Jue 21.02.2002

CONTRATAPA

Repiqueteo

› Por J. M. Pasquini Durán

(Viene de tapa)
A las razones que fundamentan los piquetes, caceroleos, escraches, abrazos simbólicos y marchas, se agregó la conmemoración de los dos meses, apenas sesenta días, desde que la rebeldía ciudadana inició un proceso que devoró cuatro presidentes en dos semanas y mantiene al quinto en ascuas, al tiempo que ofrendó nuevas víctimas al anhelo de un futuro mejor, sin que hasta hoy en día el final sea de fácil predicción.
Está en ciernes un país distinto, porque han sufrido muerte súbita o agonizan sin remedio las ilusiones que sembraron los conservadores durante los años 90, entre ellas la paridad cambiaria y el ingreso sin visa a Estados Unidos, dejando a su paso un tendal de miseria, impunidad y fraudes. Pocos como los banqueros en el país hicieron tanto en tan poco tiempo para desprestigiar los valores primarios del capitalismo, como el derecho a la propiedad privada, y para crear las condiciones del desorden y el descontrol. Los partidos políticos mayoritarios, asfixiados por su propia incapacidad para recuperar la dirección de los asuntos nacionales que cedieron en la última década a los grupos económicos multinacionales, están desangrándose en una hemorragia de impopularidad que no se detiene. “Que se vayan todos”, junto con “ladrones”, son dos emociones que unifican consignas entre los civiles alzados. En su lugar, ha brotado una forma básica de democracia, que es la asamblea abierta, preñada de expectativas y la ocupación de los espacios públicos.
Que el futuro pueda ser distinto no quiere decir, necesariamente, que será mejor, más libre y más justo. Dependerá de la capacidad para convertir la protesta en propuesta. Por el momento, la deliberación popular está iluminando aquello que rechaza por hartazgo y, por deducción, va insinuándose una plataforma de reivindicaciones, pero le falta adquirir consistencia, liderazgo, dirección de marcha y consensos de mayorías. Algunas minorías, sobre todo desde algunas posiciones de izquierda, logran tumultuosas aprobaciones a mano alzada de enunciados partidarios propios, provocando entusiasmos, quizá excedidos, sobre la formación de la subjetividad colectiva, a pesar de contradicciones que saltan a la vista después de una segunda mirada de repaso. Por lo pronto, en la toma de decisiones del Gobierno sigue predominando la influencia de los más beneficiados en la década anterior, en primer lugar los bancos y las empresas de servicios. La negativa de las petroleras a ceder una porción de sus cuantiosas ganancias a favor del bienestar general –y van por más con nuevos aumentos– es una prueba palpable del ánimo de ese capitalismo salvaje, con la sensibilidad de una plaga, que manejan el mercado como un botín privado.
Según las estadísticas oficiales conocidas en la víspera, sólo en el Gran Buenos Aires hay cuatro millones trescientos mil pobres. En el último año esa cifra aumentó al ritmo de 25 mil por día y cuando termine este 2002 pueden ser un millón y medio más, si el Gobierno sigue en incapacidad de producir el punto de partida de todo renacimiento: la redistribución de la riqueza sobre bases solidarias de equidad. No habrá mercado interno sin mayor demanda y ésta no será posible a fuerza de exprimir a los trabajadores y a las clases medias, de modo que la reactivación productiva no pasará de ser, a lo sumo, una buena intención. Los conservadores, con sus utopías frustradas, se hacen cruces por la movilización popular y exageran peor que algunas izquierdas, atribuyéndoles a los piquetes y movimientos vecinales características apocalípticas. Es tan escasa su capacidad de tolerancia democrática que sólo conciben a la sociedad en algún extremo. Esas predicciones son tan falsas como las anteriores promesas de prosperidad general y la única certeza que puede deducirse a esta altura es que la sociedad tiene la oportunidad de incidir fuerte en el propio destino. Vale la pena seguir intentándolo.

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