› Por Juan Forn
Hasta cierta noche decisiva de 1986, Lucian Freud decía que toda su pintura era producto de dos hechos fortuitos ocurridos en 1940 en el Londres bombardeado de la guerra. El joven Lucian trabajaba por entonces en una galería de arte y era tan confiable (nieto del mismísimo Sigmund, egresado de los mejores colegios, pintor obsesivo y prolijo) que sus empleadores lo mandaron con una tela de Picasso que debía exhibirse en Brighton. El joven Freud fue en tren: así se hacían las cosas en Inglaterra. Puso el Picasso en el asiento enfrente al suyo, se acomodó para el viaje y se pasó de su destino sin darse cuenta porque no podía parar de mirar aquel cuadro, que era uno de los famosos retratos que Picasso hizo de Dora Maar, el más triste y roto de aquellos retratos, el que cancelaba la serie, el que logró que todo el cuerpo y el alma de Dora Maar asomara a su cara. Un día después, el joven Freud conoció a ese huracán pictórico llamado Francis Bacon y se volvió instantáneamente su hermano menor: dejó que le cambiara para siempre su forma de pintar. Hasta ahí era una cruza obediente y lavadita de Otto Dix con Balthus; a partir de entonces se convirtió en el que todos conocemos: el más despiadado retratista del cuerpo humano, el que desnudó como ningún otro a sus modelos.
Freud decía que él no pintaba: hacía retratos. Sólo trabajaba a gusto con modelo vivo y se guiaba a rajatabla por el célebre precepto de Matisse: “Hacer un retrato debe ser una actividad enteramente basada en principios lógicos, como construir una casa. El pintor no debe preocuparse por el lado humano. O lo tiene o no lo tiene. Si lo tiene, aparecerá en el retrato, no importa cómo, y cuanto menos sepamos, mejor”. Freud era legendariamente lento e igual de meticuloso para trabajar. Trabajaba en superficies pequeñas porque necesitaba cerca de cien sesiones para dar por terminado un retrato. Hacía hablar a su modelo para ver cómo se movía una cara hasta en sus mínimos detalles, aprovechaba de manera enferma las casi infinitas posibilidades que da el óleo para raspar y repintar, usaba el pincel como un bisturí, siempre tenía la calefacción encendida para que su modelo se relajara y, tarde o temprano, asomara lo que él quería ver. Durante cuarenta años pintó así siete días a la semana, en dos largas sesiones diarias: por la mañana con un/a modelo, por la tarde con otro/a, y nunca trabajó en menos de cinco retratos a la vez. Había que pagar las cuentas, y los gastos de Freud no eran pocos: tuvo catorce hijos con seis mujeres distintas y apostaba a los caballos con la misma inmoderación con que pintaba y procreaba.
Entre los ’60 y los ’70 Freud hizo retratos de carniceros anónimos y pares del reino, de gangsters famosos, duquesas excéntricas y demimondaines de todo tipo, de futuras amantes y ex amantes y, cuando le quedaba tiempo, de sus hijos (el único momento en sus vidas que tenían de estar con papá). Cuando podía los desnudaba; cuando no podía, se enfocaba en sus caras y en sus manos, buscando siempre lo mismo, ajeno por completo a los virajes estéticos del arte de su tiempo. En el mundillo de la plástica se burlaban de sus retratos, le decían “el hombre que convirtió el beige en el color del rigor mortis”. Ser retratado por Freud equivalía a entrar en el panteón de los muertos en vida. Hasta que una noche de 1986, en un antro de moda, Freud conoció al exuberante transformista australiano Leigh Bowery. Se lo presentaron por pura malicia, “para mejorarle la paleta”: Bowery era la antítesis del beige Freud, una explosión de color, textura y movimiento, no sólo en la extravagante ropa que se diseñaba él mismo, sino en la manera en que transformaba con apósitos y maquillaje delirantes su cráneo rapado y su rubicundo corpachón de metro noventa y ciento diez kilos (Boy George lo bautizó “el arte moderno en plataformas”; Lady Gaga le copió todo veinticinco años después). El mundillo de la plástica se rió por lo bajo cuando Bowery le dijo a Freud que él también quería su retrato y vieron al dúo perderse en la noche rumbo al atelier del pintor en Holland Park.
La paleta de color de Freud no cambió en absoluto, pero todo lo demás sí. No más llegar al taller y ver los desnudos a medio pintar apoyados contra las paredes, Bowery se despojó sin que nadie se lo pidiera de todo lo que conformaba su identidad: las plataformas, la ropa, la peluca, hasta el maquillaje, y a cara lavada y cuerpo desnudo se ofreció a la paleta de Freud. Era un continente entero, y el viejo Lucian lo entendió en una descarga eléctrica: debía pintarlo a tamaño natural. No. Debía ir más allá. Debía pintarlo al tamaño en que él lo veía. En los ocho años siguientes, Freud hizo diez cuadros de Bowery, en óleos que a veces alcanzan los tres metros de altura cuando son de cuerpo entero y más de un metro cuando es de la cabeza sola, pintados con la misma maníaca obsesión con que hacía sus retratos de pequeñas dimensiones. Durante ocho años, Bowery posó desnudo tres veces a la semana y acompañó en fulgurante atuendo al pintor a las inauguraciones de sus muestras. Porque la productividad de Freud se disparó a partir de Bowery y la estima por su obra también. Seguía haciendo retratos de muertos en vida pero ahora eran radiografías, y enormes, como el retrato que hizo de su amigo del colegio Parker-Bowles, hermano de la Camila del príncipe Carlos. El buenazo de Parker-Bowles posa con su uniforme de brigadier de los tiempos en que ejercía, pero los años han pasado y el uniforme no le cierra; Freud lo retrata panzón y desparramado en una silla con la panza asomando por el uniforme abierto: la decadencia del Imperio encarnada.
Bowery hizo otras cosas por Freud: lo convenció de tener un marchand, hizo sentar a aquel marchand con el bravo corredor de apuestas de Freud, a negociar la deuda del pintor (más de un millón de libras) y la forma de pago (retratos del apostador y de toda su familia), negociación que tuvo lugar en su club nocturno, porque también Bowery logró, antes de morirse de sida en 1994, gran parte de las cosas que se proponía, como protagonizar un ballet (con la compañía de Michael Clark; el vestuario era suyo, por supuesto; la música también: iba descaradamente del punk al new romantic), y las largas sesiones posando y charlando con Freud fueron decisivas para que empezaran a hacerse realidad esas quimeras. Por aquellos años, el British Museum ofreció a un grupo selecto de pintores pases para entrar a la hora que quisieran a recorrer las salas tranquilos. Hay una imagen hermosa de Bowery y Freud que lamentablemente sólo conocemos de oídas, por boca de un sereno del museo: el fibroso pintor y su voluminoso modelo están en una sala vacía y en penumbras, contemplando un cuadro que han iluminado para ellos. Es el famoso retrato de cuerpo entero que hizo Cézanne de su amigo enano Achille Emperaire, sentado en un sillón con las piernitas colgando en el aire. Afuera, en el mundo, es de noche y llueve; pero Lucian Freud y Leigh Bowery están en otra parte: en un lugar llamado nirvana.
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