Mié 06.02.2013

CONTRATAPA

Dentellada

› Por Noé Jitrik

El paso por el poder o, más modestamente, por el gobierno, no siempre depara experiencias inolvidables, sinsabores o tribulaciones o causa heridas narcisísticas severas o permite la corrupción; puede dar lugar a memorias o no, según el talento de a quién le tocó, pero a veces, como me ocurrió cuando la suerte me puso muy cerca de esa instancia, sólo deja el recuerdo de situaciones más livianas, pero recordables, que en algunos casos alcanzan el elevado estatuto de las “anécdotas”, a las que de otro modo no hubiera podido acceder, siempre, desde luego, que quien está en el poder o en sus vecindades no se crea un destinado o un ungido; se conoce, si la posición no obnubila la mirada, mucho burócrata, quién lo duda, mucho adulador extremadamente capacitado para doctorear al menos titulado sentado en una poltrona, mucho oportunista y, por qué no, a veces a algún tipo de payaso que, no pidiendo nada, está pidiendo muchísimo porque, imagino, espera mucho del poder o, más modestamente, del gobierno.

Mi inventario en ese sentido es reducido y mi experiencia, cuasi nula, lo que no quiere decir que no haya habido algunos momentos muy gratificantes en el hallazgo de personajes peculiares. Eso ocurrió en especial en el promisorio año 1958, cuando yo mismo estaba en un lugar privilegiado y todo prometía reconciliación, recuperación, reindustrialización, renegociación, redesarrollo y muchas otras cosas precedidas por el prefijo re.

En el grupo que acompañaba al entonces vicepresidente Alejandro Gómez, de breve vida feliz en su sitial, rápidamente eyectado en obediencia a un destino o a un mandato o a una perdurable costumbre nacional, de quien, antes de ese triste episodio no pocos se burlaban recordando su digna profesión de maestro de pueblo –habría que ver si esos mismos se burlan tanto de cómicos, deportistas y tantos otros subpolíticos rescatados actualmente de sus grutas–, todos y cada uno de los miembros de su entorno tenían la risotada pronta frente a tales emergencias; no es que no tomaran en serio lo que podía venir de afuera, pero se veía con inocultable sorna a sujetos que ofrecían el oro y el moro gratis, por estar cerca de, por amor al gobernante de turno, en una especie de pasión incontrolable por la gente llamada, ¿quién sabe?, a dirigir los destinos del país.

Uno de esos personajes era un dentista que nos recibía en su consultorio, nos hacía abrir la boca, nos detectaba previsibles anomalías, emprendía la curación y, por añadidura, nos invitaba a su mesa. Aceptábamos: es notoria la irrefrenable vocación de ciertos políticos a comer gratis, creo que eso no ha de haber cambiado, yo mismo me recuerdo invitado a lugares con los que no tenía nada que ver salvo el comer. En su favor estaba un antecedente atractivo: había sido, más o menos con la misma técnica, dentista de altos personajes del peronismo, acaso del propio Perón. Y otro, no menos inquietante: no era en realidad odontólogo, la facultad respectiva no lo contaba entre sus egresados y tampoco lo acreditaban como tal unos profusos diplomas de cursos seguidos en no menos secundarias universidades norteamericanas que tapizaban las paredes del consultorio. Era sencillamente un apasionado por la dentistería, como lo decía él mismo: se había formado solo, leyendo libros y sobre todo prospectos; por desgracia, su falta de título lo había hecho acreedor a un capítulo o tal vez sólo a una mención del tratado de medicina legal de Nerio Rojas, lo cual no le impedía ejercer mediante, sobre todo, la aplicación de un procedimiento que consistía en extraer un poco de sustancia de una encía afectada por la paradentosis, hacerla analizar para luego iniciar la curación. Esa originalidad terapéutica –que todos considerábamos muy convincente, tal vez odontólogos con título habilitante lo hagan– le abrió muchas puertas, ninguna académica, pero también fue el origen de su provisoria perdición.

Me impresionaba su fervor por los folletos sobre productos odontológicos que le llegaban de los Estados Unidos. Con una mano me tomaba de una solapa, para evitar que me distrajera, con la otra esgrimía el folleto y, muy concentrado, me lo leía traduciendo literalmente lo que se anunciaba. A decir verdad, su traducción no era de primer nivel: “la déntal terapista” decía a cada rato mientras yo pensaba que bien podía haber sido yo un destinatario de la campaña presidencial que hizo Macedonio Fernández, una de cuyas promesas era proporcionar solapas desmontables a toda la población para poder liberarse de quienes tienen agarrados del saco a sus inermes interlocutores.

Un día, lo recuerdo, le pregunté dónde había aprendido el inglés que manejaba tan bien. Su respuesta fue interesante. Me contó, a borbotones –ceceaba, además, un poco– que tuvo que irse a los Estados Unidos hacia 1950 a causa de una imprudencia. Ya había iniciado el procedimiento del análisis de encía y lo había practicado nada menos que con Juan Duarte, entonces secretario privado de Perón y hermano, desde luego, de Eva. Cuando llegó el resultado, la secretaria dejó el sobre del laboratorio a la vista y, mala suerte, cayó para también atenderse la novia de Duarte de ese momento, al parecer venía con frecuencia, lo cual le otorgaba ciertas licencias; curiosa, lo abrió y leyó, despavorida, que andaba por esa boca o esa sangre una sífilis bastante avanzada; se fue corriendo, aclaró las cosas con Juan y éste, en menos de lo que supone contarlo, encaró al dentista y le dijo simplemente, “te doy veinticuatro horas para que te vayas del país”; si no recuerdo mal, empleó el verbo “rajar” en el modo subjuntivo, segunda persona del singular, tiempo presente, tal vez fue en imperativo.

Ese sucinto diálogo explicaba por qué había aprendido inglés en los Estados Unidos, país que, generosamente, lo hizo progresar en el arte que ya practicaba; de esa generosidad daba pruebas la información que le llegaba con toda puntualidad y que lo tenía muy al día. Su exilio duró lo que duró Juan Duarte en el gobierno, y cuando ya no había peligro volvió cargado de esos diplomas que adornaban las paredes del consultorio, sala de espera incluida, para recuperar su antigua y nunca extinguida pasión, estar cerca del poder, o del gobierno, ahora el que había derrocado a sus antiguos y vicarios pacientes. Tal vez no era lo mismo pero él no debía ser un fanático de las diferencias.

Con anécdotas como ésa, de situaciones siempre ligadas a personajes que habían recuperado, o perdido, piezas dentales –ahora se trataba del vice Gómez, que no sé cómo había hecho relación con él, y su séquito, del que yo formaba parte– transcurrían las sesiones en un consultorio pletórico de objetos de museo odontológico. Uno de ellos me llamó la atención: era una réplica en yeso de una dentadura; dientes grandes en lo alto, compactos en lo bajo, las dos hileras, más el correspondiente paladar, estaban articuladas de modo tal que las mandíbulas se abrían y se cerraban como si esa pseudoboca hablara. La réplica era perfecta: “es la dentadura de Perón”, me dijo con orgullo e hizo el gesto de morderme. Faltaba, nomás, que al abrirla y cerrarla sonara su inolvidable voz proclamando su célebre “¡Compañeros!”, que le valió tantos momentos de gloria. Me pareció, no obstante, oír, como en eco, esa invocación en la atmósfera de ese consultorio en el que tantos hombres de gobierno, de varias épocas, habían abierto sus bocas, irresponsablemente me parece.

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