› Por Mario Goloboff *
Cuando el visitante que de estos países viene entra en un hospitalario y confortable museo del Viejo Continente dedicado con bastante respeto, interés y buena voluntad a los pueblos que en otras épocas llamaban “primitivos”, y encuentra, en una docta exposición consagrada al tema, esta primera frase que sirve de pórtico: “La Patagonia es real”, no debe sorprenderse ni ofenderse ni tomarlo a contramano, aunque a primera vista lo merecería. Puede, en principio, atribuirla a la buena fe de los expositores y a la honesta reflexión, que formulan a lo largo de la muestra Patagonia. Imágenes del final del mundo, en el Quai de Branly de París, sobre la naturaleza para ellos poco menos que irreal de este territorio, supuesta así a pesar del Descubrimiento y la Conquista.
Esos acontecimientos trascendentales en la historia de la Humanidad perturbaron levemente a los europeos la lente que traían (y de la que tanto les cuesta desprenderse a conciencia ahora) nutrida por sinnúmero de factores ideológicos, políticos, económicos, sociales, culturales, los bestiarios medievales y ciertas utopías renacentistas, a lo que se sumaba o confluía una particular idea del “otro”, y no podían encontrar sino lo que buscaban. Es difícil acertar a saber hoy si una demanda iba creando la consiguiente satisfacción (no una respuesta cabal, es claro, sino una apreciación pobre, inicial y primeriza), o si fue ésta la que alentó el pedido posterior, pero es bueno observar, remontándonos al comienzo mismo de las descripciones efectuadas por conquistadores y viajeros, que en muchos aspectos encontramos un mecanismo similar a algunos que aún mantienen.
Ya en la segunda carta de Cristóbal Colón, fechada en febrero de 1493, nuestras gentes eran descriptas como seres temerosos y desnudos, isleños que nacen con cola y hombres que comen carne viva, y nuestra naturaleza como tierras fertilísimas en extremo, ríos buenos y grandes, árboles que jamás pierden hojas, caracterizada sobre todo por la abundancia de metales: la mayor parte de los ríos traen oro, afirma entusiasmado, y también afirma que hay grandes minas de lo mismo, y asegura que a los reyes “yo les daré oro cuanto hubieren menester”. Esas descripciones y promesas ¿no estaban dirigidas hábilmente a crear una imagen, a satisfacer con agudo sentido político y económico las demandas de un auditorio que necesitaba de ese cuadro para seguir alentando su empresa?
A este documento, que para un investigador peruano (Francisco Carrillo) constituye “el inicio de la iniquidad en la literatura hispanoamericana”, sucedieron varios otros de parecido cariz, al que no escapan las Cartas de relación de Hernán Cortés, la carta del “Licenciado” Alonso de Zuazo (“diz que tiene esta señora tanta plata, que diz que todos los pilares de su casa son hechos della, cuadrados, ochavados, torcidos e todos macizos de plata”), la carta de Hernando Pizarro y tantos comentarios de conquistadores, funcionarios, cronistas y viajeros, los que buen tiempo después obligaban a un observador italiano a formular interesantes advertencias cuya actualidad no puede despreciarse: “Las descripciones de la América española, no conocida a los extranjeros más que de paso, o por relación de personas no expertas, son por lo general, si no inventadas del todo, al menos demasiado exageradas. A una luz justa y sencilla no hay por ventura nadie que las narre. Quisieron que de las tres partes antiguas del mundo una se distinguiera por el número de los hombres, otra por el valor, otra por el ingenio y saber. América se distingue por las maravillas. /.../ No niego, por lo demás, que haya en ella muchas maravillas. Vegetales nuevos y no vistos antes, nuevas fieras, metales preciosísimos y abundantes... Pero la verdad no sufre que en todo se exagere. En América, como en cualquier otra parte del mundo, hay bueno y hay malo, comarcas ricas y pobres, países sanos y enfermizos, cielo hermoso y cielo feo, tierra fértil e infecunda, llanuras y montes, como en nuestra tierra” (Salvador Gilig, “Prefacio” al Ensayo de Historia Americana, Roma, 1782).
Así, en nuestra Terra Australis Incognita, como la denomina uno de los primeros mapas que se conocen del lugar (Hulsius, Llevin Hulst, alias Levinus, “Fretum Magellanicum”, 1603), la imaginería desestimadora da cabida a ciertos sujetos, los patagones, concebidos en el Libro Segundo de Palmerín que trata de los grandes fechos de Primaleon (Sevilla, 1524) y evocados cual gigantes que “viven como animales, son muy bravos y salvajes y comen carne cruda, producto de su caza en las montañas”. La figura es como “la de un perro con grandes orejas que le llegan hasta los hombros, dientes muy grandes y puntudos que le salen de la boca curvada y sus pies se parecen a los de un ciervo, con los que corre tan ligero que ninguna persona puede alcanzarlos”. Después, el cronista italiano Antonio Pigafetta, sobreviviente de la expedición de Magallanes, dirá que el nombre les fue dado por ellos, comenzando o continuando la historia de la representación que Occidente se hará de buena parte de nuestros pueblos.
Todavía, durante largo tiempo, hay fábulas que la contienen y alimentan. La de Nicolás Rétif de la Bretonne, titulada El descubrimiento austral por un hombre volador o El Dédalo francés (Leipzig-París, 1781), donde al inventor de la máquina volante que parte a los antípodas de su mundo parisiense, la “Mégapatagonie”, se le aparecen habitantes ridículos con zapatos en la cabeza y sombreros en los pies; la del comandante John Byron (abuelo del poeta) que hace un viaje alrededor del mundo en los años 1764-65 al frente del barco El Delfín y lleva, dice, imágenes de los gigantes; la de Antoine-Joseph Pernety, quien publica su Journal historique d’un voyage fait aux îles Malouines (Berlín, 1769). Autor también de un pequeño manual para uso interno de los Herméticos, el Ritual alquímico secreto, apasionado con las doctrinas místicas cristianas del sueco Emanuel Swedenborg, fundador, con el conde polaco Tadeusz Grabianka, de los Illuminati de Berlín y dedicada su vida a la búsqueda de la piedra filosofal, Pernety habría dado un gran salto gnoseológico: es el primero en describir “las piedras erosionadas de las islas”, fenómeno singular y, parece, sólo de aquí.
Porque es cierto que todo empieza a aproximarse un poco más a su realidad cuando las misiones salesianas y anglicanas se instalan en Tierra del Fuego, y la Patagonia comienza a ser para Europa un sitio identificable, cartografiado y explotable. Lugar de tránsito entre tierra y mar, entre continente y archipiélago, entre la realidad y la ficción, siempre y empecinadamente literario, pero también pletórico de riquezas de origen un poco más prosaico.
* Escritor, docente universitario.
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