CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Estuve el fin de semana laburando de palabra en San Martín y Junín de los Andes, en Neuquén, al pie de la Cordillera, entre buena gente y ríos y lagos casi excesivos de tan hermosos en primavera. Aunque soslayé los turísticos chocolates, me traje cosas muy lindas para atesorar. Lo principal, como siempre, fue lo inesperado, lo necesario para justificar el albur de mandarse hacia no se sabe qué. Ahora, de vuelta, recién me doy cuenta –como suele suceder– de para qué había ido. Qué había ido a buscar, más precisamente. Les cuento eso. Vale la pena, o el gusto.
En este caso puntual del laburo, me tocó compartir mesa y charla aguda con alguien que, aunque no necesitaba presentarse así, dadas sus dotes naturales e intelectuales sobresalientes, era nada menos que la nieta de Carlos Warnes –de César Bruto, bah–, alguien que siempre vale la pena recordar o, más precisamente, tener presente. Un lujo.
Para los que recién se desayunan, o acaban de sacarse el perplejo paracaídas que los depositó en la realidad argentina, César Bruto o Carlos Warnes (1905-1984) fue largamente escritor y periodista y, sobre todo, uno de los mejores humoristas de estos confines. Un auténtico laburante del humor como ejercicio de salud espiritual, dedicado al cultivo de la risa y sus adyacencias más sutiles. El esquivo Warnes, bajo múltiples seudónimos, escribió –sin entrar en detalles prolijos– de arranque en la Crítica de los ’30, estuvo en la efímera Cascabel a principios de los ’40, en el primer noble Clarín de Noble de posguerra, sobre todo y largamente en Rico Tipo, también en Tía Vicenta, e incluso en el Satiricón de Blotta, Cascioli y asociados, para no venirnos más acá. Para la pantalla, y para no desentonar, fue nada menos que el memorable guionista de Tato durante toda la década del ’70. Qué más.
Lo maravilloso es que Warnes debutó con el seudónimo invencible de César Bruto hace justo setenta años en Cascabel, y que lo hizo –impostando esa aguda bestia analfabeta que le permitía ironizar sobre todo sin frecuentar ni la ortografía ni el diccionario– de la mano y del plumín de Oski, el dibujante genial, su alma gemela.
La escritura desaforada de César Bruto, sin gramática o abuela literaria reconocible, se empató (de empatía) de salida con el trazo impune y seudoinfantil de Oscar Conti (otro disfrazado), para generar durante dos décadas algunas de las obras maestras definitivas del humor gráfico nacional: el periódico Versos y Notisias (sic), que ocupaba semanalmente una página en el Rico Tipo del mejor Divito de los ‘50 –texto más una fotoski–, es una referencia insoslayable para entender de qué se trataba.
Trabajaron juntos y por separado. Cada vez que César Bruto, desde los ’40, publicaba (reunía) sus textos en libro, Oski lo ilustraba: así se sucedieron El pensamiento vivo de César Bruto, Lo que me gustaría ser a mí si no fuera lo que soy –de ahí saca Cortázar el famoso acápite de Rayuela– o Los grandes inbento de este mundo, que son libros maravillosos. También se juntaron para los cuadernillos del Medisinal Brutoski Ilustrado, una enciclopedia de temas médicos insuperable.
Después siguieron cada uno con lo suyo: Warnes, con sus diversos alias –Napoleón Verdadero, Uno Cualquiera, etcétera–, y Oski trabajando sobre textos literarios o históricos que ilustró con prolija, equívoca literalidad. Así nacieron las increíbles láminas de la Vera Historia de Indias o los Comentarios a las tablas médicas de Salerno o la Vera Historia del Deporte, entre tantas.
Tuve la suerte y el privilegio de reportearlos a los dos, por separado y en circunstancias diversas, hace muchos años. Le hice de casualidad el último reportaje a Oski en el ’79, cuando no esperábamos que se muriera tontamente en unos meses; me encontré con César Bruto por única y última vez en 1981, en su casa. Los dos textos están en Buscados vivos, un libro que quiero mucho y sirvió –este fin de semana en San Martín de los Andes– para establecer contacto, cordial nieta mediante, con una publicación que su conmovedora generosidad me alcanzó y acá quiero consignar: la Bruta Antolojía de Oski, primera y única entrega de los Cuadernos de César Bruto, fechada en septiembre de 1952 –hace medio siglo– y que constituye, en sus cincuenta páginas llenas de maravillas, la primera compilación de trabajos del genial ilustrador.
La Antolojía reproduce –perfecta, nítida, cuidadosamente– para un público lector de quiosco en una revista diagramada por el modernísimo Cotta, y a sólo “cinco mangos” (sic), algunas o muchas láminas que nunca habíamos tenido oportunidad de ver posteriormente, en las sucesivas compilaciones realizadas de la obra de Oski. Ahí están los increíbles, populosos apuntes callejeros (Bolivia, Roma, París) de los viajes de los años ’40, de los que el sabio viejo nos hablaba en aquella última nota del ’79; ahí están sus versiones de cuadros famosos –El desayuno en la hierba de Manet, Las meninas de Velázquez, El entierro del conde Orgaz de El Greco, El nacimiento de la primavera de Botticelli–, ahí están sus comentarios gráficos a episodios bíblicos o de la Historia universal; ahí están sus ilustraciones para tangos famosos, de “Langosta” a “Esta noche me emborracho”. Joyas que muchos no habíamos tenido la posibilidad de ver jamás.
Lo notable de estos Cuadernos de César Bruto, que en su primera entrega compilaban la primera década de trabajo de un artista genial y de algún modo “difícil”, es no sólo la calidad de edición sino el concepto editorial y lo que el empeñoso Warnes se proponía en las sucesivas apariciones mensuales: anunciaba publicar Las viejas fábulas del antiguo Esopo, contadas por César Bruto y dibujadas por Cotta; una Bruta antología de Caribé –otro maravilloso dibujante por entonces radicado en Brasil–; 5 Decálogos para el ninio bueno (y otras barbaridades) de Oski; y las Historias de Lío Tras Lío de Napoleón Verdadero (el mismo Warnes), ilustradas por el gran Alcides Gubellini. Un programa memorable.
En el fondo, menos el negocio –que es lo que menos importa–, todo cierra: un talentoso creador popular como Warnes, hombre de los medios, puesto en editor, compilador y difusor de la obra dispersa de sus compañeros para devolver al quiosco, hábitat natural de sus trabajos, lo que del quiosco viene; pero cuidadosamente empaquetado, con respeto por el autor, el lector y sabio olfato popular.
Ahora vuelvo al principio: con la Bruta Antolojía de Oski en mano, me doy cuenta de para qué fui al sur este fin de semana.
Gracias.
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