Vie 30.03.2012

CONTRATAPA

Tilingadas

› Por Luis Bruschtein

Ha habido pocos buenos gobiernos y muchos malos gobiernos. Desde un particularísimo modo de ver, un buen gobierno sería el que desarrolla estrategias que benefician a la mayoría y un mal gobierno, el que hace todo lo contrario, es decir, que beneficia a una minoría.

Es un trazo grosero porque en la realidad, por lo menos en los gobiernos civiles, se dan más los matices que alguno de esos extremos. En los casos del radicalismo y el peronismo han tenido gobiernos que transitaron por toda la gama, desde lo que se definiría como “malos” gobiernos –los de Carlos Menem y Fernando de la Rúa– hasta los que podrían ser encuadrados entre los “buenos” gobiernos, como los de Yrigoyen y Perón. El radicalismo, con una base social más instalada en las capas medias, priorizó en su discurso –sin excluir a los demás temas– la institucionalidad y el desarrollo de los derechos ciudadanos. El peronismo, con una base social plebeya con urgencias de tipo económico y social más inmediatas, centró el suyo en la justicia social, también sin excluir los otros temas.

Los dos han expresado dificultad para entender la lógica de los grupos sociales más alejados de sus dinámicas. Los radicales han tendido a visualizar las políticas sociales como algo demagógico. En el peor momento de la situación económica durante el gobierno alfonsinista, en vez de hacer anuncios relacionados con las necesidades concretas de los sectores populares, Alfonsín anunciaba el traslado de la Capital, algo que a la clase media le podía parecer importante pero que no estaba relacionado con salarios, alquileres, alimentos o transporte o alguna de las urgencias que se le planteaban en ese momento a los trabajadores y sectores más humildes. Alfonsín había sido votado por gran cantidad de peronistas a los que nunca pudo entender lo suficiente como para dirigirse a ellos, y así los fue perdiendo.

Las formas plebeyas del peronismo con sus descamisados y tosquedades han sido rechazadas históricamente por las clases medias. Y al peronismo, los “buenos modos” de la clase media le han parecido pura hipocresía. Por lo cual, los “buenos” gobiernos peronistas han tenido dificultades para dirigirse a las clases medias, pese a que ellas han crecido y han tenido sus épocas de oro justamente bajo esos gobiernos. Una expresión de esas dificultades han sido los tropiezos que siempre tuvo el peronismo con el electorado porteño.

Una de las razones que explica la permanencia política de Cristina Kirchner es que desde su condición de peronista se esforzó por desa-rrollar también una sensibilidad que la acercara a los sectores medios menos propensos al antiperonismo –menos “gorilas”–, que mantienen su propia lógica sin por eso dejarse llevar por el discurso de los “feos, sucios y malos” que vienen a ser los peronistas y ahora kirchneristas. Para esa mirada tan de clase media conservadora, los “feos, sucios y malos” siempre han sido los pobres, los trabajadores, las clases medias más humildes.

Quizá lo dijo en broma, pero al referirse a las fotografías que mandan los seguidores del programa 6,7,8, la socióloga Beatriz Sarlo dijo hace algún tiempo que se mostraba gente fea a propósito porque era parte de la estética del programa. Seguramente fue una broma pero ilustraba, a lo mejor de manera inconsciente aunque con absoluto realismo, esa forma de ver las cosas. Porque la verdad es que no se ve en esas fotografías a gente fea. Se trata de personas comunes, del pueblo, sin producción, de las que se ven todos los días en la calle, algunas en actitudes chistosas. Solamente unas buenas orejeras culturales pueden hacer ver feo lo que no lo es, o viceversa.

En una conversación entre periodistas alguno describió alguna vez a la Presidenta como “una tilinga de Tolosa”. El periodista no era un tilingo, pero claramente esa descripción provenía de una mentalidad esencialmente tilinga. Para un tilingo, decir “tilinga de Tolosa” quiere decir alguien del pueblo raso (de Tolosa) que tiene el tupé de hacerse pasar por tilinga. Esa frase tan ingeniosa es en sí una gran tilinguería. Lo disruptivo para esa mentalidad, más mediocre que clasemediera, es la combinación de la actitud enérgica de Cristina Kirchner para gobernar con sus actitudes femeninas para arreglarse.

Más allá de todo el ingenio que una parte de la clase media desarrolla para atacar al kirchnerismo, como lo hizo en los primeros gobiernos de Perón, cuando hablaban de la “reputadísima” primera dama, por referirse a Evita o a la calle Larrea le decían Eva Perón (la rea), el kirchnerismo hizo un esfuerzo por incorporar al discurso peronista los conceptos más valiosos impulsados por esa cultura política de los sectores más avanzados de las capas medias.

Porque es cierto que en esas miradas tan diferentes hay desde ambos lados una carga ultratóxica de resentimientos, prejuicios y deformaciones. Pero también hay contenidos valiosos tanto en las visiones mutuamente críticas como en los conceptos por la positiva. El político o la fuerza política que pueda salirse de los esquemas culturales desarrollados por sus grupos sociales y corrientes políticas de origen para ver ese fenómeno desde sus aspectos positivos y arriesgar una síntesis, o lo que más se le parezca, estará más cerca del diseño de una propuesta de poder.

Durante muchos años el discurso de la justicia social fue la herramienta principal del peronismo y le bastó para convertirse en la principal fuerza electoral. Para el radicalismo fue más problemático, pero si algo quedó en evidencia en las dos últimas oportunidades que encabezó el gobierno fue que ya no alcanza con un discurso centrado casi exclusivamente en lo institucional. El radicalismo no ha encontrado la forma de llegar a esa síntesis y profundiza su crisis. En cambio, con la llegada del kirchnerismo comenzó a producirse un fenómeno muy interesante en el peronismo. A diferencia de otros momentos históricos, las grandes mayorías se construyen ahora con un gran aporte de las capas medias. El aporte principal siguen siendo los trabajadores y los sectores humildes, pero ya no hay mayorías ni primeras minorías sin una participación importante de sectores medios. Una propuesta, un discurso político, que no dé cuenta de este fenómeno estará condenado al fracaso y siempre estará la opción de tomar los aspectos más progresivos o los más reaccionarios de ambas miradas.

El kirchnerismo padeció de entrada el rechazo de gran parte de las capas medias, sobre todo en la ciudad de Buenos Aires. Son conocidas las reacciones de mal humor de Néstor Kirchner ante los resultados electorales en algunos distritos urbanos. Con un poco de bronca llegó a asegurar, sin ocultar su desconcierto, que no entendía a los porteños. Si se hubiera quedado sentado en ese lugar, hubiera hecho lo mismo que hacen los que siguen inventando frases ingeniosas para expresar sus broncas contra el kirchnerismo.

El peor momento para el kirchnerismo, en ese sentido, fue la pelea por la Resolución 125 y las elecciones de medio término del 2009. Si el kirchnerismo se quedaba encerrado en una disputa estéril con las clases medias, se hubiera condenado a la desaparición. Tuvo que romper con una inercia que lo llevaba a ese choque, tuvo que romper prejuicios y abrirse a algo diferente y que muchos de su palo despreciaban. En la vida y en la política esas son a veces las actitudes más difíciles.

Generó de esa manera un potente impulso expansivo de ampliación de derechos y construcción de ciudadanía asentado en su política de derechos humanos a la que había priorizado desde el primer momento. Desde esa base fue gestando una poderosa artillería legal antidiscriminatoria, de derechos de género y de minorías religiosas o sexuales y de democratización de la información. Los grandes debates por el matrimonio igualitario o por la ley de medios fueron señaladores importantes en ese proceso, hasta que en las últimas elecciones Cristina Kirchner obtuvo el 35 por ciento del voto porteño.

Muchos de esos temas formaban parte del bagaje de otras fuerzas políticas que les otorgaban un alto valor de civilidad. Pero ahora esos logros identifican más al kirchnerismo. Muchas de esas fuerzas se parapetaban antes tras esas reivindicaciones tan distintivas para despreciar al peronismo por primitivo y anticivilizatorio. Y muchas de ellas incluso se opusieron a esos logros, que supuestamente defendían, cuando los planteó el kirchnerismo. No pudieron digerir su base peronista y su estética murguera, populista y plebeya.

Mientras el peronismo hacía un gran esfuerzo de apertura e incorporaba ideas progresivas, la oposición no pudo encontrar la energía o las motivaciones que la llevaran en una búsqueda similar, que tanto necesitan para generar opciones verdaderas. Esa búsqueda iniciada por el kirchnerismo desde el peronismo le hubiera resultado aún más difícil con una oposición más abierta a sus propias ideas y menos aprisionada por prejuicios del tipo de que “nada de lo que haga el peronismo puede ser bueno”. La oposición quedó encerrada en su propio corralito y no se atrevió a romperlo, con lo que le dio mucha ventaja al oficialismo.

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