Mar 22.04.2003

CONTRATAPA

Fui un secuestrado de Brukman

› Por Miguel Bonasso

Parecía la estación de Avellaneda cuando asesinaron a Darío Santillán. Estábamos ahí, en la estación de servicio YPF que se levanta en la esquina de Jujuy e Independencia, refugiándonos de una andana de gases. Los efectivos de la Policía Federal, encabezados por un petiso fascista de pelo colorado que dijo llamarse subcomisario Sampedro (sin aportar más datos de identidad), ingresó como si fuera un marine suburbano y varios de sus hombres dispararon con cartuchos de balas de goma y de plomo contra unas doscientas o trescientas personas aterrorizadas –mujeres, menores, niños– que habían entrado a refugiarse en la gasolinera. A recuperar el aliento, como este cronista, a mojarse la cara para aliviar la insoportable agresión de los gases disparados a quemarropa, mientras caminábamos en absoluta tranquilidad por Jujuy, en dirección a la fábrica Brukman, desalojada por el Estado argentino en beneficio de un patrón vaciador, el señor Jacobo Brukman.
La carga de los federales fue inesperada y brutal, como en tantas otras oportunidades; como en esa masacre del 20 de diciembre que está impune gracias a los servicios de la jueza María Romilda Servini que Cubría. Lo aseguro en esta columna y lo pienso repetir, letra por letra, ante la Justicia que espero actúe de oficio ante los graves delitos que allí se cometieron o ante la denuncia que interpondré si tal temperamento no fuera adoptado por algunos magistrados y fiscales decentes, que también los hay.
Eran poco más de las cinco y media de la tarde y avanzábamos tranquilamente por la avenida Jujuy hacia la fábrica Brukman, arrebatada a los trabajadores que la hicieron producir tras la deserción de la patronal que ahora sí quiere recuperarla. Arrebatada el jueves santo por la noche, con nocturnidad y alevosía por una orden del juez menemista Jorge Rimondi. No sabemos si para hacerla producir o para dejar sentado una vez más que en este país injusto los trabajadores no tienen derecho a trabajar.
Se produjo una corrida terrible, como no veía desde hace mucho tiempo, y quedamos envueltos en un gas venenoso, irrespirable, que me colocó al borde del ahogo total mientras, apretujados en un portal con algunos compañeros, como el Toba, sobreviviente del 20 de diciembre, tratábamos de cubrir con nuestros cuerpos a mi compañera Ana, que tiene una lesión en la columna. Temíamos, como efectivamente ocurriría, que tras los gases vinieran los palos y tras los palos, los disparos de balas de goma y de las otras que no tardamos en escuchar.
Con unos doscientos manifestantes nos metimos en la estación de servicio para refugiarnos de un ataque tan alevoso como sorpresivo, cuando fuimos rodeados por decenas de policías de la Guardia de Infantería con los clásicos cascos tortuga. Entraron disparando, con inconsciencia salvaje, porque si uno sólo de esos proyectiles impactaba contra un surtidor volábamos todos por el aire. Y seguramente las casas vecinas. Ante tanta bestialidad me identifiqué a los gritos como periodista de Página/12, recibiendo órdenes de tirarme al piso, que no acaté, por parte del enano fascista y de otro sujeto uniformado que se identificó como inspector Bernal. Les aseguré que saldrían en este diario, cosa que efectivamente está ocurriendo.
A mis espaldas había menores que lloraban, mujeres humildes, rostros cobrizos de la América mestiza, esos que no le significan costos a una represión propatronal y racista. Gente que me pedía que la anotara por si la llevaban detenida. Durante dos horas y media fuimos privados ilegalmente de la libertad por los efectivos de la Federal al mando superior del comisario Carlos Roncatti. Quedamos atrapados en el fondo de la estación, junto a a las fosas de engrase, apretujados. Algunos jóvenes –siempre sospechosos para la policía por portación de edad– fueron obligados a tirarse al piso, mientras un miserable con una cámara los filmaba como en los peores tiempos de la dictadura.
En un momento aumentaron su sevicia, haciendo que otro miserable, el guardia privado de la estación de YPF, apagara las luces. Se oían los llantos, las súplicas. No había allí nadie que opusiera, por supuesto, la menor resistencia. El enano fascista de pelo rojo iba de un lado a otro aprestando mientras tanto a su “grupo de combate”. Combate contra pobres aterrorizados, contra indefensos, contra los eternos condenados de la tierra.
Sólo empezaron a amainar cuando con otros compañeros comenzamos a llamar a los poderosos para evitar que tras la masacre oportunamente frustrada no se produjeran detenciones salvajes. Me comuniqué personalmente con el comisario Alberto Capuchetti, jefe de Seguridad Metropolitana, con el ministro de Justicia y Seguridad Juan José Alvarez, con el gobierno de la Ciudad y con algunos candidatos de estas dolorosas elecciones, para que contuvieran, si tal cosa era aún posible, el desborde represivo de la Policía Federal.
El ministro Alvarez me dijo que tenía a su lado al jefe de la repartición, comisario general Roberto Giacomino. Sin embargo, después de ese diálogo vino el apagón y luego los clásicos camiones celulares de culata que empezaron a llevarse a la gente detenida. Contamos ocho celulares cargados de personas que marcharon presumiblemente hacia la seccional octava, históricamente famosa por la práctica consuetudinaria de “apremios ilegales”.
El comisario Roncati se apersonó en el lugar, por orden de sus superiores y me informó que yo estaba libre y me podía ir. Le contesté que yo iba a ser el último en salir porque si bien había estado allí secuestrado, como todos mis compañeros de felices pascuas a la argentina, no pensaba abandonar el lugar hasta que el último de los que allí estaban no saliera caminando sin ser detenido. Entonces efectuaron otro procedimiento ilegal, que fue registrado por los medios y por el defensor adjunto del pueblo de la Ciudad de Buenos Aires, Gustavo Lesbegueris, que estuvo allí gallardamente hasta el final: hicieron formar a las víctimas en fila de uno en fondo, separados por sexos, y les anotaron nombres y números de documento. Algunos fueron golpeados dentro de los camiones y a las mujeres, las bestias de uniforme al pasar les decían, en voz baja, “putas”. Un detenido fue encapuchado y molido a palos.
Esta no es una crónica objetiva, bien lo sé: es una denuncia que pienso ratificar en el día de la fecha ante la Justicia. En la mano tengo una prueba irrefutable: cuatro cartuchos de escopeta del 12. Dos son negros (uno servido y el otro intacto) y dos similares a los usados contra Santillán y Maximiliano Kostecki. Rojos como la sangre. Son la prueba irrefutable de una barbarie a la que la ciudadanía debe ponerle coto. Y también, muy posiblemente, de esa derecha menemista que está ganando las calles con métodos dictatoriales en un anticipo de lo que puede ocurrir con todos los que protestan si Carlos Menem y su compinche Juan Carlos Romero, llegaran a la Presidencia.

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