CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Con motivo de la celebración, ayer, del funcional Día del Niño, tuve que escribir algo al respecto. Sobre el fin de la infancia personal, más precisamente: cuándo y cómo, a través de qué suceso o detalle había detectado la despedida del niño que había en mí. Y al hacer el ejercicio de recorrido por esos años de transición no sólo me acordé de mí y de mis hijos –que ya no son pibes, tampoco– sino también de mi vieja. Obviedades, supongo. Pero es que recordé algo extraordinario.
Fue así: a los ochenta y pico, cuando vivía sola, viuda desde hacía una década, y trataba de adaptarse a las nuevas costumbres, las novedades culturales y tecnológicas, mi mamá me dijo –a propósito de no sé qué y en tono de serena disculpa– una cosa extraordinaria: “Juancito (sic), tené en cuenta que yo todavía soy vieja”. Qué grande.
Esa señora mayor, mi mamá, en algún momento había empezado a considerar la posibilidad de poner en cuestión e incluso desprenderse de los saberes y valores con los que había madurado y había terminado cristalizando en lo que sentía que era: literalmente, una vieja. Y es por eso –ahí lo maravilloso– que asumía ese estado como transitorio, incluso reversible: “todavía” lo era. Qué grande, mi vieja, otra vez.
Si doy una vuelta de tuerca más a la idea y al tácito razonamiento materno, podría llegar a argumentar hoy, y en primera persona, ante la lógica que rige los términos del tráfico humano en la llamada madurez, que me cuesta cada vez más (re)adaptarme a sus perversas transacciones porque supongo que, aunque todavía conservo lacras y reflejos de la madurez, ya soy bastante niño para aceptar esas cosas. Es decir: ya no soy el que era y todavía quiero ser el que fui. Siempre.
Es que la infancia y la vejez físicas y espirituales no son transiciones (de ida y de vuelta) sino plenitudes, instancias únicas: del ser sin saber de pibe (forma no corrompida por la caída en el tiempo); del saber casi sin ser ya, del veterano (forma sobreviviente a la corrupción de la caída en el tiempo). En el medio, la equívoca y mandona madurez suele ser el error a evitar en sus excesos a la ida; el lastre y el cepo a abandonar ya de vuelta. El tiempo no es oro ni es nada canjeable por bienes. Toda la sabiduría consiste en recuperar aquella noción inconsciente de vivir cada día como si fuera el primero (porque lo es) y no –como pontifica la receta de la supuesta madurez competitiva– como si fuera el último.
En fin, nos fuimos al carajo. Yo quería hablar de mi mamá en el Día del Niño y terminamos dando vueltas alrededor de los adverbios de tiempo: de los excesos imperativos del ya, de las ansiedades culposas del todavía. Y en realidad, lo único que hay (o no) es siempre.
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