› Por Juan Forn
A nada temen más los escritores que al famoso bloqueo de escritor. Y, a la vez, pocas cosas les despiertan tan mórbido interés. De todos los casos que conozco yo, el más extraordinario me parece el de Fran Lebowitz, que llegó jovencita a Nueva York, escribió como escupidas una serie de brillantes ensayitos que juntó en dos libros muy cortos (Vida metropolitana y Estudios sociales), que la convirtieron en una leyenda de la noche a la mañana, cuando tenía veintisiete años y desde entonces lleva más de treinta tratando de escribir una línea más que la convenza, y nada. Uno la oye hablar y es como si la estuviera leyendo, como si tuviera delante un texto de asombroso filo y gracia y elocuencia, pero Fran Lebowitz ya no escribe. El sensei Leopoldo Marechal acuñó de viejo una frase que debería ser el mantra de los escritores en problemas: “De todo laberinto se sale por arriba”. Hay quienes creen que Fran Lebowitz logró romper por elevación la lógica de su encierro; hay quienes la ven aún cautiva en ese laberinto, como un todavía maníaco pero ya avejentado cobayo de laboratorio.
Fran Lebowitz tenía cinco años cuando descubrió que a los libros no los había hecho todos una misma persona, como pasaba con los árboles y las nubes y los animales. Cuando su madre se lo explicó (“Dios no hizo los libros, Frances”) estuvo toda la tarde siguiéndola de una punta a la otra de su cocina en Nueva Jersey, repitiéndole: “¿Qué quieres decir? ¿Que los puede hacer cualquiera? ¿Que yo puedo hacer uno?”. Como nadie en el mundo (es decir, en su casa y en el jardín de infantes) quería enseñarle todavía los rudimentos básicos del oficio, la pequeña Fran decidió ponerse a escribir libros tal como los consumía: por vía oral. Después aprendió las letras, descubrió el saborcito de la tinta contra el papel, y le gustó cantidad, pero quedó esclava para siempre de su mito de origen: se podía escribir oralmente. Su familia y el sistema educativo de Nueva Jersey trataron durante años de disuadirla (“¡Te puedes callar de una vez, Fran Lebowitz!”), pero ella perseveró. Logró que la echaran en tercer año de la secundaria, que la consideraran un caso perdido en casa, escapó a Nueva York a los diecisiete, manejaba un taxi para pagar el alquiler del cuchitril donde vivía, esquivaba yonquis por las calles y se pasaba las noches afilando la lengua y la mente en bares llenos de humo donde oficiaban las mentes más brillantes, las lenguas más afiladas de Nueva York.
En esos bares, en esas contiendas verbales de trasnoche perfeccionó Fran Lebowitz su manera de escribir oralmente; aprendió a tallar y pulir y corregir oralmente, y al volver de aquellos bares a su covacha en la madrugada transcribía lo que quedaba. Así fue escribiendo esos ensayitos que le publicaban las revistas de los amigos (amigos como Andy Warhol, revistas como Interview) y que juntó en los dos libros que la convirtieron en la voz por excelencia de Nueva York: si Oscar Wilde manejara un yellow cab, si Truman Capote fuera lesbiana, si Susan Sontag tuviera ironía, así escribía Fran Lebowitz. Ningún tema la intimidaba, y en todos deslumbraba. Su plan era ir quemando las hormonas juveniles con esos ensayitos, preparándose para la magna tarea, una novela, un gran fresco de su época donde convergieran el filo, la elocuencia y la gracia que ya tenía con el advenimiento de su voz “madura”, que en su humilde opinión se le estaba avecinando a buen paso. Y entonces le sucedió algo completamente inesperado: un día descubrió que hablar no era escribir, que hablar ya no la hacía escribir.
Lo descubrió como se descubren esas cosas: primero de a poco y después de repente, como dijo famosamente Hemingway. Según ella fueron dos los momentos fatídicos: el día en que por primera vez le pagaron por escribir y el día en que por primera vez le pagaron por hablar. “En cuanto se volvió trabajo empezó a dejar de gustarme, porque por principio y religión estoy en contra del trabajo. Elegí escribir para no trabajar. Y por supuesto hablar es más fácil que escribir. Casi cualquier cosa es más fácil que escribir, he descubierto. Salvo no escribir, que es la tarea más ardua que conozco.” Cuando todas las revistas empezaron a pedirle alguno de esos ensayitos que ella destilaba gota a gota (“Escribo tan lento que podría usar mi propia sangre como tinta sin debilitarme”, dijo una vez), fue dejando de publicar. Cuando todas las universidades y todos los programas de televisión y de radio quisieron tenerla de invitada, dejó de aparecer en público. Pero había sido durante demasiado tiempo un taxi intelectual, como se definió alguna vez a sí mismo Sir Isaiah Berlin (“Me ponen el dinero en la mano, me dicen hacia dónde, y allá vamos”); para muchos, su verba ya no tenía contenido; la veían como un cobayo viejo repitiendo su maníaca rutina en su jaula de cristal.
Para demostrar lo contrario, Martin Scorsese hizo un documental sobre Lebowitz: Public Speaking. Las mejores partes son las largas escenas en que están sentados los dos solos (Scorsese detrás de cámara) a una mesa del Waverly Inn, el bar preferido de ambos. Filman cuando el bar ya ha cerrado sus puertas, desde la medianoche hasta las cinco de la mañana, los dos son noctámbulos y se nota gloriosamente: hay un biorritmo de trasnoche en esos monólogos de Lebowitz, hay un peso especial en sus palabras, una grávitas, que yo no le había visto nunca. Leí después que el único hueco que tenía Scorsese para filmar fue cuando se pospuso por dos semanas el rodaje de La isla siniestra en la costa de Boston. Lebowitz aceptó las fechas sin decirle a nadie que su padre estaba en ese momento muy enfermo en Nueva Jersey, una enfermedad súbita pero benigna que lo iría apagando sin dolor a lo largo de las siguientes semanas. De manera que llegaba cada noche a filmar al Waverly Inn luego de haberse pasado la tarde acompañando la mansa agonía de su padre en un hospital de Nueva Jersey. El padre ya no podía decirle que hiciera el favor de callarse por favor; no quedaba nadie más de la familia que pudiera decirlo, y ella, como sabemos, no logró nunca aprender ese dispositivo básico de las relaciones humanas llamado silencio. De manera que Fran Lebowitz le habla a su padre. Le habla y le habla. Le cuenta por qué escapó de ellos y se fue a Nueva York, qué buscaba, qué encontró, qué perdió en el camino y en qué se convirtió. Fran Lebowitz habla y habla y de pronto está escribiendo de nuevo, está por fin escribiendo su novela, el fresco de su época, el relato de su vida, en esa habitación de hospital de Nueva Jersey. Quizá nunca lleguemos a leerla, quizá nunca lleguemos a conocer el estilo tardío de Fran Lebowitz, pero nos queda el eco, el reflejo que alcanza a vislumbrarse en esos monólogos de trasnoche en el Waverly Inn filmados por Scorsese. Es un mínimo fulgor, pero alcanza para transmitirnos que hubo un día en que Fran Lebowitz logró por fin salir de su laberinto.
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