› Por Juan Forn
En un penal de máxima seguridad en las montañas del noreste de Sichuan, en la China, tienen encerrado al Emperador Campesino. Su condena es a perpetuidad. Lleva más de veinticinco años preso. Lo condenaron a muerte por contrarrevolucionario, pero le redujeron la pena a cadena perpetua por campesino. La China comunista hacía cosas así. El Emperador Campesino prefería lidiar con ella que con la China actual, pero sigue defendiendo su causa. Exige ser llamado Su Majestad y así firma sus repetidos petitorios al gobierno. Sus carceleros consienten en llamarlo así y le reciben los petitorios, cosa que no impide que lo muelan a palos periódicamente. Nada cambia nunca del todo, en China.
Zeng Yinglong era un campesino más cuando empezó a huir de la ley, en 1980. El gobierno acababa de implementar la durísima política de un hijo por vientre. El y su mujer ya tenían una nena, pero querían un varón. Cuando Zeng embarazó a su esposa debieron huir de su pueblo y esconderse en las montañas, para que las autoridades sanitarias no la hicieran abortar. Mientras tanto, en el pueblo, una salamandra gigante salió del río, se escondió en una grieta entre las piedras y empezó a perturbar el sueño de todo el pueblo con su canto. Era un canto casi humano. El maestro feng-shui del pueblo logró acercarse hasta la salamandra mientras dormía, le abrió la boca con un palo, sacó de adentro una cinta de seda donde estaba bordada la letra de la canción. La canción decía: “El dragón vendrá y vendrá la felicidad”. En realidad decía “El Dragón Real”, que tiene la misma grafía del nombre de Zeng Yinglong. Una comitiva partió del pueblo con el maestro feng-shui a la cabeza. Encontraron en las montañas a Zeng, se arrodillaron delante de él y dijeron: “Diez mil años de gloria al Emperador”. Todo esto consta en las actas del juicio (un juicio popular en la China aún comunista de Den Xiaoping). Dice en el juicio Zeng Yinglong: “Su Majestad no quería ser emperador. Pero no podía darle la espalda a la voluntad de sus súbditos”. Así fue como se declaró 1985 el Año Uno de la dinastía Dayou, que significa “compartimos todo”, y el primer edicto del Emperador fue: “Trabajamos juntos la tierra, compartimos sus frutos y tenemos todos los hijos que deseamos”. También eso consta en actas.
La primera medida del flamante emperador fue tomar por asalto el hospital de la región y someter a hoguera pública todos los anticonceptivos y elementos quirúrgicos de esterilización (“gesto heroico que debe compararse a la gran quema de opio ordenada por la dinastía Qing”, sostuvo Su Majestad en el juicio, sin agregar que esa quema inauguró los Cien Años de Oprobio en China, contra británicos, franceses y japoneses, hasta que el camarada Mao llegó al poder). También convirtieron el hospital en palacio de la corte y sede del reino. En cuestión de días había más de dos mil personas viviendo allí: mujeres embarazadas que huían de sus pueblos, parejas que querían tener más hijos, hombres solos y mujeres solas que querían formar familia con alguien, además de todo el personal femenino del hospital. También llegó el Ejército Popular, que sitió el edificio y conminó a los amotinados a entregarse. El maestro feng-shui del pueblo, devenido consejero real, quiso que las cuarenta concubinas del emperador se inmolaran en el estanque detrás del hospital, pero las aguas no eran suficientemente profundas. Decidió entonces inmolarlas él, pero su única arma era un escalpelo, y no era un hombre especialmente corpulento, a sus sesenta y dos años. Una bala del Ejército Popular lo mató cuando buscaba sin mucha fortuna el cuello de la primera de las concubinas. El Emperador fue apresado y sometido a juicio. Así alcanzó su fin la dinastía Dayou, nomás inaugurar su Año Uno. Zeng Yinglong fue acusado de subversión y crímenes contrarrevolucionarios. Su defensa, según actas: “Su Majestad no se mete con el Reino de la China. ¿Por qué el Reino de la China se mete con Su Majestad? Nosotros no vamos a decirles que tengan diez hijos. No cometemos delito. Ustedes están en suelo extranjero. Nos obligan a violar nuestra ley para cumplir la suya”.
Le dieron pena capital y se la conmutaron a perpetua por su “naturaleza ignorante”, debida a su origen campesino. Pasaron veinticinco años. China cambió, China no cambia. Zeng Yinglong sigue insistiendo en que es improcedente tildar de ignorante a un emperador. Lo hace en el mismo petitorio en que exige a las autoridades que le paguen un curso de computación por correspondencia. Eso pasó hace cinco años, es lo último que se sabe de él. Conocemos la historia de Su Majestad por un escritor extraordinario llamado Liao Yiwu, que también purgó cárcel porque el gobierno chino le invadió el territorio: en este caso, su cabeza. El gobierno chino quiso callar a Liao después de que explotara por Internet un videíto en el que recitaba y aullaba su poema “Masacre”, sobre la matanza de Tiananmen. Lo enloquecieron a golpes hasta que debieron soltarlo por la presión internacional. Cuando Liao salió, se sentó a escribir un libro llamado Entrevistas con Personas del Ultimo Escalón de la Sociedad. Primero vagó durante dos años por toda China (en ninguna ciudad le daban trabajo ni le permitían fijar domicilio). De los rincones más perdidos de China rescató veintisiete historias increíbles. Liao simplemente escucha, pregunta y reproduce las respuestas de sus entrevistados. Todos ellos han vivido su vida en los márgenes: del comunismo, de la sociedad, del presente, de la realidad incluso. Hay ladrones de tumbas, limpiadores de baños, leprosos, músicos ciegos callejeros, sonámbulos, monjes mendigos, maestros feng-shui, lloradores profesionales, incluso caminadores de muertos (gente cuyo trabajo es trasladar muertos a pie cientos de kilómetros, para enterrarlos en sus pueblos natales, contra la política del gobierno: se atan las piernas del muerto a las suyas, la cintura del muerto a la suya, los brazos y hombros del muerto a los suyos, se tapan con un mantón y se lanzan a caminar).
No era intención de Liao hacer una denuncia política. Fue el gobierno de su país quien lo interpretó así, como suele suceder. A él le parecía tan obvia, tan redundante, “la realidad” china (la expresión, comillas incluidas, es suya) que prefirió dedicar sus desvelos a mostrar lo que quedaba fuera de esas comillas. Es decir, China. Todo lo que convoca esa palabra cuando la murmuramos con los ojos cerrados aparece en este libro. Todo lo que sabemos y no entendemos de ella, todo lo que no sabemos pero creemos ilusamente entender: El Celeste Imperio, el Coloso Rojo, el Mal Amarillo, el futuro amo del mundo, el esclavo de su propio pasado. Eso es lo que Liao quería decir: “Nadie te refleja tanto como el último escalón de tu sociedad, China. Nadie te refleja más completamente”.
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