Mié 12.09.2012

CONTRATAPA

El color del hielo

› Por Mario Goloboff *

Extraña sustancia el hielo. Es lo que es, pero también en buena medida lo que fue, y guarda, en su dramática inmovilidad presente, que oculta las diversidades y contradicciones de Heráclito, lo que por esencia es primordial, el agua. Masa compacta que extrañamente aumenta la materia y metafóricamente paraliza la dialéctica, pero que no las borra mientras las limita y las contiene en (y de) sus temibles choques y estallidos. Se lo compara o se lo hace poéticamente deslizar con la nieve, por lo que puede esconder, encerrado bajo su espesor, sus peligros, sus destinos siempre más sospechables cuanto más blancos y lumínicos sean.

Material onírico, como no dejaron de percibirlo con gestos próximos del inconsciente Edgar Allan Poe en Narración de Arthur Gordon Pym (1838) y Howard Phillips Lovecraft, su discípulo confeso, en En las montañas de la locura (1936), así como con otra modalidad simbólica, que tenía muy patente una visión anticipada del crecimiento del nazismo, el gran Thomas Mann en La montaña mágica (1924), textos donde, leídos hoy, se piensa si esos enfriamientos y congelamientos no son los que suelen temerse, casi como a la ley de gravedad, en una atmósfera contemporánea.

Así y todo, la primera vez que se detecta la aparición de regiones heladas o glaciares, reales o casi reales en la literatura (de cualquier forma, el último círculo del “Inferno” de Dante, el Cocito de hielo, es bien posterior), es mucho antes, en uno de los relatos de viaje más famosos de la cultura gaélica medieval, la Navigatio Sancti Brandani, obra redactada en torno de los siglos X-XI y que los jesuitas-bolandistas encargados de las Acta Sanctorum en el siglo XVII no dudaron en calificar, con su legalidad sí que poco matizada, como “apocripha deliramenta”. A primera vista (o lectura), no les faltaba a éstos cierta dosis de razón: de acuerdo con la citada Navigatio, Brandán, del monasterio de Clonfert, habría partido en marzo de 516 en un barco con otros catorce monjes, a los que se sumaron tres advenedizos, para buscar el Paraíso terrenal. Después de largo viaje, recalaban en un mar lleno de islas; la identidad de ellas y en particular de la mítica San Brandán ha sido motivo de controversias y se ha afirmado que posiblemente se tratara de la Isla de Terranova, lo que haría de Brandán, además, el primero de los europeos en llegar a América. También cuenta la leyenda que los monjes celebraron misa de resurrección en una isla errante de las aguas del Atlántico, tan movediza que resultó ser una ballena. Entre otras muchas historias algo inverosímiles que difunden, ven construcciones y hasta un “castillo flotante de cristal”; quizá se deba solo a un efecto de comprensión de lo que, por primera vez, estas gentes pueden observar: enormes, gigantescas, inmóviles planicies y construcciones de hielo.

Ello hace crecer el misterio, pero también el prestigio del inmenso frío: las grandes aventuras de la humanidad, los grandes trabajos, las grandes empresas vendrían de esos hombres y de esos parajes. El calor (se hace creer entonces) engendra comodidad, desgano, molicie. Los pueblos del norte son activos, emprendedores, trabajadores; los del sur, pachorrientos, dejados, algo haraganes. Es más o menos la idea que se van formando las sociedades occidentales de sus vínculos con el resto del mundo.

Desde la cultura griega, la relación del hombre con el entorno físico-natural y el posible influjo del ambiente en la sociedad humana venían siendo objeto de distintas especulaciones. Médicos de ascendencia hipocrática, viajeros sabios y curiosos formularon ingeniosas teorías sobre la influencia del suelo, de la topografía y del clima en la salud de los hombres, en su tipo físico, en el carácter moral de los pueblos. Hubo obras de vasta erudición y muy buenas intenciones en las que tales propuestas o imaginerías se recrearon: la Apologética Historia Sumaria (1527-1552), del padre Bartolomé de Las Casas; la gran síntesis renacentista de Jean Bodin, Methodus ad facilem historiarum cognitionem (1566).

Con las imposiciones del naturalismo vendrían las fundamentaciones positivas: Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, en su monumental Histoire naturelle, générale et particulière (1749-1788), presentada en 36 volúmenes con ocho adicionales publicados a su muerte (por Bernard de Lacépède), va a afirmar que “el calor del clima es la causa principal del color negro: cuando el calor es excesivo, como sucede en Senegal y en Guinea, los hombres son enteramente negros: donde ya empieza a ser un poco más templado, como en Berbería, en el Mogol, en Arabia, los hombres no son sino morenos; finalmente, donde el calor es muy templado, como en Europa, los hombres son blancos, y únicamente se advierten en ellos algunas variedades que sólo dependen del modo de vida”. A lo que agregará, luego de referirse a la escasez de la fauna americana, poseedora de menos especies de cuadrúpedos que el Viejo Mundo, que la naturaleza viviente parece ser en América menos diversa y menos fuerte, por lo cual el “salvaje americano” tiene casi la misma estatura que el hombre europeo, pero es mucho más débil, carece de pelo y de barba, y también de ardor sexual...

Una suerte de “extrema derecha” de este pensamiento se alzó contra el de los russonianos, defensores del “bon sauvage” y de las bondades misioneras del indio. En aquella línea, Corneille de Pauw, autor de unas célebres por lo polémicas Recherches philosophiques sur les Américans (Berlín, 1768), y más ignorante que Buffon en materia de historia natural, pero con mucho mayor odio, llevó las tesis de la debilidad del continente americano a decadencia y corrupción, y la inferioridad del nativo a “degeneración”.

A lo largo de los años, poco han podido contra estas ideas dominantes las defensas y encendidos testimonios de otros naturalistas, inclusive jesuitas expulsados de América, o americanos como Francisco Javier Clavijero (Historia antigua de México, 1780) mostrando la profundidad del pasado azteca y la riqueza de su civilización, el abate Juan Ignacio Molina (Ensayo sobre la historia natural de Chile, 1782), el misionero José Jolís (Saggio sulla storia naturale della provincia del Gran Chaco, 1789), dando cuenta todos ellos de las virtudes de este mundo ignorado, desconocido y menospreciado por los europeos. El peso enorme de los intereses económicos, estratégicos, políticos, culturales, pudo, como otras veces, más que la verdad, y primaron teorías no muy justificadas, sin embargo imposibles de resistir. A una mirada superior y colonial, que en lenguaje corriente se llamaría hoy, con figura que me parece viene al caso, el pensamiento congelado.

* Escritor, docente universitario.

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