Mié 23.04.2003

CONTRATAPA

La violencia policial

Por Alicia Oliveira y Sofía Tiscornia (*)

Los tiempos pre-eleccionarios siempre fueron tiempos de violencia: bombas en locales partidarios, golpizas a punteros políticos, quema de urnas y prepotencias patoteras. O si no, violencia delictiva que servía para que los candidatos presidenciales se pasearan en la televisión con grupos SWAT prometiendo seguridad profesionalizada y altamente limpia y eficaz.
Hoy, en cambio, la excusa para la violencia pre-eleccionaria es el desalojo judicial de una fábrica puesta en marcha por los obreros. Las víctimas fueron los obreros de Brukman, los militantes políticos, los periodistas, los transeúntes y todos aquellos que se encontraban en las cercanías del lugar. Tal fue la violencia ejercida por la policía que afectó a los pequeños pacientes del hospital Garraham cuando el gas lacrimógeno invadió el lugar.
La represión policial es, por una parte, un episodio más de la vieja y tradicional relación entre política y violencia en este país. Pero, por otra, es también un episodio nuevo, en tanto descubre la creciente capacidad de autonomía de un importante actor estatal: la Policía Federal. Y Brukman es un buen blanco. La Argentina, luego del 19 y 20 de diciembre de 2001, no es sólo una economía que se hunde y una clase política que se reparte cargos. Es también, para otros ojos y otra gente, un lugar de luchas sociales incesantes, de nuevas formas de expresión de la multitud, de formas de organización alternativas del trabajo, de reedición de los viejos y antiguos sueños que prometían un mundo sin patrones. Que estos antiguos sueños tampoco sean posibles porque serán ferozmente reprimidos borra hasta el más mínimo espacio de esperanza. Sin duda que no parece ser eso lo que quiere el gobierno actual y los candidatos que propone. Antes bien, estos meses han demostrado que es capaz de tolerar los piquetes y las manifestaciones sin un exceso de represión y, también, sin ninguna respuesta seria y creíble a sus demandas: sólo dejando transcurrir el tiempo como quien vive en una siesta calma y siniestra.
Y entonces se desata la violencia policial. Violencia que siempre ha necesitado, para ejecutarse, de una orden soberana, esto es, de una orden del Ejecutivo. Porque la policía es una organización poderosa, pero nunca ha sido más que un brazo ejecutor, un auxiliar de la Justicia en la tímida versión sobre la función policial, que cuentan las leyes.
Es absurdo conjeturar en una orden de represión del ejecutivo cuando el jefe de Gabinete del gobierno no se hace cargo de nada y manda a los periodistas a que averigüen en la Secretaría de Seguridad; cuando la ministra de Trabajo responsabiliza de los hechos a los fantasmas de siempre, “los provocadores, los agitadores y los infiltrados”, cuando el ministro de la Producción Aníbal Fernández se espanta por la acción policial, y todo sucede mientras algunos diputados se convierten frente a las cámaras en expertos en balística y un comisario de la Federal dice ser víctima de peligrosas bombas molotov que nunca explotaron (pero sí fueron útiles para su exhibición). Todo esto sólo demuestra confusión.
Por eso es posible pensar, esta vez, en la autonomía policial. Porque sólo es dable conjeturar que está jugando para otros candidatos, para su propia expansión, para demostrar su fuerza política, para hacer explícito que sus alianzas no están con el Gobierno y que el Gobierno es un vacío de poder.
Y la autonomía policial sólo expande el sueño del Estado policial. Walter Benjamin, tiempo antes de huir del nazismo, hablaba ya de cuán espeluznante puede resultar la violencia policial porque, decía, su despliegue indica el punto en el que el Estado se siente incapaz de garantizar, a través del orden legal, los fines que persigue. Y en esta incapacidad inaugura entonces los estados de excepción: esos lugares en que sólo es ley lo que el dictador totalitario impone. No es otra cosa lapromesa menemista del ejército en la calle, la prohibición de las manifestaciones populares y la oclusión del Estado de derecho. Porque el estado de excepción no es el caos que precede al orden, sino la situación que resulta de la suspensión del derecho.

(*) Alicia Oliveira es ombudsman porteña. Sofía Tiscornia es antropóloga.

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