› Por Juan Forn
Esta historia empieza con un cuadro todo pintado de rojo, que se titula La pintura se ha suicidado o, según versiones más moderadas, La última imagen ya ha sido pintada. Lo hizo Rodchenko. En realidad era un tríptico, las otras dos telas estaban igual de uniformemente pintadas, una amarilla y la otra azul, pero la roja, dice Bruce Chatwin (que logró verlas en Moscú, en 1973, después de mucho insistirle a la hija de Rodchenko, que las tenía sin bastidor, enrolladas y archivadas en un ropero de su infame departamento moscovita, el mismo donde había muerto su padre), ah, la roja era especial. Es cierto que nada le gustaba más a Chatwin que hacer como que encontraba perlas en el barro, y que en el Moscú de los años ’70 la única manera de ver una pieza de constructivismo ruso era pidiéndole a alguien que la tuviera escondida en el fondo de un ropero, razón por la cual después costó fortunas restaurarlas. Pero Rodchenko es inmortal por ese rojo, por haberle dado a ese rojo el mismo protagonismo del blanco y negro en la iconografía más potente de este siglo: la de la primera época de la revolución bolchevique.
Rodchenko creía que los pintores eran un prejuicio del pasado cuando expuso su tríptico, que en realidad era un ajuste de cuentas dentro de la Guerra de los Ismos que hubo en ese período extraordinariamente fructífero del arte que fueron los años 1915-1925 en Moscú. Rodchenko, que era constructivista, se la tenía jurada a Malevich, que era suprematista. Malevich había expuesto una tela blanca con un cuadrado pintado de negro en el medio y se había autoproclamado padre de la abstracción. Rodchenko y su compadre Maiacovski, la nube en pantalones, no podían soportar que nadie fuera más vanguardista que ellos, así que urdieron aquel suicidio de la pintura, y así fue cómo el constructivismo borró del mapa al suprematismo y ganó la Guerra de los Ismos en la URSS y fue elegido para representar a la URSS en la Exposición de París de 1925.
La Exposición Universal de 1925 fue la gran oportunidad de los soviéticos para mostrarse al mundo después de la revolución, la guerra civil, la hambruna posterior y el bloqueo occidental. Había que mostrar que, en el Sueño Socialista, la utopía era realidad. Y allá fueron Rodchenko y el arquitecto Melnikov y el loco Tatlin en un tren con dos toneladas de madera barata de los Urales, porque la URSS no estaba para gastos: necesitaba máximo impacto con mínimo presupuesto, la especialidad de Rodchenko. El Pabellón Soviético, hecho enteramente de vidrio por fuera y de esa madera de los Urales por dentro, incluido todo el mobiliario, y pintado en sólo tres colores (rojo, gris y blanco), causó sensación, o quizás habría que decir estupor, en aquella exposición que era un canto a la opulencia kitsch. Hicieron todo en tres meses, hasta los muebles, serruchando y pintando como energúmenos, al menos Rodchenko y el loco Tatlin, que creían de verdad que el arte debía ser colectivo. Ejemplo hermoso de eso es cuando, en su parada en Berlín, antes de París, se enteran de que el Káiser va a pasar con su comitiva delante de la estación, y el loco Tatlin saca su balalaika, se hace el ciego y se pone a tocar melodías delante de la carroza del monarca. El Káiser, que adora el folklore ucraniano, se emociona y le tira al músico ciego su reloj de oro. Tatlin lo vende para que Rodchenko pueda comprar la cámara Leica con la que revolucionará la fotografía y después se condenará a sí mismo. Pero no nos adelantemos.
Además de decorar trenes, envolver monumentos zaristas con trapos rojos, cubrir frontispicios de palacios con carteles monumentales y hacer que saliera música por las sirenas de las fábricas, Rodchenko había hecho cosas asombrosas en collage. Esa misma maestría compositiva aplicó a sus fotos, en cuanto el loco Tatlin le dio la plata para comprar la Leica en París. Mientras sus compañeros de delegación peregrinaban del atelier de Picasso al de Léger, Rodchenko descubría por las suyas que el ojo de la cámara era la forma perfecta para mostrar las cosas desde un ángulo socialista, es decir desde un ángulo nuevo. Fascinado por la manuabilidad de la Leica, que permitía hacer tomas desde ángulos insospechados, explotó al máximo la toma cenital, desde arriba, o poniéndose a los pies del retratado. Sus fotos parecían esculturas, eran casi tridimensionales, se venían encima. Y, cuando les agregaba tipografía y las convertía en propaganda revolucionaria, convencía hasta a las piedras de que se venía el Hombre Nuevo, la realidad detrás de la utopía.
Pero Marx ya alertaba sobre los desvaríos del pensamiento abstracto. Y a Lenin le empezó a pasar lo mismo con el arte abstracto cuando los avangardistas pintaron de colores brillantes (e indelebles) los árboles del Paseo Alexandrovski frente al Kremlin, y por supuesto los secaron. El constructivismo ruso fue a París sabiendo ya que era póstumo. Tenían los días contados antes de que muriera Lenin, Stalin no se ocupó de ellos antes porque estaba dedicado a Trotsky, pero los tenía inequívocamente en la mira. Maiacovski le ganó de mano. Su suicidio es la fecha oficial de defunción del constructivismo. Fue apenas volvió Rodchenko de la Expo de París. La foto que le hizo a su compañero de correrías es archiconocida: Maiacovski parado con las piernas muy abiertas y un tormento en la cara que mete miedo. Antes de volarse los sesos dejó estas líneas junto a su cadáver: “Lo difícil no es morir sino seguir viviendo”. Rodchenko no pensaba lo mismo. Es más: creía ilusamente que la frase de Stalin (“La URSS necesita que sus artistas sean ingenieros de almas”) se basaba en una frase suya (“El Hombre Nuevo vendrá de la unión del arte con la ingeniería”). Logró clemencia, cuando fueron por él, a cambio de fotos. Sus imágenes fueron el equivalente soviético de lo que habían sido las imágenes de Leni Riefenstahl para el Reich: la verdadera estatuaria del régimen, su propaganda más contundente. Cuando uno piensa en las proezas hidráulicas, eléctricas, arquitectónicas y atléticas del stalinismo, son fotos de Rodchenko lo que está viendo en su cabeza.
Nadie se miraba mucho a los ojos en la URSS en aquella época. Como escribió Ajmátova: “Fue la época en que sólo los muertos podían sonreír, felices de descansar al fin”. Así que Rodchenko pasó más o menos inadvertido en su ignominia, desde 1926 hasta que murió, treinta años después. Vaya a saberse si como autocastigo, en los años finales de su vida, cuando ya no lo dejaban ni sacar fotos, volvió a pintar. A pintar figurativo: pintaba payasos. El hombre que le puso la lápida a la pintura, el hombre que reformuló la fotografía y la propaganda política, el iconoclasta por excelencia de su tiempo, terminó sus días pintando payasos tristes que no se atrevía a mostrar a nadie, en el mismo departamento moscovita donde tenía enrollado en el fondo de un ropero el lienzo en rojo que dejaría a Chatwin sin respiración veinte años después.
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