Mar 20.08.2013

CONTRATAPA

Homo Líquido

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Sigue el calor o el calor lo sigue. A Rodríguez. Y a todos los que lo rodean. Ya pasará, pero, por ahora, sigue. Y las lluvias anunciadas no llegan o duran apenas unos minutos. “Sé como el agua”, predicaba Bruce Lee con cara de loco sin-zen-tido a punto de pasar a los golpes y patadas. Y de camino a la cocina Rodríguez se da –con la punta de una mesa baja– uno de esos golpes en la rodilla que te hacen saltar las lágrimas y llega hasta el refrigerador y abre puerta y abre botella. Su cada vez más árida cuenta bancaria no le impide aún a Rodríguez la cata de nuevos productos estivales. Así que le da un trago largo al litro y medio de Font Vella Levité y vuelve a pensar en eso que una vez dijo alguien: el agua tendría gran éxito de haberse inventado después de la Coca-Cola. En el puerto, atraca otro crucero gigante del que descienden, como hace millones de años, turistas anfibios para revolucionar y, gastando euros, evolucionar la ciudad.

DOS No venimos del polvo y al polvo volvemos. Venimos del agua y al agua volvemos. Somos líquido en un 70 por ciento y, aun así, podemos arder. Pero antes del fuego del final y de las cenizas que quedan a esparcir, el agua nos utiliza para moverse de un lado a otro. Y, como rimó un poeta cuyo nombre no recuerda, la naturaleza humana es como agua: adopta la forma de su envase. Sí: de un tiempo a esta parte, Rodríguez se siente como envasado al vacío y deshidratado y sólo encuentra consuelo y frescor en el recuerdo de su vida como un río que fluye o en su vida como atravesada por un río. Y una de las cosas que más y mejor recuerda Rodríguez de su infanto/juventud es un juego al que (por eso lo recuerda, porque sigue dándole cuerda) todavía sigue jugando. A saber: Rodríguez sale a caminar y decide seguir a una persona. Después, siguiéndola, se dice que cambiará de objetivo cuando aparezca la primera persona con una camisa verde. Y seguirá a esa camisa verde hasta que, por ejemplo, aparezca un sombrero negro. Y así hasta ver dónde llega. Y –fluyendo– preguntarse qué hace y qué hacer allí.

TRES Algo así como una aplicación práctica y física de todo eso del líquido y libre flujo de conciencia. Saltar de una persona a otra como se salta de una idea a otra idea con la ayuda de la soga que se salta y que las une. Budismo y sutras y psicología y un tren de pensamiento que –mientras arde Egipto y chisporrotea Gibraltar– siempre puede descarrilar camino de Santiago, leyendo a Sterne o a Proust o a Joyce o a Woolf o a Faulkner o a Cortázar o, salvando las insalvables distancias, leyendo a Rodríguez leyendo la etiqueta de Font Vella Levité como si se tratase de la Piedra de Rosetta: letras que lo explicarán todo. Letras como las que escribió Angela Merkel en ese pizarrón a sus espaldas, en campaña, en un colegio secundario de Berlín. La clase era sobre aquel Muro. El Muro del que un obrero, un tal Volker Pawlowski, compró 150 metros en 1991 (se calcula que a 10 euros la tonelada) y que, desde entonces, vende de a pedacitos a precio de oro. Dice Pawlowski en El País: “No tengo ni idea de por qué la gente sigue comprando pedazos de Muro. La venta se ha convertido en un negocio sin lógica”. El milagro alemán, sí. Y Merkel tampoco parece tener la clave del ilógico misterio de Europa. En la foto que ilustra la noticia de su pasaje como efímera maestra, a sus espaldas, en el pizarrón, sólo se lee “Angela Merkel”. Y eso es todo. “Merkel aprende a mostrarse humana”, tituló El País. Pero el otro káiser, Karl Lagerfeld, no demoró en criticar su look con un lapidario “La señora Merkel debería ponerse ropa adaptada a sus proporciones específicas”. Más o menos lo que Merkel recomienda a todo país europeo que no se llame Alemania.

CUATRO Y lo de Lagerfeld –con un saltito a la súbita y fulminante muerte de la formidable cofundadora del imperio textil Zara & Co.– le recuerda a Rodríguez que el otro día siguió a una gorra flúo y acabó engullido desembocando en un parque acuático donde se celebraba el día grande del Circuit Festival: el mayor encuentro continental de gays y lesbianas y bisexuales y transexuales. Estéticos y extáticos. Levité para todos y para todas. Juntos. Ahora. Con el nuevo y muy exitoso disco de los Pet Shop Boys, Electric, inesperadamente festivo luego del introspectivo y reciente Elysium. ¿Irá próximamente la princesa Letizia a algún concierto de los Pet Shop Boys sin el príncipe Felipe? ¿Serán ciertos los rumores de que su amor real se ha marchitado por falta de agua natural o exceso de pompa jabonosa? “¿Qué me importa?”, piensa Rodríguez. “Nada”, se contesta nadando y bailando y volando en el acuático y tan de moda flyboard.

CINCO De regreso, Rodríguez pasa por las calles decoradas para las fiestas del barrio de Gràcia. Una ha elegido vestirse de Angry Birds. Y –por la noche, en las noticias– la llegada de los testigos de alta graduación del Partido Popular para declarar sobre el Caso Bárcenas. Afuera, detrás de vallas, la gente los espera como si fuesen los muy angry pájaros de Hitchcock. Les gritan de todo y todos ellos –secretaria y ex secretarios generales del partido– entran sonriendo a los juzgados habiendo declarado más o menos lo mismo. De entrada: “Por fin tendré la oportunidad de decir la verdad” o algo por el estilo antes de, bajo juramento, lanzar una sucesión de “No recuerdo”. Lagunas de memoria. Charcos de olvido. Como si el pasado se evaporara bajo la luz omnipresente de los reflectores y de las cámaras. Palabras que Bruce Lee jamás pronunciaría. Mucho más interesante es lo que dice Luis Bárcenas desde su celda en Soto del Real. Bárcenas se ha convertido en una cruza de Conde de Montecristo con Hannibal Lecter: alguien que no para de pensar en un “ya van a ver cuando salga” mientras mueve sus fichas entre rejas y –a partir de declaraciones judiciales a puertas cerradas que ahora empiezan a hacerse públicas– emitir dichos dignos del mejor alumno shaolín como “No me gusta que la mano izquierda sepa lo que hace la mano derecha”. Bárcenas dice esto (o se dice que lo dijo) en el momento justo, cuando corresponde: porque se festeja el Día Internacional de los Zurdos. Y Rodríguez alza su zurda y da un trago más y más largo de Levité. El informe explica que a los niños zurdos les cuesta más escribir y cortar y usar reglas y sacapuntas. Y, a los adultos, todo eso y, además, disparar pistolas. Lo que recuerda a Rodríguez que se emite el primero de los últimos episodios de Breaking Bad. Su serie favorita. Nada más refrescante que ver cómo un tipo bueno y golpeado florece en una bestia implacable y castigadora. Walter White vuelve para irse y ahí está Rodríguez. Siguiendo su sombrero negro. Pero una cosa es segura: como pide el poster de la última temporada, Rodríguez no olvidará el nombre de El Heisenberg. Va a extrañarlo, va a llorarlo. Y en algún lado Rodríguez se enteró de que todos los fluidos humanos –semen, sudor, flujo, saliva– las lágrimas son las únicas que no incluyen ADN a identificar y singularizar. Todos somos iguales cuando lloramos. Lágrimas en la lluvia. Afuera, por fin, llueve. Poco. Leve.

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