› Por Juan Forn
Serguei Diaghilev, el empresario que inventó Los Ballets Rusos, detestaba (para escándalo de todos los grandes hoteles europeos) dormir sin su adorado Nijinsky en la cama, pero detestaba aún más subirse a un barco para cruzar el mar. Así que cuando Los Ballets Rusos, que eran el espectáculo más admirado en toda Europa, emprendieron su primera gira sudamericana, en 1913, la compañía partió con su estrella a la cabeza, pero sin su director. Nijinsky viajaba en primera, el resto en tercera. Con la compañía viajaba una admiradora, una joven húngara, hija de la actriz más famosa de su país, que estaba perdidamente enamorada de Nijinsky desde que lo había visto bailar en París. La joven Romola de Pulszky era una niña mimada: cuando viajaba, viajaba en primera, y cuando quería algo, lo obtenía. Es leyenda que Nijinsky era una nulidad en el trato social; sólo con Diaghilev aparecía algo de lo que mostraba en el escenario. Su madre lo había educado férreamente para que fuera una máquina divina de bailar: las mujeres no eran buenas para un bailarín; traían hijos y problemas; mejor un buen mecenas. Sólo en Rusia quedaba excelencia en el ballet masculino (en el resto de Europa esos papeles los hacían mujeres) y era tradición en el mundo cortesano que rodeaba al ballet ruso ofrendar un bailarín a un amigo. El príncipe polaco Lvov le regaló una noche con Nijinsky a Diaghilev y, a la mañana siguiente, Diaghilev decidió regalárselo al mundo. Los Ballets Rusos fueron el marco perfecto para que Nijinsky pudiera resplandecer: coreografías de Fokine, música de Debussy y de Stravinsky, el mejor cuerpo de baile imaginable, vestuarios y decorados de Bakst y Goncharova. Europa cayó a los pies del dios de la danza.
Hasta que el dios de la danza decidió que debía hacerse cargo no sólo de las coreografías de sus solos sino también de todos los movimientos de los demás bailarines. Lo que Nijinsky hacía con su cuerpo era asombroso (“Todo lo que inventó era contrario a todo lo que le habían enseñado”, dijo su colega Marie Rambert), pero era un desastre como coreógrafo: no sabía transmitir, no tenía paciencia, no lograba mostrar a sus compañeros cómo llegar hasta ahí, cómo romper corporalmente los movimientos de la danza clásica. El famoso escándalo del estreno de La Consagración de la Primavera no fue tanto por la música de Stravinsky como por los movimientos de Nijinsky y su pandilla. Sólo que la pandilla odiaba tener que bailar así, tal como Debussy y Stravinsky habían odiado que su música se bailase así. De manera que Diaghilev tuvo que convencer a Nijinsky de que volvieran al repertorio anterior en aquella gira sudamericana y creyó ilusamente que todo iría bien cuando se despidió de él en su camarote de primera, antes de zarpar del puerto de Marsella. Un mes después se sintió morir, en Venecia, cuando se enteró por telegrama de que Nijinsky y Romola se habían casado (en la iglesia de San Miguel Arcángel, esquina de Suipacha y Bartolomé Mitre) nomás desembarcar en Buenos Aires.
Diaghilev expulsó a Nijinsky de Los Ballets Rusos. Fue un mal negocio para ambas partes: Nijinsky era incapaz de armar una compañía propia y Los Ballets Rusos sin él eran como la selva sin el león. En el medio vino la Primera Guerra. Nijinsky y Romola se habían refugiado en Budapest, con su hija recién nacida. El fue sometido a arresto domiciliario, por extranjero, su mujer se pasaba el día peleando con su madre mientras la beba berreaba. Diaghilev lo rescató en 1917 para una gira norteamericana y otra sudamericana (sólo en América había plata para pagar a Los Ballets Rusos en aquellos tiempos). En el último show de la gira, en Montevideo, una gala para la Cruz Roja con Arthur Rubinstein al piano, Nijinsky demoró hasta pasada la medianoche su entrada al escenario y, según las memorias de Rubinstein, él tocaba Chopin pero Nijinsky bailaba la muerte de Petrushka, y lo hacía como si fuese él mismo quien estaba muriendo. El público no se atrevió a aplaudir al final. Nijinsky tenía 28 años. Era la última vez que bailaba en público.
Antes de aquella fatídica noche en Montevideo, durante las funciones en Buenos Aires, Ricardo Güiraldes consiguió con su amigo pintor González Garaño que Nijinsky los recibiera: querían convencerlo de hacer un ballet basado en la leyenda del urutaú. Garaño mostró dibujos de criaturas emplumadas, Güiraldes contó en francés la historia de la princesa guaraní embrujada por el demonio, que la transforma en el pájaro, cuyo llanto da origen al eterno lamento de la selva, y hasta le tararearon algunos de los motivos musicales que ya tenían compuestos. Nijinsky se interesó, les pidió que volvieran a verse en Suiza, al final de la gira, y partió a su cita con destino en Montevideo. Güiraldes y Garaño esperarían en vano en Saint Moritz, meses después, que se les franqueara el acceso a Nijinsky. El urutaú quedó en leyenda. Güiraldes se volvió a la Argentina a escribir Don Segundo Sombra, Garaño siguió con su vida cortesana en Mallorca y sabemos de sobra qué pasó con Nijinsky.
Romola se lo llevó a Suiza, lo sometió a un primer psiquiatra, que dio un diagnóstico casi literario (“Los síntomas que me describe, sabiendo que el paciente es un artista ruso, no son prueba de ninguna enfermedad mental”); lo llevó a un segundo psiquiatra, que lo declaró esquizofrénico, y lo internaron en una clínica en Zürich. Tres meses después, el dios de la danza aseguraba a gritos que sus brazos, sus piernas y su cabeza pertenecían a personas distintas y lo tenían en chaleco de fuerza para que no se desconyuntara a sí mismo. Entre diagnóstico e internación, Nijinsky escribió durante cincuenta días un diario con el que demostrar a psiquiatras y familiares que no estaba loco. Es uno de los testimonios más desgarradores que existen de una persona perdiendo literalmente la razón mientras escribe: Nijinsky siente que algo portentoso está ocurriendo en él, lo que no sabe es si se está convirtiendo en luz (“Soy Dios”) o se lo están devorando las tinieblas (“Soy el olvidado de Dios”). Romola publicó ese diario, severamente expurgado, en los años ’30, cuando Nijinsky llevaba una década de internaciones y ya no podía ni ponerse los zapatos solo: el libro incluía un pedido de contribuciones voluntarias y daba a entender que su marido podía volver a bailar si todos colaboraban. De eso vivió Romola hasta que Nijinsky se apagó pacíficamente, durmiendo, en Londres, en 1950, por fallas del riñón. Llevaba treinta y tres años sin bailar.
Casi no hay filmaciones de Nijinsky bailando, casi no hacen falta: Nijinsky es básicamente una leyenda, como el urutaú, y como bien se sabe, toda representación disminuye la leyenda. De Barishnikov y Nureyev hay imágenes. De Nijinsky sólo sabemos que fue el hombre que dejó en vilo al mundo cuando estaba en el aire y, en lugar de volver al piso, se esfumó en los confines más remotos de su cabeza.
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