosa habría que pensar en su término correlativo, la sequedad, y lo que genera o determina o produce: cómo son o cómo viven quienes chapotean en zonas húmedas, cómo son y viven quienes sienten que la piel se les apergamina a causa de la sequedad implacable de su hábitat. Debe haber numerosos textos que ilustren una u otra situación, humedad por un lado, sequedad por el otro, aunque hay desde luego zonas de pasaje estos términos no deben verse como absolutos; así, no podemos renunciar a la humedad interna pero cuando viene de afuera buscamos la sequedad; esperamos ansiosamente la lluvia para que las plantas, los animales y la tierra se recuperen, pero si es excesiva ansiamos que termine de una vez.

Sé que estas pocas líneas no dan cuenta de la riqueza de la oposición, pero son un punto de partida y como tal quisiera que fueran tomadas; en todo caso, pueden iluminar algunas situaciones literarias que, ellas sí, son mucho más ricas que cualquier caprichosa lucubración, de esas que ofenden a los enemigos de la poesía. Encuentro dos ejemplos preclaros de ambas posibilidades, seguro de no sacarles todo el jugo y hacer que el esquema sea servicial.

Veamos el primero, El extranjero, de Albert Camus. Mucho se ha escrito sobre el crimen de Mersault, su lacónico personaje. Acostado en la arena, los ojos semicerrados, de pronto una sombra se interpone, es el “árabe” y ahí, sin más, lo asesina. Es evidente que la situación es límite y, como tal, por la parsimonia con que es descrita, provoca una oleada de interpretaciones: en este caso no faltaron. Hay, desde luego, lecturas de lo evidente, de lo que salta a la vista: crimen injustificado, insensibilidad moral, el ser inerte, que no siente nada y que ejecuta una acción para encapsular esa falta; desde una previsible mirada existencialista la cuestión de la libertad; el “acto gratuito”, que había propuesto André Gide unos años antes para Los monederos falsos; una encarnación negativa del “das sein” heideggeriano y así siguiendo. Me atrevo a una variante: Mersault mata al árabe a causa del calor. O sea, correlativamente, a lo que el calor produce, la sequedad. De la que podríamos decir que favorece estilos más directos, tendencia a lo concreto, poesía más que filosofía, pereza. Y otras cosas, como la principal que atañe a Mersault.

No me animaría a decir que mata “porque tiene calor”, no incurriría en esa vulgaridad, pero sí que hay una estrecha relación entre la sequedad, que afecta al movimiento de las personas y al espíritu que las rige, y las respuestas a los requerimientos o impedimentos del exterior, incluidos los ritmos tanto corporales como cerebrales y, desde luego, verbales: el laconismo, la sinopsis, la urgencia, la brevedad parecen ser propios de una atmósfera en la que el viento, si viene, se lleva lo poco de humedad que permanece en el aire.

La alusión a la filosofía como propia de lugares húmedos no agota lo que la imagen puede dar. El notorio episodio de la lluvia interminable de Cien años de soledad ilustra también su riqueza: la exagerada lluvia exaspera el hecho de que el célebre Macondo, que de entrada está envuelto en brumas y vapores, muy propios de la vasta región caribeña, y da lugar, en el imaginario de la novela, a un brote interminable e imprevisible de proliferaciones; algunas aprovechables, otras viciosas, otras, en fin, amenazantes. Numerosos hijos, incontables vacas, deterioros indetenibles, hormigas voraces son imágenes que arman una red sobre la cual la novela se tiende pero, más significativo que eso, en virtud de una prosa igualmente proliferante cuya deuda con el modernismo, fruto igualmente de la fertilidad centroamericana, es evidente y que obra como un depósito de bienes imaginarios que en ese ambiente húmedo se pudren y entran a formar parte, como humos, de una escritura que le debe todo a lo que la constituye. Producto de la humedad.

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