› Por Juan Sasturain
Ante estas cosas hay que abrirse el corazón o, por lo menos, el paraguas: uno no es virgen. Además, prácticamente –dicen–, ya no quedan. Así, como todo argentino con muchos años, confieso que he votado bastante (poco), y me enorgullece haber ganado generales hace mucho con el Frejuli del ’73, y también me enorgullece haber perdido hace poco ante Macri un par de veces acá, de local. En cambio me avergüenza haber ganado con Menem la primera (y única) vez. Me vacuné, por entonces, de ciertas cosas. No sé si de todas.
Reconozco también que alguna vez he votado marcas, historia, supuestas identidades –no propuestas–, y que tuve la suerte histórica de perder: fue mejor para todos que ganara Alfonsín y no la impresentable lista de Luder que apoyamos. Y sigo: yo también –alguna triste vez– he votado no a favor de sino en contra de. Quiero decir: voté –por Chacho– a De la Rúa contra el Turco. Y así nos fue con esa ganadora bolsa de gatos pardos. En los últimos años, desde el 22 por ciento de Kirchner, he votado al Frente para la Victoria, y sigo votando ahí. Me identifico con el modelo de país, con la dirección general (conceptual) de la economía y de las políticas en educación y derechos humanos, y con el proyecto que, desde el gobierno, trata de modificar las anquilosadas y desiguales relaciones con los poderes fácticos, concretos y sólo operantes para cagarnos como país. Las diferencias –en general no determinantes– están en ciertas torpes políticas puntuales, en el estilo autorreferencial, en el sectarismo y la soberbia para dar marcha atrás o reconocer errores, en la coyuntural política de alianzas oportunistas, en tantos detalles que pueden resultar, para muchos –y me incluyo, acaso por mi pertenencia a la clase media–, bastante insoportables.
Pero sucede que en coyunturas como la actual, en que tenemos que vernos las caras y poner toda la carne en el asador de la contienda política en absoluta y maravillosa libertad, nada de lo que me gusta en el gobierno actual me lo ofrece –fuera de él– propuesta alguna con posibilidades o deseos reales de acceder al gobierno y de disputarle espacios al poder. Y, por otra parte, todo lo que me molesta de este gobierno no deja de estar, en general, multiplicado –y alevosamente ostentado a veces como virtud– en una oposición sin-vergüenza. Así de simple y lamentable.
Por ejemplo: no voy a hablar de la derecha marketinera, porque directamente no cree en la política ni le interesa: de Macri a De Narváez sólo piensan en términos de fusión de empresas/capitales/porcentajes/accionistas; se asocian y eligen o toleran por la aceptación que –suponen– tiene (lo que “mide”) el producto que vende el otro. Eso es la política para ellos: un medio para controlar el gobierno, ya que el poder les es afín y no tienen contradicciones con él; lo que les jode es no poder controlar (más) al Estado.
Puedo intentar, en cambio, pensar en voz alta respecto de otros segmentos del espectro. Así, si me revienta la política de alianzas de un gobierno nacional que banca gobernadores impresentables, qué puedo pensar de las propuestas –“superadoras por izquierda”, supongamos– de candidatos que se suman a listas de composición heterogénea, para calificarla livianamente, con el único objetivo de encontrar cómo entrar (no sus supuestas ideas sino su persona) en el Congreso.
Porque no hay otra razón que ésa: se dividen o abren para poder ponerse primeros; se bajan a diputados porque suponen que es más fácil; se juntan con tipos y tipas que sólo pueden compartir un taxi para ver si suman juntos, les alcanza para entrar los dos o tres... Es un asco, absolutamente desembozado.
Por eso, muchas de las listas de candidatos que saludablemente develan y revelan las primarias obligatorias que nos esperan en agosto son un ejemplo muy útil para desenmascarar tránsfugas y oportunistas a los que puede y debe creérseles menos aún que a ciertos comunicadores o funcionarios. No puedo dejar de asociar estas listas que vamos conociendo con la que uno hace cuando va al mercado (a comprar al del barrio, digo, no a rezarle a la divinidad liberal), en la que hay cierta coherencia inicial, dividida por góndolas o zonas de productos, pero en la que se termina mezclando la lechuga con la comida para perros, los fideos y el arroz con la mostaza, agregada a último momento junto con los fósforos. (¿Cómo era que decía Discepolín...?)
Por eso, aunque no pueda asegurar (¿quién puede?) que en las listas que votaré el único aglutinante que pegue a sus integrantes sea la convicción ideológica y el proyecto compartido de país, siento que voy a sentirme cómodo al votar a Filmus, Forster o Cabandié, por ejemplo. Se gane o no. También pienso que podríamos avisar, todos los de a pie, que no estamos dispuestos a tragar, conscientemente, ningún alevoso sapo de los que supimos engullir antaño.
Esperemos que procedimientos como estas primarias, con su aporte de transparencia y visibilidad, nos sirvan para poder ver y juzgar mejor a tanto mentiroso enlistado de apuro.
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