Dom 22.04.2012

CONTRATAPA

Soberanía y poder

› Por José Pablo Feinmann

La política es como la fe. No hay razones para creer en Dios. No hay razones para no creer en Dios. Dios es indemostrable. Todos esos ejercicios que radican en demostrar su existencia o su inexistencia son banales. En su camino hacia Dios llega un momento en que la razón, impotente, se detiene. El que quiera creer tendrá que saltar. El que no pueda saltar no creerá. El salto es la fe. Es un salto sobre un abismo, un salto sin red. De aquí que la fe no sea la razón. La razón procede por sumatorias que convergen en la demostración de algo. Hay un hilo conductor. Nunca aparece el abismo. La razón construye un camino seguro, sólido. Si pretende demostrar algo sobre Dios se sorprenderá siempre en cierto momento: un abismo se abre ante ella y no puede avanzar. Carece de pruebas empíricas, verificables. Uno de los grandes principios de la razón es la posibilidad de la verificación empírica. Dios no es verificable empíricamente. Ese es el abismo. Ahí, si aparece, se necesita la ayuda de la fe. La fe me permite saltar el abismo de la imposibilidad empírica.

¿Qué pasa con la política? ¿Cómo se toma una decisión? ¿Se tienen todas las variables posibles y se decide en base a ellas? No, jamás se tendrán todas las variables posibles. En la guerra –que, no lo olvidemos, es célebre decir que continúa a la política por otros medios–, ¿cuándo se decide atacar una posición enemiga? Primero hay que evaluar su poder de fuego. Luego el nuestro. Luego compararlos. Si la diferencia es decisiva a favor del enemigo, el ataque no se produce. Siempre la pregunta primera y fundamental es: ¿tenemos las fuerzas necesarias para derrotarlos o para intentarlo con razonables posibilidades de éxito? Aquí (y lamentablemente esto se ha hecho escasamente en América latina) hay que dejar de lado consideraciones laterales como: somos mejores; tenemos ideales, ellos son mercenarios; sabemos por qué luchamos, ellos no; uno de los nuestros vale por tres o cuatro de ellos porque la causa por la que lucha es justa; la justicia de nuestra causa nos hace poderosos; etc. La cuestión debe centrarse en una evaluación racional del poder de fuego del enemigo y del nuestro. Tampoco esto nos dirá jamás con exactitud: ahora, llegó el momento, el triunfo es seguro. No, también aquí hay que saltar. Toda decisión es un salto. Ninguna decisión se toma sobre terreno seguro. Ningún triunfo está asegurado. Pero hay que extremar el análisis empírico hasta donde pueda llegar. El salto puede ser extremo o mínimo. Cuanto más mínimo sea, mejor. En la fe siempre es enorme. Dios está lejos. Es Dios. El enemigo es tan humano como nosotros. Podemos hasta intuirlo.

En 1949, durante el brillante primer gobierno de Juan Domingo Perón, se decide modificar la Constitución de 1853. Perón podía hacerlo. Tenía con él al Ejército, a las masas, a los medios de comunicación (no a todos, pero aun ni los contrarios lo atacaban con furia destituyente: gran palabra incorporada definitivamente a nuestro léxico político por los intelectuales de Carta Abierta), a la Iglesia, a los sindicatos, etc. Convoca a Arturo Sampay. Imposible decir en poco espacio quién fue este patriota, este hombre brillante, acaso el más brillante (junto con John William Cooke) que Perón tuvo a su lado. Nació en 1911 en Entre Ríos (Concordia) y luego de muchas penurias e injusticias fue recuperado, reconocido y exaltado por el gobierno camporista en 1973. Le duró poco: murió en 1977. Se lo considera, con razón, “el padre de la Constitución del ’49”. Para esta encrucijada Perón se rodeó bien: acudió a Domingo Mercante, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, y al mencionado Sampay, que era hombre de Mercante. Las relaciones de Perón con Mercante habrán de deteriorarse. Pero aún no. Ahora los tenemos –hombro con hombro– trabajando en el poderoso texto constitucional del ’49. La “oposición” intentó siempre reducir este texto al mero intento de la reelección de Perón. Cuando el antiperonismo piensa desde el odio no piensa, odia. La “Constitución de Sampay” es una obra maestra del constitucionalismo. CFK preguntó –en medio de un discurso que dio en la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado– si “en la Constitución de Sampay” figuraba el derecho de huelga. No, y ella lo sabía perfectamente. Fue un hecho histórico. Por primera vez un dirigente peronista señaló una carencia de ese texto constitucional que expresaba a Perón y después a Sampay. Porque la del ’49 es la “Constitución de Sampay”, pero Sampay la hizo porque Perón se la pidió y le dio su apoyo. No reconocer el derecho de huelga debe haber disgustado a Sampay, un jurista que sabía mejor que nadie todo lo que necesita un texto constitucional para ser perfecto. Pero la decisión fue de Perón (y seguramente de Eva Perón): en la patria justicialista no había por qué hacer huelgas. El Estado estaba al servicio de los obreros. Del modo que sea, quedó como uno de sus puntos vulnerables.

Por el contrario, el punto más alto de la Constitución del ’49 está en sus artículos 38 y 40. El primero plantea la “función social de la propiedad privada”. Para el homo capitalista, la propiedad privada no puede ser violada, expropiada o vejada (es decir, extraída de las manos de sus dueños) porque expresa la manifestación objetiva de su libertad. Hegel, en su Filosofía del Derecho, postula que la propiedad privada, en tanto elemento objetal, es la expresión de la subjetividad al volverse objeto. La libertad del sujeto sirve para apropiarse del objeto y encontrar en él la expresión material de su libertad. Así, el homo capitalista –en su afán de apropiarse de las cosas– termina por identificarse por ellas. Este proceso de cosificación ha sido estudiado por Marx, Lukács y Sartre. Sartre (filósofo de la libertad del sujeto) lo hace de modo brillante en la Crítica de la razón dialéctica. (La dialéctica sartreana está lejos de la tradicional dialéctica marxista al no trazar ninguna teleología y constituirse en una dialéctica de la libertad.) “La propiedad privada (postula el artículo 38) tiene una función social y (...) estará sometida a la ley con fines del bien común.” Y el anteproyecto del Partido Peronista (bajo inspiración también de Sampay) dice: “La propiedad no es inviolable ni siquiera intocable, sino simplemente respetable a condición de que sea útil no sólo al propietario sino a la colectividad. Lo que en ella interesa no es el beneficio individual que reporta sino la función social que cumple”.

Pasemos al artículo 40. Este artículo fue incorporado –en 1971– al artículo 10 de la Constitución política del Estado por el gobierno popular de Salvador Allende. Este es el comienzo del artículo 40: “La organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo (...) El Estado, mediante una ley, podrá intervenir en la economía y monopolizar una determinada actividad en salvaguardia de los intereses generales”. Y ahora –señores– atención: Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedades imprescriptibles e inalienables de la Nación, con la correspondiente participación en su producto que se convendrá con las provincias.

El primer peronismo tuvo una clara base ideológica. Reside en esta Constitución. Se la puede buscar también –más tenuemente– en los Apuntes de Historia militar de Perón y en sus clases de Conducción política. Los actuales nucleamientos jóvenes del peronismo deberán buscar ahí las fuentes del justicialismo. Tanto en el texto de la Constitución del ’49 como en el Anteproyecto de la Reforma de la Constitución (Partido Peronista, Buenos Aires, 1949). También en: Arturo Sampay, Constitución y Pueblo, Cuenca Ediciones, Buenos Aires, 1973. Texto que Sampay publica bajo el ala protectora del camporismo. Y –si me permiten– uno de los mejores análisis de la economía peronista está en el libro del militante comunista Juan Carlos Esteban, Imperialismo y Desarrollo Económico, Editorial Palestra, Buenos Aires, 1961. Aconsejo buscar estos textos, publicarlos y estudiarlos severamente y dejar de lado ese fárrago seudofilosófico de La comunidad organizada, texto ante el que se prosternaban en los setenta los Demetrios y Guardia de Hierro, o sea: el peronismo mogólico. Texto que pertenece más –mucho más– a Nimio de Anquín (buena persona, pero católico tomista y discípulo de monseñor Octavio Derisi) que a Carlos Astrada.

El motivo de estas líneas radica (dentro de lo posible) en enriquecer una decisión patriótica de la Administración Fernández de Kirchner. La incansable iniciativa política de CFK sorprendió una vez más al país. No hay nada que decir. Los que se opongan harán el ridículo. Conceptualmente, la medida significa afirmar una vez más la intervención del Estado en la economía. Hace muchos años decíamos: “Los países periféricos no tienen economía, la economía los tiene a ellos. Lo que tienen es la política”. Y Horacio González decía: “El hombre es el centro de la política”. El Estado nacional, popular y democrático es el gran enemigo de la economía de mercado. Habrá que defenderlo. Porque cada medida que se toma debe tomarse en relación con el poder que se tiene para imponerla.

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