Mié 30.04.2003

CONTRATAPA

Los médicos de Bagdad

Por Silvia Quadrelli *
Desde Bagdad

La primera sensación que entrar a Irak le da a un argentino es el vértigo de la constatación de qué tan rápido y tan bajo puede caer un país. Haber leído las cifras de lo que dos guerras, pero sobre todo 12 años de sanciones económicas le habían hecho a Irak no previene del escalofrío de la comparación ante una ciudad monocroma, rota, polvorienta que todavía muestra los rastros ajados de un bienestar relativamente reciente. Antes de la Guerra del Golfo, la ONU describía a Irak como un país de ingresos medios-altos, muy buenos niveles de educación e infraestructura social moderamente avanzada. El 95 por ciento de la población tenía cobertura en salud; toda la población urbana y más del 75 por ciento de la rural tenían acceso a agua potable y la tasa de desempleo era inferior al 10 por ciento. Hoy (aun antes de la invasión) y por la crisis de la economía secundaria al bloqueo, 50 por ciento de la población está desempleada; la inflación desvaneció los salarios y la mortalidad infantil aumentó el 160 por ciento. Hace unos meses el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo reconoció que “ningún país ha caído tan dramática y rápidamente como lo hizo Irak en el decenio 1990-2000”. Sin embargo tanta tragedia no era suficiente y a Irak le faltaba esta invasión humillante que, al menos en Bagdad, la ha transformado en un homólogo del Ensayo sobre la ceguera de Saramago. Una ciudad de 5 millones de habitantes, con temperaturas por encima de los 30 grados, que lleva días sin electricidad, sin agua, sin seguridad y sin servicios públicos. Una ciudad paralizada porque los comercios están cerrados, los cementerios no funcionan, los trabajadores no pueden asistir a sus lugares de trabajo porque no hay transporte; los empleados públicos (más de la mitad de los trabajadores) no tienen a quién reportarse o simplemente han visto desaparecer bajo las bombas sus lugares de trabajo. Donde quienes cubren servicios esenciales trabajan a su arbitrio, sin haber cobrado en más de dos meses y sin saber si volverán a hacerlo alguna vez. Donde en pocos días los precios se han ido a las nubes forzados por la escasez y por el circo irresponsable de la masiva presencia internacional. Y donde no hay heladeras, ni ventiladores, ni ascensores, ni agua para ducharse o usar los sanitarios. Los iraquíes están humillados. Humillados porque se saben un país dotado de riqueza y de trabajadores resistentes y con altos niveles de calificación y saben bien que no se merecen esto. Que no se merecen ser rebajados ya no a la dominación extranjera expresada en la omnipresencia de chiquilines archiarmados en sus tanquetas y sus check-points sino a la mugre, al desorden y a una oferta de caridad que no necesitan. Bagdad tiene más de 35 hospitales públicos, 380 cirujanos, muchos de ellos entrenados en el exterior, médicos de todas las especialidades, 4 resonadores magnéticos y 12 tomógrafos helicoidales. Los hospitales muestran haber sido buenos hace 20 años y hoy se les ve el deterioro de la pobreza y la falta de inversión. Su personal de salud no necesita cursos especiales para manejar la emergencia, han vivido dos guerras y ya saben perfectamente qué hacer y cómo hacerlo. Durante los días del bombardeo fueron ellos (y ningún consejero externo) quienes manejaron cientos de cirugías diarias, la más estricta selección de casos por severidad y posibilidad de supervivencia y la más natural redefinición de recursos y prioridades. Por una previsión inteligente antes de la guerra, a pesar de la increíble sobrecarga durante los días de los bombardeos, casi todos los hospitales de Bagdad hoy todavía cuentan con todos los insumos necesarios para sostenerse por más de dos meses. No es cierto que falten medicinas, ni sueros, ni alimentos como fue dramática (o mediáticamente) descripto. Y sin embargo hoy, el sistema sanitario de Bagdad está semicolapsado y trabajando apenas al 30 por ciento de su capacidad instalada. No les faltan drogas ni recursos humanos calificados, que los tienen. Pero viven en una ciudad sin agua, sin electricidad, sin transporte, donde la gente no puede ir a buscaratención porque hay tiroteos en la calle. Fueron capaces de resistir tres semanas de bombardeos, fueron capaces de haber previsto los recursos y las estrategias. Pero no pudieron imaginar que sus invasores no tendrían la misma simétrica inteligencia o capacidad de decisión como para cumplir con sus mínimos deberes de acuerdo con la Cuarta Convención de Ginebra y proveerlos de los servicios básicos que mantienen viva una población. Los muertos han muerto dos veces en Bagdad. Los hospitales, cercados por la violencia armada y el descontrol social (que no pocos creen instrumentado), debieron enterrar sus muertos en fosas comunes en los jardines de los hospitales y recién hoy los están desenterrando. Los médicos debieron vivir situaciones delirantes como tener que armarse con armas largas para defender sus hospitales del saqueo y la agresión e inclusive protagonizar la macabra paradoja de haber herido gravemente a sus agresores para después ingresarlos a ese mismo hospital y tratarlos.
Los médicos y enfermeras de Bagdad no están “traumatizados” por la guerra. Son gente dura, dolorosamente acostumbrada a la violencia, preparada para el miedo, el trabajo sin descanso y la solución de situaciones límites. Lo que están es humillados, enojados y esperando que alguien haga algo más que repartir caramelos a los chicos en la calle. Lo que necesitan, lo que reclaman, no son gasas, ni arroz, ni mantas, ni médicos que vengan a hacer lo que ellos saben hacer. Lo que necesitan y reclaman es un gobierno que administre el país, una autoridad sanitaria que centralice los esfuerzos y la libertad de que los dejen hacer su trabajo como mejor saben hacerlo sin imponerles las limitaciones de la incapacidad ajena.

* Presidenta de Médicos del Mundo Argentina, actualmente en Irak.

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