› Por Daniel Goldman *
Llamo por teléfono y ella me atiende:
–Reizl, ¡no sabía que cantabas tan bien!
–¿Y cómo te enteraste?
–Porque te escuché ayer en el teatro.
–¿Estuviste allí y no me viniste a saludar?
La misma respuesta disfrazada de pregunta, con las letras “s” bien pronunciadas, me hubiese dado mi madre, tan idishe mame como Rosa.
El homenaje a Abuelas, como todos los años en el ND Ateneo, revistió de esa sensación mágica, con la alegría detrás del dolor, con los aplausos detrás de los nietos, con los homenajes detrás de los ramos de flores y con la presencia encantadora de estas viejas que dignifican el profundo significado de la familia ampliada que nos regala la militancia. Los cronistas de la prensa no lo registraron, pero para mí (y no sólo para mí) la frutilla del postre, el momento más tierno, fue escucharla entonar un tango a Rosa. A tal punto fue conmovedor ese instante, que cuando acompasando el último tramo del 2x4 en su voz, con gritos y aplausos a rabiar, estalló la platea.
–Pero no es lo más destacable que hago –añade rematando la conversa–. Hace treinta y cinco años que todos los días voy a trabajar a la casa de las Abuelas.
Y tiene más que razón esta vieja corajuda. Los que la conocemos bien a Rosa Roisinblit sabemos que si no la gana, la empata. Igual que mi vieja. Y se añade al paralelismo entre ambas, que aunque las geografías fueron distintas, la magnitud del dolor muy similar. Si bien la comparación no les va a gustar a algunos, ambas sufrieron la Shoá. Mi madre, la creada por el nazismo europeo, y Rosa, la generada por el nazismo local. Pero también comparten el haber transformado el sufrimiento en docencia de amor.
Mientras al rollo de mi vieja lo dejo para mi terapeuta, quiero hacer referencia a Rosa en estas líneas. A los 92 años mantiene su memoria y su porte como si el tiempo no hubiese pasado. Nacida en la santafecina Moisés Ville, esta hija de los legendarios gauchos judíos vio modificado su destino cuando con la desaparición de su hija Patricia, embarazada de ocho meses, la vida le cambió para siempre. Sabiendo acompañar cada nacimiento a través de su sacra profesión de partera, esta intensa mujer de carácter supo convertirse en una brillante dirigente de Abuelas. Didáctica como pocas, gracias a ella pude entender la gran tarea y el gigante aporte del Banco de datos genéticos para el reconocimiento de los nietos.
La conocí a Rosa en una mesa redonda en la que participamos juntos, más o menos, hace 25 años atrás. Se sentó al lado mío y lo primero que dijo, micrófono en mano y sin anestesia, fue que la comunidad judía durante la dictadura no había estado a la altura de las circunstancias. Con cierta vergüenza, pero también con el privilegio de ser discípulo de la más honrosa excepción, Marshall Meyer, tuve que remarla del modo que pude, con la angustia en forma de vocablos entrecortados. En ese aprendizaje pragmático concebí que, como decía Wittgenstein, uno debe hacerse cargo de las verdades y responsable de los escenarios futuros. Si bien yo había estado detenido por unos días en marzo del ’76, la aguda y penetrante provocación de Rosa invariablemente derivó en el denso descubrimiento de que el único modo de no querer seguir tartamudeando por el tema es, justamente, comprometerme con el. Acertadamente escribió un amigo mío, que en el cruce del compromiso que se entrama con los argumentos medulares de la existencia, la propia identidad va moldeándose hasta tomar forma. Y sin darte cuenta, de repente descubrís que la vida adquiere otro sentido y otro rumbo. O mejor dicho un sentido. Sentido de uno mismo. Sentido de intentar dejar un mundo diferente a los que seguirán habitándolo, en el que no se repitan atrocidades y desapariciones, holocaustos y genocidios. Y aunque no siempre nos salga bien, vale la pena el intento. A ese intento se lo denomina honestidad. Esa honestidad, en su forma más directa y sin tapujos, traducida en términos sociales, los argentinos la aprendemos de las Madres y Abuelas. Porque a fuerza de dolor, es éste el único pueblo que superó las leyes de la naturaleza con el privilegio de añadir a cada madre biológica una de Plaza de Mayo. Y lo mismo con las Abuelas. Tal vez, desde ese lugar, se me ocurre pensar que sería más justo otorgarles el Nobel de Medicina que el de la Paz. No está demás agregar que supieron curar la enfermedad de la venganza con el remedio de la justicia, y el agotamiento que produce la desesperanza, con la energía puesta en el encuentro de cada nieto. Para Rosa, mi admiración. Y, después del tango, mi adhesión a su club de fans.
* Rabino.
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