Lun 10.09.2012

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Un amor en los tiempos del Código

› Por Juan Sasturain

Mañana se hace coincidir, en términos de homenaje, el día de la muerte de Sarmiento con el Día del Maestro: lo uno debe recordar a lo otro. Es así la tradición y el mito argentino perdurable y siempre tambaleante. Entre la hagiografía liberal que no lo dejó faltar jamás a clase y lo declaró padre del aula, indicando además –en versión simple– que la niñez le ha levantado un templo de amor en su pecho; entre esa versión –digo– y la invectiva del fantástico ultramontano Ignacio B. Anzoátegui que lo culpa, entre otras cosas, en Vidas de muertos, de introducir lo que considera tres plagas en la Argentina: las maestras normales, los italianos y los gorriones... Entre el introductor del graffiti político (en francés) en la historia nacional y el orgulloso asesino de Peñaloza, hay mil variantes y matices. Todas interesantes.

Seamos obvios: nada es fácil al meterse con Sarmiento, el bronce que no sonríe. Y sin necesidad de entrar en debates ideológicos, en pormenores políticos. Es inasible, literalmente. No hay por dónde agarrarlo, y no precisamente porque no haya de dónde prenderse o sea demasiado pequeño –o evanescente como Alberdi o Echeverría– sino por lo contrario: por exceso de tamaño y, sobre todo, de evidencia. Está siempre, todo entero ahí. Es desmesurado en todo sentido; una gran bola significante y arrasadora que recorre el siglo XIX casi de punta a punta, se hace sentir durante cincuenta años: va y viene de un lado a otro de la cordillera, va y viene a Buenos Aires, va y viene a Europa y Estados Unidos. Cuando otros se desdibujan, él está siempre adelante y recortado, expuesto. Perfil alto, se dice hoy. Por eso no es fácil no simplificar con él –mentir sin querer– encasillarlo: las palabras, los trazos, los rasgos son tan fuertes, él mismo fue y vivió tan enfático y subrayado que las caricaturas de El Mosquito o la tumultuosa estatua de Rodin reemplazan a los daguerrotipos y las fotos son paradójicamente más creíbles.

Y ahí está el primer dato: tal vez lo primero cristalizado sea la imagen, esa cabeza en la que se detiene largamente Lugones en su biografía, de la que su atroz heredero renegó. Sarmiento entra de cabeza –pelada– en la Historia, en los libros de Historia, en los billetes de banco, en las estampillas. Es decir: así como hay varios San Martín –del militar de nariz más o menos aguileña o recta, al abuelo sereno– hay un solo Sarmiento, el viejo pelado público más famoso del siglo XIX. Pero con él pasa algo similar a lo que con Vicente López y Planes, autor de la letra del Himno Nacional, cuya imagen convencional y por la que se lo reconoce corresponde a una edad –más allá de los sesenta años– que nada tiene que ver con el muchacho que escribió los versos patrióticos cuarenta años antes. Lo mismo o más pasa con Sarmiento: esa imagen reconocible es la del maduro presidente de la República, pero no, por ejemplo, la del autor del Facundo, que en 1845 en Chile tenía sólo 34 años, barba negra y –todavía– algo de pelo... Así, de todos los Sarmientos posibles, acaso uno de los más interesantes y reveladores no es el público y consolidado en la edad y el poder sino el privado y vacilante aún, más precisamente, el hombre regalado, expuesto a los avatares de su imprevisto corazón. Todo este rodeo para decir que el que nunca faltó a la escuela y aconsejó no ahorrar sangre de gauchos vivió sin red, apasionadamente; y que hubo alguien que se enamoró –porque se enamoró con todo– del que no era, todavía, ese viejo pelado y cascarrabias que adelanta el labio inferior y frunce el ceño en las consabidas aulas. Y que a ése de bronce también lo quiso, hasta el final.

La larga historia de amor de Sarmiento con Aurelia Vélez, la más chica de las hijas de Dalmacio Vélez Sarsfield, la mimada, la compañera del padre jurista, la hija del Código, es de las que han merecido ser contadas –y muy bien– por varias plumas documentadas. No lo vamos a hacer acá. Sólo pensaremos en voz alta un par de cosas, en vísperas del equívoco Día del Maestro.

Venían de tiempos, lugares y mundos distintos. A él lo parió doña Paula en la distante San Juan apenas un año después de la Revolución. Aurelia nació en el corazón de Buenos Aires en 1836, un año después del asesinato de Quiroga. En 1845, Sarmiento venía de Chile y, camino de Europa, se juntó con los que se iban amontonando en la cercada Montevideo: Echeverría, Mitre, Vélez Sarsfield. Y ahí se cruzaron por primera vez: él, según dijimos, tenía 34 años, pelo, barba y un libro reciente que lo haría famoso aunque aún no lo era. Aurelia tenía nueve años y asistía a las reuniones de su padre con otros señores sin soltarle la mano y con los ojos así. La batalla de Caseros partió el siglo y muchas vidas públicas y privadas en dos. Antes y después de Rosas. Así, en el invierno de 1855 –ya tenía 44– Sarmiento llegó a Buenos Aires a trabajar en El Nacional, el diario de Vélez Sarsfield. Entró a la casa del director y amigo y ahí estaba como siempre Aurelia, ahora de diecinueve. Y todo empieza ahí.

Que ella se enamorara de un amigo de su padre no parece raro. Pero esta historia de amor no es fácil de referir. Sarmiento y Aurelia Vélez armaron una buena historia que atrae incluso por los detalles excesivos, con brillos, zonas oscuras y cierto trasfondo que va de lo morboso a lo casi épico. No se puede contar, sin embargo, como una epopeya de amor romántico. No hicieron literatura: hicieron historia.

Así, no fue un amor feliz ni del todo desgraciado acaso porque no conoció plenitud al principio ni fue premio absoluto del final: no fue un amor de cuento sino un amor –si cabe– real. Real sin reyes, real por verdadero. No se opone a lo fantástico o maravilloso sino a lo convencional. Un amor que no tuvo ni necesitó –¿ni quiso?– la norma, horma o forma que lo contuviera, prescindió de la ortopedia matrimonial propia de su época, pero soslayó también, así, los riesgos del tedio y la rutina de la pasión encauzada. Fue un amor que se mantuvo vivo y diverso en sus matices no a pesar sino probablemente a favor de su incomodidad social: la relación no hubiera sido mejor de estar casados y armar familia, calzar en los parámetros de su tiempo, pues era otro el lugar donde esos dos que se amaron se querían para mejor. Pese a los alevosos contratiempos de vivir en los Tiempos del Código.

Se llevaban 25 años, que no es detalle menor aunque tampoco extravagante para la época. Cuando se conocieron y convirtieron en flagrantes amantes, ninguno de los dos era libre. El ya era el Sarmiento escritor y periodista acabado –había escrito sus mejores textos–, pero no aún el político que sería. Venía de todas partes, pero sobre todo de Chile, estaba casado con la amenazante Benita Martínez Pastoriza y había un hijo entre ambos –ese famoso Dominguito adoptado o propio– de diez. Sarmiento tenía todo hecho pero también todo políticamente por hacer: le faltaba nada menos que el poder.

A ella, esa Aurelia Vélez, le faltaba casi todo. Había sido la novia de su primo Ortiz, pero quedó embarazada de su secretario. El primo igual se casó con ella y Aurelia abortó –o la hicieron abortar– porque no era de él. Después, Ortiz mató al amante y lo absolvieron arguyendo demencia. La condición debe haber sido que no volviera nunca más por Buenos Aires. Así lo hizo. Marcada como la O’Gorman o una heroína de Hawthorne, Aurelia sobrevivió al escándalo, la sacó barata.

Si la mujer es, por definición y confinamiento social de aquel tiempo, artífice de lo cotidiano no calificado y señora de lo privado, Aurelia es mujer en disidencia y diferencia, irrumpiendo en lo público como la hija de la Ley y la amante de la Política. Fue la hija más chica de un hombre grande o de un gran hombre, socialmente hablando. Algo que a veces suele ser demasiado. En el caso de la menor del padre del Código, no se necesita ser un freudiano de sesión diaria para ver cómo luchó y perdió con un progenitor semejante. Primero lo desafió hasta el límite en la adolescencia, consiguió su atención absoluta y después se enamoró de lo más parecido o equivalente que andaba por ahí alrededor.

Esa relación complicada e irregular en origen –que jamás conocería otro estatus que el secreto, que nunca fraguó en convivencia ni les dio hijos ni buena fama– se prolongó más de tres décadas de vida y exposición pública durante los cuales la joven que maduró en mujer sola y el hombre que se hizo prócer y viejo se amaron de cerca y de lejos con todos los matices. El, que dejó con el tiempo a su mujer y no renunció a otras mujeres, jamás se fue a vivir con ella. Tampoco ella, que no tuvo o se supo que tuviera otros amores, dejó a su familia para ir tras él. ¿Cuál era el código? ¿Cuáles las reglas de esa contradanza? Parece que fueron siempre leales y consecuentes compañeros. Una categoría moderna que involucra los afectos y las ideas, el trabajo y la convicción común y los define tal vez mejor que ninguna otra. Por eso, cuando Sarmiento, después de haberlo sido todo, murió discutido y prócer en Paraguay a los 77, Aurelia –que había enterrado ya a toda su familia– se quedó definitivamente sola. Sola y rica. Entonces se fue –acaso resentida– a Europa y no volvió hasta veinte años después, para el Centenario. Murió recién a los 88 años, en 1924.

Muchas cosas más que ella se perdían con esa vieja dama indigna que había nacido y crecido en una aldea con calles de barro y la Mazorca golpeándole a la puerta, y moría en otro mundo: la Buenos Aires de Marcelo de Alvear, ya con subte, cines y fútbol para “los últimos porteños felices”.

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