› Por Eva Giberti
Las ciencias sociales que despliegan nuevos paradigmas solidarios con las víctimas de violencia familiar conviven, y a veces se infectan, con paradigmas funcionales al sistema dominante, opresor por definición.
En violencia familiar no se adivina un Más Allá. No se alcanza a imaginar cuál y cómo será ese Más Allá si primero no se reconoce que las instituciones tradicionales continúan sosteniendo sus principios aunque se maquillen mediante cursos llamados “de capacitación”.
En oportunidades, los conocimientos de los asistentes a esos cursos no comienzan por el esclarecimiento de lo que significa “emancipación”, lo cual demanda ver las cosas más claras y suponer qué se puede esperar de los ímpetus de esta violencia familiar. Por ejemplo, no es prometedor intentar cambiar los contenidos mentales de quien está convencido de la inferioridad de la mujer o del goce que encuentra al ser golpeada.
La capacitación precisa emanciparse de los contenidos fundamentalistas que impregnan las estructuras sociales, además de revisar la propia conflictiva psicológica personal: si sospecho que cada joven morochazo proveniente de una villa puede asaltarme, será conveniente que revise mi paranoia. Emanciparse es un trabajo que reclama conciencia de la negatividad que los otros padecen. Si una mujer golpeada llega a una institución para denunciar y quien la recibe le dice con mal modo: “No hay turno hasta dentro de dos horas, vuelva más tarde. O no vuelva si no quiere”, evidencia falta de conciencia acerca de la posición de la víctima convertida en invisible, negada por el sistema mediante quien la rechaza.
Una emancipación comienza por el reconocimiento de los derechos de aquellas que fueron victimizadas; también procura intervenir en la transformación de normas e instituciones que, pretendiendo ser éticas, son pura violencia y burocracia desafiante, o sea, se trata de insertarse en la transformación social que no equivale a la revolución.
Si hablando de violencia familiar nos olvidamos de que el primer registro lo ejemplifica el Antiguo Testamento cuando Yahave maldice a la mujer: “Incrementaré las penurias en tus partos. Y parirás hijos con sufrimientos, y tu deseo se orientará hacia tu marido y él te dominará”, aniquilando cualquier intersticio de autonomía para ella. Así llegamos a nuestros días cuando las leyes mencionan erradicar la violencia familiar.
La palabra erradicar deriva del etrusco “raíz” y significa arrancar algo de cuajo, desde la base, desde el origen; o bien se trata de un cosa, parte de un objeto que es arrancable. Palabra que encierra mucha fuerza y por eso se la introduce en la legislación aplicándola como una expresión simbólica. Pero la violencia no es un objeto. Se habla simbólicamente de erradicarla para que no sobreviva nada de su potencia.
Esa violencia familiar, ¿podrá ser arrancada como se arranca una raíz que nutre y se nutre desde los canteros del infierno para inspirar a todo sujeto violento que elige maltratar a una mujer?
El arrancamiento de esta violencia, tan deseado y necesario, sólo puede pensarse de manera simbólica y no parece posible imaginarlo como una parte del cuerpo que sostiene al violento.
De lo contrario, reproduciríamos la antigua legislación de Oriente: si la mano cometió el robo, le cortamos la mano al ladrón.
Si el juez sentencia afirmando que quien mató a su mujer puede quedar en libertad, ¿qué habría que amputarle a Su Señoría según la Antigua Lex? No correspondería ninguna sanción porque “por algo la habrá matado”. Y si lo dice el juez...
Hoy no es ése el camino. Sin embargo, a veces las sentencias generan cortocircuitos en las mentes profanas de los ciudadanos y, sin proponérselo, los jueces imponen alteraciones en las mentes sobresaltadas por el escándalo de sentencias que no se comprenden. Al fin y al cabo, ¿qué hay que comprender? La justicia es asunto de magistrados. Después los psicólogos tratamos de acomodar las lógicas que los eruditos propician, siempre estando a Derecho. Sobre todo intentamos, mediante el lenguaje, interpretar alguna indignación incomprensible de la ciudadanía que sólo depende de los periódicos y de algún programa de tevé para entender cómo se aplican las leyes.
El hecho concreto reside en que las mujeres aparecemos asociadas con los árboles: primero fue aquél donde frutecía lo prohibido. Ahora se asocia con el arrancamiento de raíz, como si la inspiración técnica y el nuevo paradigma se desplazaran desde el mito original al actual arrancamiento o erradicación (porque Eva la manzana debe haberla arrancado, ¿no? Si la Serpiente se la hubiera ofrecido, como se puede ver en alguna pintura medieval, habría sido convite).
Aquellos dos Primeros Antepasados que inauguraron la historia de lo que significó ser arrancados de cuajo del Paraíso, produjo la crisis de un sistema paradisíaco e instituyó una violencia por expulsión-exclusión. Surgió tal complejidad, que se creó un nuevo standard del sistema y así nacieron las víctimas, en pareja. Un par de Otros. Erradicados, arrancados de su suelo natal, que compartían con las otras bestias. Castigados por el motivo que fuera, pero cuyos derechos de vivir sin trabajar y sin preocupaciones ya no los asistían. Ahora se trataba de parir con dolor y sobrevivir. Y sin sociedad que los testificara.
El sistema dominador –que ya tenía un antecedente con la creación del Infierno– se había instituido y hemos continuado durante algunos milenios insertándonos en el mito que no cede fácilmente a la conciencia crítica. Mientras tanto el mito –la mujer subordinada y el varón que puede someterla– ahora se embandera en erradicar la violencia familiar mientras las instituciones –la escuela,la familia, la Justicia, la policía y las religiones– mantienen principios que, fieles al mito, no se transforman. O se transforman algo, pero insuficiente en este terreno.
Aquella Primera Pareja entendió que se trataba de transformar aquello con lo que se encontraron –la tierra en sí–. Lo suyo era el desvalimiento y la vulnerabilidad. Fueron gestando silenciosamente la cultura de las víctimas que nos acompaña desde aquellos tiempos.
Hoy en día la furia que la violencia contra las mujeres desata produce la necesidad de arrancarla de cuajo y rápidamente. Pero las Furias están emparentadas con las violencias, del mismo modo que la desesperación.
La violencia familiar prioriza acciones de sujetos masculinos y sobre esa piedra construyeron su estirpe en el ordenamiento de la estructura social.
Que se complementa con el imprescindible acompañamiento y asistencia a las víctimas y con los intentos de rehabilitación responsable de los atacantes que delinquen. Actividades sumadas a la trágica historia encarnada en los niños testigos de estas violencias.
Para emanciparnos de paradigmas maltratadores, ¿será preciso capacitarse? Capacitar es un palabra carismática. Con un origen energizante porque nace en la condición de ser capaz que tiene el sujeto. En la segunda parte del Quijote, ese origen se refiere a “reflexionar recordando” y correspondía a “recapacitar en latín” (pero el verbo “recapacitar” perdió su estatus y también perdió el “re”, con lo cual nos queda solamente capacitar que es menos solemne). Y en las otras lenguas romances como francés e italiano también se encogió y capacitar equivale a “recoger”. El problema entonces queda en manos de quienes ofrecen lo que otros deberán recoger. Los diccionarios dicen que recapacitar es “pensar atenta y detenidamente antes de hacer algo”. Las víctimas de violencia familiar recién se hacen oír grupalmente y en eso hay que recapacitar.
Dije al principio: las ciencias sociales despliegan los nuevos paradigmas con proyectos solidarios hacia las víctimas de violencia familiar, pero a veces se infectan con paradigmas funcionales al sistema dominante. Por eso a mí me parece que, para ver las cosas claras y diseñar un Más Allá sin furia y sin idealismos flotantes, sería necesario erradicar aquella Maldición dada la persistencia de su contenido. Dicho con el debido respeto hacia quienes piensan de otro modo.
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