› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO No hace falta ser masón de alto grado o sociólogo/antropólogo decodificador de conductas humanas para comprender que tiene que haber algo en el hecho de que en toda España se llenen cines habitualmente casi vacíos para ver Lo imposible, de Juan Antonio Bayona. ¿Cuál es el motivo para que Lo imposible –odisea anfibia based on a true story de familia española sobreviviente al tsunami que golpeó las costas del sudeste asiático a finales del 2004– se haya convertido en el estreno más rentable en toda la historia del cine local? Varias posibles respuestas: la pericia técnica a la hora de retratar aquel desastre natural; el que todo termine bien para los personajes inspirados en el clan Alvarez-Belón; que en la gran pantalla el matrimonio lleve los rostros de los atractivos Ewan McGregor y Naomi Watts y hablen (misión casi imposible para los nativos) un excelente inglés, y –last but not least– recordar, por un rato, que hay cosas más o menos peores que no llegar a fin o a mediados o a principios de mes azotados sin cesar por la más perfecta de las tormentas.
DOS Rodríguez y señor e hija e hijo van a ver Lo imposible. Ahí, Rodríguez vuelve a experimentar lo mismo que siempre le pasa con todo producto catastrofista y apocalíptico desde que tiene memoria: le interesa el antes y el durante de la calamidad; el después, en cambio, no le mueve un pelo. Recuerda perfectamente su primera gran desilusión en este sentido: lo poco que duraba la ola gigante que puso chimeneas abajo al S. S. Poseidón y, a continuación, el tedio de esperar el rescate, el otro rescate. Igual con todas esas ficciones postatómicas-virósicas-alienígenas. El momento del crack-crash-kaboom tendría que ser más largo. Pero siempre es breve como una epifanía o un orgasmo y, después, enseguida, a sufrir. Mucho. Muchos espectadores –Rodríguez lo comprueba– salen entre lágrimas y abrazándose como náufragos en tierra firme y listos para declarar su emoción a cámaras de noticieros que los esperan ahí fuera. Porque desde su estreno, Lo imposible no ha dejado de ser noticia debido a sus flotantes y rampantes cifras de recaudación. Cabe afirmarse a esta altura que Lo imposible es lo único que funciona más o menos bien en el país. El resto es, sí, lo muy posible: nada anda bien y, por si éramos pocos, ahora se suma a la fiesta la mafia china. Así que los telediarios llenan minutos con cantidad de euros y número de entradas vendidas y aquí viene otra vez la verídica María Alvarez-Belón abrazándose a Naomi Watts y contando por milésima vez lo mismo y rompiendo a llorar y...
TRES ...volvemos a Bruselas para comprobar los efectos devastadores del Huracán Angela (Merkel) y el inmutable pasmo en el rostro del negador y negado Mariano Rajoy, aferrado al tronco de su esperanza sin decidir aún si quiere o no ser rescatado y certificando “logros” que lo desmienten a los pocos minutos de salir volando de allí con un “Señoras y señores, yo ya me voy porque me tengo que ir”. Por estos días, para colmo, el jefe de gobierno español es visitado por el fantasma de temblores pasados: se cumple una década del hundimiento y vertido del buque Prestige. Entonces Rajoy era vicepresidente de Aznar y firmó una frase inolvidable donde reducía las masivas filtraciones petroleras del buque hundido a “hilillos de plastilina que ascienden verticalmente”. El que los “hilillos” hayan resultado en el más devastador espanto ecológico de España no le impidió, con los años, ocupar el sillón en La Moncloa desde el que minimiza el naufragio del país y predice buenos puertos, siempre y cuando se continúen haciendo “los deberes”. Y se hacen porque no queda otra, porque nadie pregunta si no son demasiados deberes para un larguísimo fin de semana perdido. Pero algo no sale del todo bien. O tal vez sea que a los profesores no les gusta la letra. O quizás los hilillos de tinta borroneen páginas con demasiadas notas al margen y números rojos: padres y alumnos y profesores unidos en tres días de protesta, datos de la Unesco que ubican a España a la cabeza del fracaso y abandono escolar y desempleo juvenil en España, titulares como “La clase media enfila la cuesta abajo”, inmigrantes volviendo en masa a sus países de origen y españoles subiéndose a los botes para poner proa a otras playas, anuncio de huelga general à deux con Portugal para el próximo 14 de noviembre, y el dato de que en cinco años habrá el doble de millonarios por aquí. Pregunta: ¿cuántos nuevos pobres hacen falta para que se forme, rapidito, un millonario nuevo? Respuesta: parece que muchos. Y no hagan olas gigantes.
CUATRO Y ya cae la noche y –superadas las noticias– Rodríguez se concentra en las ficciones. Ha comenzado el nuevo disparate/producción del entropista J. J. Abrams y, como de costumbre, empieza bien; pero vaya uno a saber cuándo y dónde y cómo va a terminar. En Revolution se terminó la electricidad. Se acabó lo que se daba y ya nada funciona y volver a tiempos pastorales y unplugged pero, atención, parece que hay doce medallones que podrían volver a poner todo muy on. Rodríguez ya lleva dos o tres episodios y teme el momento en que se le informe de dimensiones paralelas y todo eso. Pero por ahora aguanta. Al menos hasta el 21 de diciembre, fecha maya para (según los pesimistas y extremistas) el final de todas las cosas o (según los optimistas más cautos) para un cambio de ciclo o algo por el estilo. Mientras tanto, Rodríguez y su hijito –con risas nerviosas y las ventanas cerradas, porque ya llega el frío y, según la Organización Mundial de la Salud el aire de Barcelona es cada vez más irrespirable por la contaminación– no se pierden ni uno de esos documentales holo/cáusticos del National Geographic Channel o del History Channel o del Discovery Channel. Esa especie de reality crusoenista que es The Colony. O Doomsday Bunkers, donde se enseña cómo construirse un refugio antitodo. O Doomsday Preppers que enseña métodos de supervivencia para la mañana siguiente. Pero hay mucha gente en ellos; y lo cierto es que Rodríguez y descendiente prefieren viajar por la carretera del insuperable Life After People: ya clásico que muestra a un mundo en el que, sin dar explicaciones, el hombre ha desaparecido (¿se fueron todos ascendiendo verticalmente en plan rapture o dieron un salto para arriba cruzándose por el camino con ese estrafalario austríaco estratosférico?) hace un día, una semana, un mes, un año, diez años, cien años, mil años y hasta el infinito y más allá. Lo que muestra Life After People es el modo en que se van derrumbando estructuras creadas por el ser humano. Sin prisa ni pausa. Hay un placer raro en contemplar el avance del óxido y del musgo, la erosión de arenas y vientos, la acción de lluvias y sequías, los mordisqueos de animales a monumentos y rascacielos hasta que, por fin –y aquí Rodríguez y su maqueta aplauden como locos– todo se viene abajo. Eso sí, también es verdad, imposible negarlo: todo parece durar mucho más cuando el hombre no está dando vueltas por ahí. La vida sin ese tsunami que somos nosotros es más que posible. Y es un gran espectáculo.
Pero, claro, ya no queda nadie para comprar entrada y llorar salida.
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