› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO “Siente la ira”, promete la frase publicitaria en el poster. Y Rodríguez entra a ver Ira de titanes seguro de que será tan mala como la primera parte de hace un par de años y como la inspiradora original de 1981. Y no se equivoca. Y la 3-D le produce un nuevo dolor en su ya dolida cabeza. Pero Rodríguez quiere, necesita, sentir la ira. Porque Rodríguez ya no siente nada. Y ahí dentro, lo único que siente Rodríguez es el peso y el paso del pasado y la nostalgia por aquellas monstruosas y mitológicas animaciones stop-motion de Ray Harryhausen. Jasón y Simbad y esos esqueletos espadachines. Aquí, ahora, nada tiene gracia; y los alguna vez actores de prestigio Liam Neeson y Ralph Fiennes parecen seguir el rumbo de la bizarra carrera de ese ex prestigioso que alguna vez fue Nicolas Cage. Pero Rodríguez no siente nada y –¿debería reclamar el dinero de su entrada?– mucho menos siente ira. De salida, eso sí, ahí fuera, ira es lo que sobra.
Afuera la ira es gratis.
DOS Es el día después del 29-M y, como de costumbre, los bandos no se ponen de acuerdo en las cifras. Para los organizadores sindicales, el ausentismo laboral y el presentismo en la marcha bordearon el billón de personas. Para gobierno y patronal, apenas 4,5 trabajadores no acudieron a su puesto (antes habían avisado que estaban enfermos) y toda esa gente en la calle no eran otra cosa que turistas entrando y saliendo de museos y negocios. Rodríguez –con mente y pupilas aún ahogadas por conjuras olímpicas– se siente más tironeado que Perseo. ¿A quién creerle? ¿En quién confiar? ¿La huelga fue un fracaso y la marcha de protesta un éxito? Y así, insensible, avanza por un desgraciado Paseo de Gracia donde todavía flota el tufo de la basura quemada y se multiplican las telarañas de cristales rotos. Rodríguez entra ahora en el FNAC de Plaza Catalunya y allí presenta su nuevo disco ese indignado diet y by design que es Macaco (banda multiétnica/buen rollito, pero con conciencia y cuyo líder canta con eso que Rodríguez, casi con vergüenza de sí mismo, no puede sino definir como “voz de mendigo pidiendo limosna”), que es a Manu Chao lo que Oasis es a Los Beatles. Pero por las dudas: Manu Chao NO ES Los Beatles. Y el minúsculo Rodríguez muy lejos está –cada vez más lejos– de la grandeza de Perseo, hijo de Dánae y del siempre en celo y aficionado a chicas terrestres Zeus/Júpiter, quien la cubrió y penetró como lluvia de oro, siendo el oro ese valor que se mantiene en alza, alzado. Así cualquiera se deja cubrir, piensa el cada vez más descubierto Rodríguez.
TRES De regreso en casa, Rodríguez (hijo de Antonio y de Antonia, andaluces que todavía no saben quién gobernará Andalucía) enciende el ojo plasmático del noticiero/oráculo del día. “Aumento de la luz y del gas”, “más impuestos”, “el mayor recorte para salvar a España” como sinónimo de “los presupuestos más restrictivos de la democracia”, “atracción de rentas” como eufemismo de “amnistía fiscal”... Rodríguez –suele ocurrir con la sinuosa prosa de los augurios– no sabe si lo que le profetizan es bueno o malo; pero sí recuerda que Rajoy prometió no hacer todo eso cuando estaba en la oposición. Tampoco comprende por qué Bruselas –con modales de la siempre ambigua Hera/Juno combinados con los de una interventora madre judía– sólo parece querer que su hija España/Hispania pida ayuda y se avenga a solicitar ese rescate más católico-mefistofélico que grecorromano.
Después, en uno de esos segmentos informativos dedicados a la electricidad de nuestros cuerpos, alguien invoca la memoria del Gran Jobs y sonríe en trance un “Pronto, el móvil será el centro de toda actividad”. Rodríguez quisiera sentir ira ante sus palabras, pero apenas siente cansancio. Luego –para empeorar su insensibilidad– llegan su hija y su hijo y su esposa. Parecen tan saludablemente iracundos. Su hija es antisistema y se propone infiltrarse no en la próxima manifestación, sino en la tumultuosa entrada a las próximas rebajas de El Corte Inglés. Su hijo quiere ser antidisturbios cuando sea grande, porque “me gustan esos trajes de robot que usan”. Su esposa es anti Rodríguez y, mejor, no agregar nada más.
Y Rodríguez apaga el televisor. Deshágase la luz. Practicar para el apagón lumínico-sabatino cuando, por supuesto, las cifras de participación a la hora del off serán más bien imprecisas, erradas, humanas.
CUATRO En la mañana del lunes, en el metro, un cantante latinoamericano de fraseo macacoide entona con sentimiento “Color esperanza”, una canción que apela a las bondades de aguantar para ver si la cosa mejora. Antes, el hit del cover subterráneo era “Sólo le pido a Dios” (insert de Ana Belén como una Atenea/Minerva cruzada con Rosa Luxemburgo de la calle Serrano), en épocas mejores cuando el único problema era la guerra y la guerra quedaba tan lejos. Rodríguez se ha documentado y “Color esperanza” fue un hit argentino durante esa otra crisis, en la voz de Diego Torres, quien suele protagonizar videoclips en los que se manifiesta súbitamente no como un dios vecino del musical Apolo/Délico, sino como una suerte de ángel cantarín de Frank Capra a cuyo paso todo mejora y resplandece. El autor de “Color esperanza” es Coti, responsable también del hit-fotocopia calamaresco “Nada de esto fue un error”, que bien podría ser adoptado por el cada vez más tronante y relampagueante Olimpo que es el Banco Central Europeo. Y, sí, Rodríguez quisiera sentir la ira suficiente como para estrangular a ese humilde inmigrante que llegó aquí seducido por el supuesto oasis, pero en realidad espejismo de un Eldorado que no existía. Pero también se dice que, ahora mismo, en vagones de Buenos Aires y del DF, seguro, hay cada vez más improvisados juglares españoles cantando aquello de “Vamos, bajando la cuesta, que arriba en mi calle se acabó la fiesta” y “¿Quién me ha robado el mes de abril?”. Respuesta: el mismo que te ha robado los once meses restantes mientras vuelve el pobre a su pobreza y vuelve el rico a su riqueza.
CINCO Rodríguez llega a su trabajo y allí falta alguien más, como en una de esas novelas de Agatha Christie donde todos se preguntan quién será el próximo. Rodríguez –como, según reciente encuesta, muchos y demasiados y en aumento españoles– pasa mayor cantidad de tiempo aferrado a su escritorio por temor a que se lo quiten o lo quiten a él de su escritorio. Y ahí lo dejamos por ahora –esquelético y con su piel del color de la desesperanza, que no es verde sino verdoso– y, sí, falta menos para que se estrene Miedo de titanes.
Y, a veces, titánico puede significar “pasajero del Titanic”.
“Siente el miedo.”
En todas las dimensiones y con Rodríguez/Rodríguez (sí, sépanlo, su segundo apellido es Rodríguez) rindiéndose ante todas las exigencias de su jefa sin rastro de ira y sin mirarla a los ojos.
Porque, cuenta la leyenda, si la miras a los ojos te conviertes en piedra mientras ahí arriba, en la cima, más allá de las nubes, las deidades aburridas se divierten –ahí abajo, su Grecia está en bancarrota, su Italia casi– pensando en el próximo cataclismo al que someterán a sus adorados adoradores.
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