› Por Rodrigo Fresán
UNO Mala noticia y buena noticia y noticia ni buena ni mala, ya veremos. La mala –ya se dijo, y aunque más de uno le envidie el puñado de semanas flotando en coma– es que Rodríguez pasó un mes en coma como consecuencia de un accidente en el metro. La buena es que Rodríguez salió de su limbo casi justo para el estreno de Monsters University. La ni buena ni mala noticia –para que no se asusten– la dejo para el final de estas líneas.
DOS Rodríguez podría decir –patriota– que acude junto a su hijo a ver Monsters University la primera función del primer día en que se proyecta, para contribuir así a fortalecer las raquíticas cifras de las recaudaciones y, de paso, apoyar subliminalmente a los 30.000 universitarios españoles que se quedarán en la calle, cortesía de aumento de matrículas y modificación del programa de becas. Pero –el fin de semana anterior fue el más catastrófico de la historia en lo que hace a público ocupando butacas mientras los mejores promedios buscan trabajo fuera del país– lo cierto es que lo hace por cuestiones estrictamente personales: Monsters, Inc. es la película favorita de su hijo. A Rodríguez, en cambio, le parece que Monsters, Inc. es mejor que Vértigo de Alfred Hitchcock. Y que su magistral trama (eso del miedo infantil como combustible para monstruos adultos, eso de las puertas de closets como portales de las usinas de Monstrópolis) tiene ya la pátina clásica de tantos cuentos de hadas que –se sabe– son en realidad cuentos de brujas.
TRES “Más allá hay monstruos...”, advertían los antiguos mapas como eufemismo casi poético para no reconocer abiertamente que no tenían la menor idea de cómo seguía la cosa. Poco y nada ha cambiado por encima y por debajo de las fotos satelitales y de Google Earth y de los GPS: los monstruos están cada vez más acá. Y el miedo de los adultos tal vez no sea tan puro y refinado como el de los niños (y seguramente resulte más contaminante para el aire que respiran el verdoso Michael “Mike” Wazowski y el azulino James P. “Sulley” Sullivan), pero cada vez se descubren más yacimientos aquí y allá y en todas partes. Y monstruos son lo que sobra. Desde su lecho de convaleciente, Rodríguez espera cualquier novedad sobre el descuartizador y falso moje shaolín Juan Carlos Agüero, quien –en un rapto estilístico digno de Muchachada Nui– se rebautizó como Huang Carlos Aguilar. Y Rodríguez tampoco se pierde comparecencia televisada del juicio a José Bretón –presunto asesino y carbonizador de sus pequeños hijitos–, quien se limita a repetir que sólo los perdió en un parque. Y en todas y cada una de las sesiones, Bretón mira fijo y no pestañea y –omnipresente y en presente– repite cosas como “Yo a mis hijos los quiero con locura”. Y Rodríguez teme que en ese “con locura” está la clave de todo el asunto.
CUATRO Cuando le preguntaron a Anthony Hopkins cuál era el secreto para su escalofriante interpretación de Hannibal Lecter, el actor no dudó y fue sincero y humilde: “Apenas me limito a no pestañear. Eso es todo”. Y el hijito de Rodríguez –mientras su padre vaya a saber uno por dónde andaba, en Comápolis– le grabó amorosamente todos y cada uno de los capítulos de la serie Hannibal. Como Monsters University –que no está mal aunque no supera a la insuperable Monsters, Inc. e incluye la retro–, profecía de un monstruo adulto y desempleado, Hannibal es una prequel: el antes luego del después. Volver para enterarnos del porqué y el cómo del hoy y del mañana. Mezcla de máquina del tiempo, psicoanálisis preciso y memoria recordada recién a posteriori que convierte lo que era aquí y ahora en algo que ni tiene nombre. De pronto, lo que era presente ahora es secuela. Y mañana nunca se sabe. Y lo cierto es que Rodríguez no tenía demasiadas expectativas con esta serie. Pero ha resultado ser la más atemorizante de las gratificaciones. Hannibal –bajo el slogan “Alimenta tu miedo”– da miedo como para iluminar varias avenidas de Monstrópolis. Y, de acuerdo, el hipersensible agente “especial” Will Graham (el un tanto demasiado espasmódico Hugh Dancy) irrita un poco. Pero el Hannibal Lecter con la máscara de Mads Mikkelsen es formidable. Y da hambre de más. Y en el último capítulo emitido, Lecter corta lonchas de un jamón ibérico de exportación y se pregunta si es la calidad lo que hace al nombre y prestigio del producto o, apenas, el nombre lo que marca el prestigio y la calidad. En el caso de Hannibal, le/se responde Rodríguez, ambas cosas: la precuela y la secuela. Uno es lo que fue o fue lo que será. Algo así.
CINCO Tony Soprano –otro que daba mucho miedo– ahora no está durmiendo con los peces sino con sus patos. Fundido a negro para él. James Gandolfini –quien, cuando le preguntaron qué cuernos significaba el punto final más bien suspensivo cerrando el entreabierto último episodio de Los Soprano, respondió: “Significa que de aquí a diez años más o menos nos juntamos para la secuela y hacernos multimillonarios”– murió en Roma. En la ciudad donde, día atrás, se nos informó de la monstruosa y dantesca postal vaticana donde el papa Francisco aparecía bendiciendo a mil motocicletas Harley-Davidsons, varias de ellas montadas por tipos intimidantes que, en ocasiones, se hacen llamar los Angeles del Infierno. Rodríguez vio eso y tuvo miedo. No por el detalle anecdótico, sino porque siente que –cada vez con más prisa y menos pausa– se va derrumbando la lógica o la verosimilitud de la realidad. No sólo aumenta la cantidad de gente en el paro sino que se incrementa la autocontratación de asesinos en serie autónomos y psicópatas con pequeña empresa propia. Ahora, su hijo le comenta algo de esa pistola llamada Liberator y que –cortesía del estudiante norteamericano Cody Wilson– se puede construir en casa con la ayuda de una impresora 3D. Wilson –considerado por la revista Wired una de las quince personas más peligrosas del mundo– se asombró de que España sea el país que más ha descargado su archivo do-it-yourself-bang-bang. Y Rodríguez (la ni buena ni mala noticia, ya veremos, es que Rodríguez ha vuelto ligeramente cambiado desde el otro lado, y seguiremos informando) tiembla y tiene miedo. Pero ya no sabe muy bien a qué. Lo que te da miedo te quita valor y en la España de hoy uno no aprende a asustar sino a ser asustado. Y Rodríguez lee que, científicos de otra University, la de Emory, en Atlanta, trabajan ya en en píldora contra el miedo. Una pastilla que –a partir del hallazgo de una molécula– neutralizará el temor y te ayudará a sobrellevar experiencias traumáticas como catástrofes naturales y crisis económicas y hasta la posibilidad de que Hacienda haya cometido un error sólo matemáticamente posible entre diez billones de trillones de posibilidades con la declaración de impuestos de la infanta Cristina. Todo bien. Pero, por debajo de la supuesta buena noticia y el remedio, imposible vencer el terror de la verdad, la temblorosa letra pequeña en el menú/contrato: la asumida derrota de ya sólo luchar contra el síntoma y el efecto y no contra el defecto y la causa.
Y es que –como gruñía Tony Soprano– “la vida no tiene cura”.
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