Mar 11.06.2013

CONTRATAPA

El oficio de escritor

› Por Noé Jitrik

Hace algunos años me inquietó esa actitud, en principio autoritaria y antipática, que se conoce como “corrección”, tan difundida en la escuela, en la familia, en las editoriales, en los divanes de los psicoanalistas, en los quirófanos: corrección de los modales, corrección de las posturas, de los comportamientos y, por cierto, de los textos. No me pareció suficiente que, en nombre de una tenaz y acaso justificada libertad de opciones, ese término pudiera quedar confinado en lo que tiene de despótico y superior, como si fuera natural o no tuviera más relieves o posibilidades.

¿Qué pasaría si, en lugar de inmovilizarlo se pudiera, en una operación epistemológica por otro lado bastante consistente, convertirlo en concepto, qué pasaría si se empezara a hurgar en sus implicaciones en vez de mantenerse en la digna posición de quien es como es y nada puede ni debe modificarlo? “A mí no me corrige nadie”, proclaman con orgullo algunos escritores y aun estudiantes que se inician en el arduo camino de la literatura, ofendidos porque no se respeta qué dijeron, sino que se trata de corregir cómo lo dijeron.

Puesto en ese camino, o desafío, lo primero que hice fue distinguir, en relación con los textos, que es lo que interesa –pero también en todos los otros planos–, entre la corrección desde el exterior de un hecho corregible de la que puede hacerse desde dentro mismo de lo corregible. Y si para la primera una mirada experta descubre una falla, para la segunda la falla es descubierta por uno mismo, siempre que sepa qué puede ser una falla y entienda que las cosas no están terminadas sino que son susceptibles, precisamente, de corrección.

Son, pues, dos categorías que resultan de un mismo sentido, el del verbo “corregir” que, leído históricamente, quiere decir “regir con” o, sea, dicho de otro modo, “ordenar” pero “con”. ¿A quién convoca la preposición “con”? La versión externa y autoritaria reclama ese orden pero deja de lado el “con” que supone simultaneidad y aún más, solidaridad. Creo que en el “desde arriba” de los correctores de toda laya y el desde dentro de un texto siempre perfectible reside la diferencia. Y si, porque somos civilizados y respetuosos, ponemos en duda el primer aspecto, “regidor” de la vida social, tampoco se ha terminado de entender el segundo que estaría reducido a lo íntimo, a la sabiduría del escritor que tiene conciencia de que lo primero que ha puesto en el papel no es todavía escritura y que escritura es en realidad reescritura siendo el “re”, precisamente, la corrección, y no la repetición.

En su primer sentido, el de lo autoritario, la corrección cubre innumerables campos de la vida social: enumerarlos sería vano pues no sólo son de todos conocidos, no sólo están naturalizados como necesarios sino también cuestionados en cada caso: dejemos de lado la corrección inquisitorial y la educativa, también cae en este campo la gramatical y la del comer y el vestir. Cualquiera se puede dar cuenta de que llevado ese principio de autoridad a sus extremos explica las peores figuras del control social. ¿Para qué abundar en lo que sin duda razonó admirablemente Michel Foucault?

El otro modo de la corrección importa más porque es más misterioso: supone un “darse cuenta” de que en la escritura no puede sino venir después, cuando algo ha sido escrito y la mirada experta es la de quien lo produjo. Es aquí donde la idea de la corrección como solidaridad del escritor con su texto se explica perfectamente bien: el amor por lo escrito conlleva una a veces implacable serie de operaciones cuya finalidad es lograr el mejor texto posible. Es probable que eso no se logre nunca: Alfonso Reyes decía que publicaba para no seguir corrigiendo. Pero hay quien no corrige: ¿podemos imaginar a los novelistas románticos en actitud de corregirse? Balzac, Dostoievski, Dickens, es casi impensable que hayan rehecho sus novelones de impresionante tamaño y que, al parecer, salían perfectos de sus plumas de un tirón. Flaubert nos abrió a otra dimensión: su obsesividad levantó la tapa de las insuficiencias y legitimó la corrección aunque se puede sospechar que, por ese medio, intentaba aniquilar a quienes se sentían autorizados a corregir desde fuera pero se puede sospechar también que su doloroso proceso implicaba una sujeción a una regla de lo correcto, de lo que está o debe estar bien, pero que para Flaubert no sería jamás lo que estaba bien para los demás, la academia o el consenso o la opinión o el universo de la lectura.

Podría decirse que, desde Flaubert en adelante, el oficio del escritor consiste en un escribir bien, que no debe parecerse a nada que parezca estar bien en un establecido universo de objetos bien o mal escritos.

Es claro que esto no es fácil de verificar: aun si un escritor lo hace, nadie podría afirmar de sí mismo por eso que posee el oficio de escritor. Tenemos, por lo tanto, una pequeña cadena: escribir, autocorregir, reescribir, escribir bien pero no como sujeción a reglas sino como innovación justificada, capaz de enfrentar la fuerza de las reglas sometedoras y vencerlas en su propio terreno.

En este punto la corrección desde el exterior y la que tiene lugar en el interior de un texto de alguna manera se reúnen puesto que el escribir bien es un logro, no es una trivialidad así sea porque escribir mal no es ningún objetivo, nadie persigue que lo que escribe sea malo, lo cual no quiere decir que deba atenerse a lo que intentan imponer ciertas instancias sociales, academias, crítica, etcétera.

Y puesto que no se podría hablar de un oficio de escritor sino de una experiencia de escritura, lo cual es siempre producto de un sujeto individual y en cierto sentido intransferible, el considerar que algo está bien escrito resulta de una posición, de lo que quien escribe y quien juzga consideran que es la literatura que vale la pena ser escrita. Sobre ello no hay sino acuerdos precarios aunque muy amplios, a veces cubren épocas enteras, como por ejemplo el escribir respetando toda clase de normas establecidas, a veces son afortunadamente caprichosos, como la escritura de las vanguardias.

Pero un escritor no sólo está reducido a lo que escribe: conoce lo que escriben los demás y, de una manera u otra, sea porque lo admite, sea porque lo rechaza u objeta, corrige. Más aún si carga en sus espaldas con una responsabilidad editorial, que equivaldría a un acto de confianza que la corrección exterior deposita en quien supone que ha sido capaz del otro tipo de corrección. Dispongo, en ese sentido, de experiencias concretas y realmente desconcertantes: me he visto obligado a corregir, y a veces a reescribir, decenas de artículos destinados a una obra, una Historia de la literatura, cuyos objetivos, pautas y exigencias parecían haber sido comprendidos por los especialistas convocados. No ha sido sin sufrimiento y ha de haber generado cierto encono por parte de los corregidos, no hay nada peor, por culpabilizante, que haber sido hallado en falta de leso escribir bien. Por lo mismo me costó la amistad de un escritor muy buen amigo que, en irritada disputa, me acusó de “corregir”. Estaba implícito en su acusación que me había arrogado méritos como para hacerlo y que ya me tocaría el turno a mí de ser corregido. Muy reputados escritores, como por ejemplo el célebre Roberto Arlt, por no mencionar al propio Juan Rulfo, padecieron, con gratitud, que les corrigieran, en el caso del primero incluso faltas de ortografía, sin que eso les hiciera perder, a uno ni a otro, su singular empuje. De todos modos, y no sólo es el caso de ellos, se debía estar produciendo un conflicto entre el “escribir bien” como ley externa y el “estilo” como rasgo de personalidad y, por eso, inmodificable, como lo quería el mismo Roland Barthes en su muy conocido El grado cero de la escritura.

Para no quedarnos en el conflicto y de alguna indirecta manera asumir una posición, me parece que, fuera de los abusos y extralimitaciones, fuera del encono o el agradecimiento, las dos posibilidades, “escribir bien” y “estilo”, descansan sobre ciertos ideales o ideologías. Diría que el primero expresa un ideal clásico, el otro un ideal romántico. ¿He optado, en mi experiencia de escritor, por uno u otro? Creo que no, creo que hay que alcanzar un escribir bien sin renunciar a lo propio e irrenunciable del estilo. Tal vez, personalmente, yo lo haya logrado en la medida en que cuando escribo y reescribo, o sea cuando mi solidaridad con mi propio texto se pone en ejecución sin tapujos, me acompaña, como un fantasma, un prurito de concentración verbal, que no me parece que sea en verdad un prurito sino una realidad lingüística, o sea la idea de que la palabra que usamos –o que escribimos– encierra en su perímetro una historia cuyas emanaciones le dan sentido al texto. Creo que sin esa concentración no hay texto aunque haya comunicación, no hay escritura sino información, sea cual fuere su alcance y su consistencia.

Pero como no basta con autodefinirse para calificar la propia experiencia del escribir y hay que obtener un resultado de una reflexión, me atrevería a decir que de la síntesis entre ambos términos, en suma entre lo clásico y lo romántico, toma forma el concepto de “ritmo”, que sitúo en un nivel superior, de resolución de los antagonismos; el ritmo, que debería ser “ritmo propio”, no sólo guía la escritura sino que es reconocible. En el momento en que se reconoce un ritmo se reconoce un escritor y se comprende en qué consiste su oficio o, complementariamente, lo que intenta o pretende como escritor.

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