CONTRATAPA
Taxi
› Por Antonio Dal Masetto
Me estoy achicando en todo. Dejé de ir al cine, al teatro, a cenar afuera, di de baja el cable, puse teléfono con tarjeta, dejé de fumar, no tomo más mi cafecito mientras leo el periódico en el bar a la mañana, para uso diario me compré alpargatas y guardé los zapatos para las grandes ocasiones. No me quejo, soy un tipo austero, acostumbrado a los vaivenes de la fortuna. Todo lo aguanto con entereza. Pero hay algo a lo que no puedo ni quiero renunciar y es a viajar en taxi. Fue mi único lujo de toda la vida, tanto cuando estuve en la vía como cuando tuve un poco de resuello. Pero las cosas se han puesto tan mal que inclusive con mi único berretín tuve que optar por una decisión salomónica: partir la cosa al medio. ¿Qué quiero decir con esto? Que si tengo que viajar cuarenta cuadras, tomo un taxi por veinte cuadras, ahí me bajo y el resto lo hago caminando. Que digan lo que quieran, que me critiquen, que piensen que estoy un poco chiflado, pero la cuestión es que mi orgullo se mantiene incólume. Y como dijo don Francisco de Quevedo y Villegas: Ande yo caliente y ríase la gente.
El otro día tenía que ir a Parque Lezama, paré un taxi y le dije al chofer:
–¿Cuál es la mitad exacta entre este punto y Parque Lezama?
–Déjeme pensarlo un poco, se lo calculo enseguida, pero ¿para qué quiere saber eso?
–Porque solamente dispongo para la mitad del viaje.
Me dio la información y arrancamos. Era un radio-taxi y todo el tiempo se escuchaban las comunicaciones de la central con los diferentes móviles. Mensajes raros. Paré la oreja. Señor Juárez, de Palermo Viejo, destino estación de ómnibus de Retiro, ofrece un peso con ochenta y completa el pago con un caloventor de primera marca, en buen estado. Señora viuda de Mendieta, espera en la esquina de Paraguay y Maipú, viste traje negro, cartera y zapatos al tono, destino cementerio de la Chacarita, paga con dos patacones y doce discos de Armando Manzanero, Rosamel Araya y Antonio Prieto, época de oro del bolero. Señor Lionel, de Saavedra a Mataderos, ofrece funyi gris, impecable estado, y daga con mango de alpaca, protagonista de sonados duelos criollos. Señora Rosina, de Parque Chacabuco a Belgrano, pollito al horno con papas y batatas, ensalada mixta y flan casero, no hay efectivo. Señor Aurelio, bar El Jopo, de Parque Patricios, viaja a Núñez, ofrece dos canarios, macho y hembra, en buen estado de salud; él, gran cantor; ella, ponedora infatigable, en jaulita tipo pagoda, y en efectivo el equivalente a tres litros de gasoil.
Llegamos a la mitad del recorrido y el taxi se detuvo.
–Maestro –me dijo el taxista–, es una pena que por falta de efectivo se baje a mitad de camino. ¿No tiene alguna cosa para pagar el resto del viaje? Ya escuchó por la radio que cada cual ofrece lo que puede.
–No se me ocurre nada, no tengo ningún objeto encima, mi oficio es de narrador, lo único que sé hacer es contar historias. ¿Se podrá hacer algo con eso?
–¿Son historias imaginadas por usted?
–Por supuesto, son mías, cien por ciento auténticas.
–Bueno, a mí me gustan las historias, podríamos probar. Le ofrezco un trato, corto el reloj y largamos, si la historia me engancha lo llevo hasta Parque Lezama, si de entrada no me gusta lo bajo en la próxima esquina.
Pensé rápido. Nada de improvisar, me dije, hay que asegurarse el viaje y no voy a arriesgarme con una de las mías que por ahí a éste no le gusta. Así que manoteé al infalible Conrad y a su relato “Juventud”, que es tres veces infalible. Ya con las primeras frases me di cuenta de que lo teníabien agarrado al tachero. Y así navegamos con viento a favor y a toda vela hasta Parque Lezama.
–Muy buena, maestro –me dijo el tachero–. Acá tiene una tarjeta con nuestro número de teléfono, a todos los muchachos de la tropa le gustan las historias, así que ya sabe para la próxima.
Nos despedimos con un apretón de manos. Cuando se fue me sentí un poco fulero y me dije: la próxima tengo que jugarme y pagar con una historia mía. Por grande que sea la malaria, eso es lo que corresponde. Me juego y que pase lo que tiene que pasar.