› Por Rodrigo Fresán
UNO ¿Por qué tiene tantas ganas Rodríguez de meterse a ver Prometheus? Por un lado, el viernes más caluroso de agosto en décadas. Por otro, reparar de inmediato la injusticia de que la seudoprecuela de Alien (Rodríguez nunca olvidó el estremecedor placer de la primera vez que vio estallar el pecho de John Hurt para que asome su cabeza el octavo pasajero como coartada perfecta para abrazar y apretar fuerte a su novia de entonces) se estrene casi dos meses después de ser develada en buena parte de la Tierra. Pero lo más importante de todo: perderse por un par de horas en el espacio exterior, donde –a diferencia de lo que sucede en el living de tu casa o al pagar la cuenta del supermercado o la cuota de la hipoteca– nadie puede oírte gritar. Sí: flotar ingrávido en un lugar donde no hay arriba o abajo. Donde no se habla del fluctuante y especulador agujero negro de Bankia. Donde no resuenan los alaridos histéricos de locutores orgásmicos cada vez que –luego de un arranque que no arrancaba– España suma una nueva medalla en los Juegos Olímpicos. Donde no se informa que en la llamada telefónica de Obama a Rajoy no se habló de economía ni del posible rescate sino –tal vez porque el Curiosity, como se machacó una y otra vez en los telediarios, lleva partes Made in Spain– del éxito de la misión a Marte. Donde, de acuerdo, puedes morir sin enterarte de nada; pero al menos no te toman una y otra vez por ignorante.
DOS Curiosity, piensa Rodríguez, es un nombre excelente. Mucho mejor que Mars, Viking, Pathfinder, Spirit, Opportunity y Phoenix. Pero todavía queda mucho por hacer (además de enviar esas postales cósmicas que más de un paranoico conspirativo atribuirá a algún rincón del desierto de Mojave) y por nombrar. Para próximos despegues y aterrizajes, Rodríguez propone Here We Are, Is There Anybody Out There? y –si hay suerte, si se encuentra a alguien– Wow! y Where’s the Bathroom? Mientras tanto y hasta entonces, de un tiempo a esta parte –en alguna parte lo leyó Rodríguez– el ser humano, sintiéndote tan solo en el universo, parece haber optado por la siguiente estrategia/variación del “si no puedes con ellos, úneteles”: si no los encuentras fuera, búscalos dentro de ti. Así, adiós al espacio exterior como Tierra Prometida y hola al cuerpo humano como espacio interior y a mutar, a cambiarse, a vivir más, a clonarlo y a robotizarlo para pánico y miedo de los sicarios divinos que hasta ahora nos vendieron ese “producto” místico/crediticio en plan pague ahora, cobre después y, si se porta bien, va a conocer a su Creador, etcétera.
TRES A la tripulación del Prometheus la empuja y la lanza a las estrellas –hacia la luna LV-223– un impulso parecido alimentado con el combustible de la ciencia hecha fe: de acuerdo, somos el producto de una inteligencia superior; pero queremos conocerla de este lado y lo más pronto posible. El problema de conocer e intentar comunicarte con tus hacedores –pregúntenselo si no al humanoide David, quien, como HAL 9000 en 2001: a Space Odissey, es lo más simpático y sensible de la tripulación– es que, tal vez, los hacedores de tus hacedores no tienen ganas de conocerte y de comunicarse contigo por más que te hayas quemado las pestañas artificiales estudiando lenguas muertísimas. Y que, por lo tanto, te decapiten de una bofetada.
Algo parecido sucede ahora en España: los inmigrantes son los aliens terrenos, quienes alguna vez fueron traídos desde sus planetas y resultaron tan útiles (cuando, ah, se construían esos templos extraordinarios para adorar a la cthulhuesca Burbuja Inmboliaria), pero que ahora ya no sirven para nada. Ahí están esos ballardianos aeropuertos fantasmas. Como el inaugurado por el inefable Carlos Fabra, cacique valenciano del PP, ganador recurrente de la lotería como “explicación” para su fortuna, quien preguntó en cámara a uno de sus nietos “¿Os gusta el aeropuerto del abuelo?” y, proclamó, para justificar la inauguración de una terminal sin pasajeros ni aviones, que “cualquier ciudadano que lo desee pueda visitar la torre de control y caminar por las pistas, cosa que no podrían hacer si fueran a despegar aviones”. Y aquí está ahora toda esa mano de obra desocupada e ilegal que se apresta a perder el acceso a la sanidad pública el próximo 31 de agosto. Más recortes. Más recortados. Algunos rezan porque el magnate Sheldon Adelson –como el multimillonario cósmico Peter Weyland, centenario fundador y líder de la Weyland Corp en Prometheus– aterrice pronto e inicie la construcción de Eurovegas y que no prospere esa investigación que se le ha abierto en su patria por lavado de narcodólares o algo así. Mientras tanto y hasta entonces, las órdenes desde el puente de mando parecen más preocupadas por el bienestar del Estado que por el estado de bienestar. Así, a seguir ajustando aquí y allá –pero nunca ahí– hasta el infinito y más allá.
CUATRO Ahora, Rodríguez es feliz viendo Prometheus. Película clase B con presupuesto clase A: lo mejor de ambos mundos. Todavía puede pagar su entrada y darse algunos gustos. Siempre le gustó la ciencia-ficción y antes del cine (pasando frente a los fantatizados y adictos replicantes de carne y hueso que desbordan la nueva megatienda Mac en Plaza Catalunya) se dio una vuelta por la librería especializada Gilgamesh y se compró la reedidición de Gather Yourselves Together (primera y supuestamente realista novela de Philip K. Dick pero, siempre, profética a su manera y protagonizada en los albores de la China revolucionaria por un trío disfuncional de desocupados norteamericanos) y el ensayo/crónica de David F. Dufty How to Build an Android: The True Story of Philip K. Dick’s Robotic Resurrection, donde se cuenta la bizarra historia de la desaparición de la cabeza robótica del autor de Ubik. Dick fue siempre su favorito y Rodríguez se evoca a sí mismo, descubriéndolo en su adolescencia, siguiéndolo por todas esas editoriales que se perdieron en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Con todo eso en la mano, Rodríguez ocupa su butaca, espera la cuenta regresiva, despega y disfruta seguro de que viajará tan lejos de España y que no le sucederá lo de Madagascar 3, donde el circo en bancarrota que recorre Europa se llama Zaragoza. No habrá en Prometheus ninguna referencia a su país ni a su presente, está seguro. Pero entonces ocurre algo terrorífico: el último rollo del film –hasta entonces en inglés, versión original, sala Renoir Floridablanca– vira al alemán. Rodríguez no puede sino preguntarse si –mientras él está allí, en la oscuridad llena de luces– España ya ha sido invadida o, lo que es lo mismo, rescatada. Pocas ganas de averiguarlo, así que –como en tantas otras situaciones en los últimos tiempos– no se va a levantar para quejarse en taquilla. Mejor ahí dentro. En el espacio. Donde nadie oirá su grito y Rodríguez puede permitirse gritar escudándose en el miedo que le da esa autocesárea que se hace Shaw o en esa especie de pulpo gigante del final.
Pero no.
Rodríguez –que cuando era chico quería ser astronauta y ahora es navegante solitario a bordo de la Atrocity construida por la Munch Enterprises– grita por otra cosa.
Rodríguez grita por tantas otras cosas.
Rodríguez grita hasta el infinito y más allá.
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