› Por Juan Forn
El joven dandy Gregor von Rezzori está tomando el té en el departamento de su abuela en Viena cuando ve pasar un bulto por la ventana, seguido de un ruido sordo contra los adoquines de la calle. “Esa fue la joven Raubischek, siempre tratando de llamar la atención”, dice la abuela sin inmutarse. Los Raubischek son unos judíos ricos y cultos que viven con su hija única en el piso de arriba y que poco después tienen la extravagancia de morir “fuera de temporada” (de gripe española, en un año en que no ha habido epidemia). Otra muestra del afán judío por llamar la atención, como que dieran conciertos en su casa: la abuela de Von Rezzori había dejado de considerar la música una de las bellas artes por la cantidad de judíos que descollaban en ella. Los Raubischek murieron pero su hija Minka no: de aquella caída por la ventana sólo le había quedado una leve cojera que la hacía más hermosa aún, cuando bailaba en el American Bar, o se hacía bajar por una soga por la empinada escalera que conducía a los baños del local, mientras decía a sus Romeos con poleas: “Normalmente en este espacio sólo cabría media docena de borrachos como ustedes. Pero este bar fue diseñado por Adolf Loos; gracias a él es posible que sigamos la fiesta aquí abajo. A eso le llamo progreso”.
Eran los agónicos años ’30 en Viena, todo estaba permitido, incluso que el joven Von Rezzori se convirtiera en la mascota de Minka Raubischek, en cuya claque de amigos y admiradores brillaban a la par judíos que iban a morir en los campos y futuros nazis. La especialidad del cachorro Von Rezzori, cuando Minka hacía callar a su claque y le daba la palabra, era contar cuentos judíos mejor que un judío, porque Von Rezzori venía de la Bucovina, tema del que hablaré en un minuto, porque ahora los nazis están por entrar en Austria, y Minka le pide de urgencia que la acompañe a un lugar donde dan visas para Inglaterra a los judíos, pero el lugar resulta ser una improvisada academia que ofrece un curso extrarrápido para convertir a violinistas, matemáticos y abogados judíos en sirvientes de categoría para la nobleza inglesa. Envuelta en su abrigo de visón, Minka murmura: “Supongo que esto te dará para un buen cuento de los tuyos, el violinista judío mayordomo de un lord sordo. Lástima que me lo pierda, querido”.
Minka logró llegar a Londres, sobrevivió a la guerra y, cuando supo que Von Rezzori también había sobrevivido, en Berlín, le mandó un pasaje. El llegó a Inglaterra con lo puesto, ni valija llevaba. Un hombre viejo le abrió la puerta. No era violinista sino historiador, y no era mayordomo sino empleado de la British Library, pero era el marido de Minka, y esa irreconocible mujer renga que bajaba por la escalera con bastón era lo que quedaba de la reina de la noche de Viena: “Mi querido, aun en harapos conservas tu estampa. Ahora veamos si podemos vestirte un poco mejor”. El dandy Von Rezzori volvió al Berlín en ruinas de posguerra con un bulto de trajes usados tal como en su infancia veía salir de su mansión en la Bucovina a los ropavejeros judíos el día anual en que su madre se libraba de la ropa vieja de la casa, aprovechando que el padre estaba de cacería. Con esa ropa prestada, Von Rezzori consiguió un trabajo en la radio militar de la zona inglesa de Berlín, contando cuentos judíos mejor que un judío: las autoridades radiofónicas aliadas consideraban que la Alemania de posguerra necesitaba reír un poco. Minka hubiera coincidido, pero Minka ya estaba muerta para entonces.
Una noche, alguien golpea la puerta de su cuartucho de hotel. Es un viejo príncipe alemán, que pregunta educadamente a Von Re-zzori si los zapatos puestos en el pasillo para lustrar, el único par de buenos zapatos hechos a mano antes de la guerra que le quedan, son suyos. “¡Ja! Sabía que aquí había uno de los nuestros”, dice el príncipe, y lo invita a su castillo. El viejo príncipe solía cazar en la Bucovina. No reconoce el apellido Von Rezzori, pero eso no le impide sentarlo a su lado en las comidas y sobremesas, hasta que el príncipe heredero, un calavera que prefiere la dolce vita romana, murmura en el oído del intruso, antes de irse: “Pobre papá, apartado de la familia, no soporta a los de su clase y odia a los burgueses. Lo que necesita es un cortesano perfecto”.
Von Rezzori recuerda al instante un comentario oído en el American Bar semidesierto luego de que los nazis entraran en Viena: “La ciudad sin judíos. ¿Soy yo o a alguien más le parece que todo se ha puesto como insípido sin ellos?” Von Rezzori recuerda también las enseñanzas de la casa paterna: “En el curso de la historia, el habla, los modales y hasta la forma de vestir de los estratos superiores desciende progresivamente a los estratos inferiores. Así fue como las pelucas rococó pasaron a los sirvientes y el frac a los camareros”. Von Rezzori entiende de golpe en ese momento que él también es producto de la academia de mayordomos. El snob metafísico, como va a definirse a sí mismo (“absolutista estético, nihilista ético”), entiende de golpe en toda su sideral enormidad que él mismo es el más perfecto de sus cuentos judíos.
Pero estamos en los años ’50 y Von Rezzori va a necesitar otros veinte años para sentarse a escribir en serio sus Memorias de un antisemita. En el medio dará rienda suelta a ese snobismo por el que lo siguen detestando en Austria y Alemania a quince años de su muerte: actuar en cine con Brigitte Bardot, escribir una guía en cuatro volúmenes de la sociedad alemana, casarse con una heredera italiana, irse a vivir a una torre medieval en la Toscana, donde un buen día se sentó a escribir el cuento judío de su vida, como si se lo contara a Minka, empezando por la Bucovina de su infancia. Tiren una piedra desde Viena lo más lejos posible hacia el Este y va a caer más allá de Transilvania, en la Bucovina: once etnias distintas, principalmente judíos, al otro lado del río está Rusia y apenas más allá Constantinopla, el Oriente. De ahí venía Von Rezzori. Su padre encarnaba al Imperio Austro-Húngaro en esos confines. De un día para el otro se acabó el Imperio y pasaron a ser rumanos, y después serían rusos, y después ucranianos. Cuando el Ejército Rojo estaba llegando a Berlín, Von Rezzori, que por sus absurdos papeles rumanos había logrado ser civil toda la guerra, se presentó a preguntar qué debía hacer. “Da igual, usted no existe oficialmente”, le contestaron. Su padre le había dicho eso mismo de los judíos en su infancia: “No existen oficialmente, para noso-tros. No les hables, no los mires”. El, por supuesto, desobedeció. Y ahora formaba parte del nuevo Pueblo Errante: aquella oceánica marea de desplazados que vagaba sin rumbo por Europa.
Cuando un libro me gusta mucho trato de descubrir dónde empezó a existir exactamente. Este empieza con una beldad cayendo al vacío delante de una ventana, con el fantasma de una reina de la noche que baja rengueando la escalera hasta dejarse caer contra el pecho del protagonista y susurrar: “Y ahora, querido, cuéntame el cuento judío de tu vida”.
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