› Por Rodrigo Fresán
UNO Superado el ecuador del asunto, Rodríguez continúa sin poder olvidar la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Londres. En ocasiones, tantas noches después, Rodríguez se despierta gritando, seguro de que aún no ha terminado y de que –superado ese insufrible Kenneth Branagh de aires dickensianos, esa reina 007 y paracaidística, esos prados y chimeneas, ese infame Mr. Bean y esa apología del teen-tweet festivo– la cosa seguirá hasta el fin y el principio de los tiempos, hasta incluir en su repaso british a Jack El Destripador y a Lawrence de Arabia, al Titanic y al agujero negro de Calcuta, a Virginia Woolf metiendo la cabeza debajo del agua y a Lady Di estrellándose en el Pont de l’Alma, a Adele y Hugh Grant. Así, lo peor de Broadway y lo peor del West End. Es decir: estilo Andrew Lloyd Webber. Las comparaciones son odiosas, pero aquí se trata de competir. Y, marcha atrás, lo de Pekín y lo de Grecia (que cobrando derechos de autor por todo esto y por lo de la democracia pagaría su deuda y le quedaría vuelto y suelto para algún capricho) fue mucho más épico y divertido. Y además, detalle importante, tenía algo que ver con los deportes. Y para qué hablar de lo de Barcelona ’92; supuesto milagro verdadero revisitado una y otra vez por los cronistas deportivos como fantasma de Olimpíadas pasadas y/o “las mejores de la Historia”. Rodríguez se pregunta si no habrá sido entonces cuando todo comenzó a enloquecer; cuando comenzó la alucinación de una Nueva España Potencia. Rodríguez se acuerda bien. Todo lo bueno parecía por venir y estaba a la vuelta de la esquina, y todo lo malo había quedado atrás, en un callejón sin salida. España iba bien e iba a ir mejor aún. A toda velocidad. Quebrando una marca tras otra y dejando su impronta en la saga continental de una Europa unida y poderosa. Pero ya pasó, ya se cayó mientras corría. Ahora, Rodríguez piensa si el video del festejo londinense –cortesía de Danny Boyle, ese relevo de Alan Parker en el trono de la mediocridad más o menos vistosa– no estará siendo proyectado ya en los sótanos de Guadalcanal. O que tal vez alguien lo proponga como posible prueba de resistencia olímpica para futuras ediciones.
DOS Mientras tanto y hasta entonces –a la espera de los nuevos despachos sobre la desenfrenada vida sexual en la villa olímpica y mientras se hace público lo último sobre ese pebetero que, ¡sacrilegio!, ya se apagó para cambiarlo de sitio–, la presencia española en el medallero viene siendo más bien escasa y pálida. La supuestamente imbatible Rojita pasó por Londres como un espejismo (no metió ni un gol, no ganó ninguno de los tres partidos que jugó) y diploma especial para el responsable del equipo de fútbol y su “si llegamos a ganar, el equipo estaba para medalla”. Nadal decidió borrarse a último momento y circula el chiste que prefirió no estar a tener que enfundarse en esos horripilantes uniformes diseñados desinteresadamente por la firma de un sospechoso magnate ruso, más apropiados, como apuntó alguien, “para salir a robar cables de cobre que cosechar medallas de oro”. Y los días pasan, según los locutores patrios, “casi ganando”. Una y otra vez. Un estilo que se está convirtiendo en estética: la derrota triunfal. Y lo cierto es que cada vez hay más disciplinas donde ponerla a prueba para perder ganando. Pronto, seguro, se incluirán el jenga, la rayuela, el sudoku, la telepatía y telekinesis, la caza al Bosón de Higgs, el tiro al blanco de la paga navideña, la enumeración de eufemismos para no decir “rescate” y, seguro, algún iluminado ibérico ya debe estar luchando para que se incorpore la tauromaquia cuando de una buena vez por todas le toque a Madrid ser sede. Aunque, en realidad, por qué no proponer a toda España como país olímpico, teoriza Rodríguez. Sobran las infraestructuras: urbanizaciones desiertas y por vender, aeropuertos fantasma, velódromos vacíos, Urdangarin como promotor. Y abundan nuevas encarnaciones de titanes mitológicos y todopoderosos: abuelos que se hacen cargo de sus hijos, y de los hijos de sus hijos, pasando por el aro, por cinco aros.
TRES Así, Rodríguez vuelve a disfrutar de lo único que disfruta cada cuatro años: ese instante de hielo y fuego en que los atletas no conocen aún su puntaje y miran a lo alto, a las pantallas, para saber si ascienden al celestial Olimpo de Zeus o se hunden en el infernal Erebo de Hades. Algo parecido es lo que sienten los españoles por las mañanas, cuando encienden el televisor y descubren que algunos programas han decidido incluir, en un ángulo de la pantalla hasta entonces reino de la hora oficial y la temperatura local, los números que siguen arriba y abajo a la prima de riesgo, siempre lista a romper records.
Rodríguez evoca al escurridizo Mariano Rajoy –con ese estilo en el que combina lo mejor de Cantinflas y de Forrest Gump– despidiendo a la delegación deportiva con un “mucha gente os sigue, sobre todo ahora en verano, cuando muchos, por suerte para ellos, pueden descansar y ver deporte”. Una semana después, Rajoy experimentaba su propio compás de espera para ver qué anunciaba que no iba anunciar el árbitro del Banco Central Europeo. Y otra vez a salir corriendo, a acusar a rivales y antecesores de juego sucio, a saltar obstáculos mientras el rey se cae y se viene abajo la bandera gigante en la Plaza de Colón. Y –¿a qué juega?– Rajoy compare para hacer un balance de sus siete meses de gobierno –gestión premiada con un 69 por ciento de negatividad en las encuestas–, diciendo que éste es un “momento crítico”, que “es la vida de los españoles, así que no voy a extenderme”, que “se necesitan grandeza, fortaleza, convicción, coraje y determinación”, que “no voy a hacer cosas distintas de las que he hecho hasta ahora”, revelando que “nunca es bueno gastar más de lo que se tiene. Porque ese dinero que se quiere gastar y no se ingresa, hay que pedirlo prestado. Si no nos lo prestan, no podrá gastarse”, y machacando con los ya clásicos “esto no es cómodo, es incómodo; no es agradable, es desagradable”. En lo que hace al –según los economistas de todo el mundo– cada vez más cercano rescate, Rajoy quiso tranquilizar con un “no tengo tomada ninguna decisión. Haré lo que convenga al interés general del conjunto de los españoles”, produciendo de inmediato el efecto opuesto. Y –¿retrógrado o futurista?– insistió, aunque el euro sea “irreversible”, en eso de pasar todas las cifras de lo que se debe y no se recauda a pesetas porque, está claro, le gustan mucho los muchos ceros. Ahora, parece, se va de vacaciones. Por una semanita nada más, porque hay que dar ejemplo. Lo mismo los ministros –en alerta roja y dentro del país–, por si hay que volver a reunirse para lanzar un mensaje de unidad mientras, a la vera del anuncio de nuevos recortes en educación y sanidad, se hacen públicos datos como que en España hay veintidós veces más coches oficiales que en Estados Unidos. Angela Merkel –descansando en un pueblito italiano– dejó antes de partir un mensaje muy claro: “No me molesten”. Sobre todo para la ceremonia de cierre de estos Juegos Olímpicos.
Después, ya saben: cada cual, cada cual, atiende su juego y el que no, el que no, una prenda tendrá.
Y las prendas no son medallas de oro (que en realidad son de plata, con una pizca de oro y cobre colorante) o de plata (que sí son de plata) o de bronce (pero 97 por ciento de cobre).
Las prendas son 100 por ciento de auténtico plomo.
Y son una verdadera lata.
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