› Por Juan Forn
En 1971, una sudafricana que había estado en un intercambio estudiantil en Detroit le llevó un disco de regalo a su novio, al volver a Ciudad del Cabo: “Alguien me dijo que va a ser el nuevo Dylan”. Era de un mexicano, o hijo de mexicanos, llamado Rodriguez (así, a secas, y sin acento), que hacía un áspero folk de protesta con su guitarra, aunque los músicos que lo acompañaban eran todos souleros de Motown. El novio hizo escuchar el disco a sus amigos, todos fliparon, uno de ellos lo pasó un día por la radio de la universidad, pegó tanto que lo siguió pasando las semanas siguientes. Un empleado de la filial local de la Polygram inglesa descubrió que tenía el disco de Rodriguez en el catálogo y convenció a sus jefes de hacer una edición local. Era la Sudáfrica del apartheid: con la excusa del boicot comercial no pagaban regalías a nadie. Igual, los ingleses ignoraban quién era Rodriguez; lo tenían en su catálogo por esos acuerdos transatlánticos con discográficas yanquis, pero para entonces el sello de Detroit que apostó por Rodriguez ya había ido a la quiebra, luego de vender menos de cien copias del disco. Digo esto porque Cold Facts vendió quinientas mil copias en Sudáfrica en los años siguientes. Sus canciones ya eran himnos (“The Establishment Blues”, “Hate Street Dialogue”, “Crucify Your Mind”) cuando el gobierno afrikaaner se dio cuenta y las prohibió. En todo ese tiempo no salió una sola nota o reportaje a Rodriguez en Sudáfrica; en el resto del mundo tampoco, pero en quinientos mil tocadiscos sudafricanos sonaban sus canciones sin que se supiera nada de su autor, salvo un rumor que corría de boca en boca entre los fans: después de aquel disco, Rodriguez se había disparado una bala en la sien o se había prendido fuego a sí mismo en medio de un concierto, o se había matado de una sobredosis de heroína, o había matado a su esposa y lo habían mandado a la silla eléctrica.
Imaginen que todo esto lo cuenta, en el año 2006, un simpático barbeta, dueño de una tienda de vinilos en Ciudad del Cabo, a un joven documentalista sueco que anda viajando por el mundo buscando temas para filmar. “Para nosotros es como Dylan, como Marley, como los Stones. Si no me cree, salga a la calle y pregunte a la primera persona con que se cruce si puede tararearle una canción de Rodriguez.” El sueco lo hace: cuatro personas seguidas, de diferentes edades y color de piel, le tararean una canción de Rodriguez. Y eso no es todo, dice el barbeta, y procede a relatar que, en los años ’90, por puro fanatismo, colgó una página en Internet pidiendo información de su ídolo, para al menos averiguar cómo había muerto exactamente. En pocas líneas resumió lo poco que sabía de él y la tituló “Buscando a Jesús”, porque creía que el primer nombre de Rodriguez era ése. Resultó ser el de uno de sus seis hermanos: Rodriguez era el menor, bautizado Sixto. Todo eso le informó por mail una hija de Jesús a nuestro disquero sudafricano cuando éste ya se había olvidado de aquella página web. Sí, decía la hija de Jesús, el tío Sixto había grabado un disco cuando era joven, pero no se había matado después, ni había matado a nadie, ni estaba en prisión ni seguía haciendo música tampoco: había trabajado toda su vida como obrero de la construcción, ya estaba por jubilarse, seguía viviendo en el mismo barrio pobre en el que había nacido, ella podía darle la dirección.
Nuestro barbeta hizo algunos febriles llamados, después se subió al primer avión y llegó hasta el monoblock donde vivía Sixto en Detroit para contarle que en Sudáfrica lo adoraban y que para ellos sería un honor invitarlo a dar un concierto allá. Sixto llevaba más de veinte años sin tocar una guitarra y no había compuesto un solo tema desde 1971, pero aceptó igual. Llegó a Ciudad del Cabo pensando que tocaría en un bar de mala muerte o en un salón vecinal. Cuando salió al escenario con su guitarra, cinco mil personas lo aplaudieron de pie diez minutos seguidos antes de dejarlo empezar a cantar. La experiencia se repitió cinco noches seguidas, a sala llena, y después de esa semana de gloria Sixto se volvió a Detroit, a seguir con su vida como obrero de la construcción, dijo el sonriente barbeta, para estupor del documentalista sueco. ¿Eso era todo? ¿Así terminaba la historia? Bueno, Sixto sabía que bastaba un llamado telefónico para que le organizaran nuevos conciertos cuando él quisiera, pero nunca había llamado. Agradecía educadamente la postal de feliz año que le mandaban ellos cada diciembre, pero ni una palabra sobre volver a tocar. Según la última postal, Sixto ya estaba por cumplir sesenta y cinco años y andaba mal de la vista y con dificultades para caminar, de manera que sí: así terminaba la historia.
No, dijo el joven documentalista sueco, y logró llegar hasta Rodriguez y durante los siguientes cuatro años siguió peregrinando desde Estocolmo a Detroit con una camarita digital (y cuando le robaron la cámara siguió filmando con su iPhone), habló con todos los que pudo hablar (porque Rodriguez era monosilábico frente a la cámara) y después se sentó a llenar los huecos de la historia con imágenes de animación hechas caseramente por él mismo porque ya no le quedaba una moneda, y el año pasado mandó sin muchas esperanzas su documental (Searching for Sugarman) al Festival de Sundance y desde entonces no ha parado de ganar premios, y seguramente coronará con el Oscar en un par de semanas porque, desde que el documental fue nominado, Rodriguez ha aparecido como invitado en los programas más importantes de la TV yanqui (David Letterman, 60 Minutes) y ha tocado a sala llena en Nueva York primero y en su ciudad natal después. No quiso banda soporte; toca él solo con su guitarrita; empieza y termina cada tema sin la menor ceremonia, como un aficionado practicando solo en su casa; hace una detrás de otra sus viejas canciones como un fantasma, como un hombre que encontró su pasado y no sabe bien qué hacer con él, y después espera pacientemente que terminen los interminables aplausos para abandonar el escenario. No ha reclamado las regalías por aquellas 500 mil copias vendidas en Sudáfrica y ha repartido entre sus hijas lo que le vienen pagando por sus shows desde que se estrenó el documental. Su disco se acaba de reeditar en Estados Unidos, pero no han conseguido convencerlo todavía de que acepte hacer un disco nuevo. Sigue viviendo en la misma casa, en el mismo barrio, sólo que ahora los dealers del barrio llevan su cara en la remera y esperan ansiosos la noche de los Oscar, pero nadie sabe a ciencia cierta si él asistirá o no a la ceremonia.
En uno de los tantos reportajes que le hicieron, Rodriguez enfrenta por enésima vez el asombro del entrevistador ante su increíble historia y, detrás de sus sempiternos anteojos negros, se limita a contestar: “Si hay cosas que tienen sólo una posibilidad en seis mil millones de ocurrir, eso significa que hay una cosa como ésta ocurriendo cada día en el mundo. Es decir que mañana habrá otra, y ustedes irán detrás de ella, en lugar de venir hasta aquí”.
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