› Por Enrique Medina
Sabato está contento. La verificación de los decorados que hará para la próxima novela, con la inclusión de conferencias en universidades y centros de cultura de distintos países de Europa, surgidos en consecuencia, le han dado un nuevo atractivo enriquecedor al viaje. Con dicho entusiasmo, pone a mano su tarjeta, porque sabe que le pedirán los 16 números, y llama por teléfono para informar de su itinerario y el seguro de vuelo; además de las promociones y otras ventajas si las hubiere. Le responde una voz grabada dándole el buen día, igualito que el sargento a los conscriptos, y le pide el DNI. El pulsa los números. La voz anónima le pide los 16 números de la tarjeta. Los pulsa. La robotizada voz le informa sobre montos, cuotas, saldos, adelantos en efectivo y gastos en países limítrofes y en el resto del mundo. Cuando ya el escritor está más desorientado que playa sin mar, la monotemática voz le ofrece una serie de opciones. Capta al vuelo la que busca y presiona la tecla correspondiente. La misma hueca voz le vuelve a pedir el número del documento. Y el día y el mes de nacimiento. Más los tres numeritos de seguridad que están en la parte de atrás de la tarjeta. Con calma, Sabato cumple con el pedido. Todo bien. Pero vuelve la sonora voz a darle teléfonos útiles, cobros revertidos y cuatro mil recomendaciones más que nadie podría retener a tanta velocidad y sin haber estado avisado, así que el maestro se da cuenta de que debe estar atento, no vaya a ser que se le acalambren los reflejos. El discurso de encargos es largo-larguísimo. Hasta que por fin le vuelven a dar opciones y teclea la número uno sabiendo que es la suya. Vuelve la incansable voz para decirle que esta conversación puede ser grabada y otras cosas. Y aparece Gabriela. Sabato no lo puede creer. ¡Ha dado con una voz humana! No la obra de Cocteau, sino la que uno necesita de manera perentoria y sacrosantamente. Se da a conocer antes de que le corten y deba volver a empezar el via crucis. Lo ubican y ello le otorga existencia. Todo bien encaminado, piensa él. Pero, si quisiera retirar dinero en el exterior con la tarjeta debe tener un pin. ¿Qué es el pin y cómo lo consigo? Para eso deben derivarlo, trasladarlo, lo que sea. Le dicen que lo van a pasar y le aconsejan seguir las instrucciones. Entonces Sabato, previsor, sabiendo la que se le puede venir se prepara con un papel y una birome por si las moscas. Mientras tanto, le tiran por la cabeza una seguidilla de teléfonos para reclamos por robos y pérdidas y demás engorros que sólo distraen. Pero resulta que por el tubo empieza a escuchar el tono de ocupado. No puede ser, piensa. ¿Será así? Mejor espero. Sigue el mismo tono. No le han dicho que haya una tecla que lo vuelva atrás ni nada, así que, luego de esperar un rato, se da por vencido y corta. Cualquiera tiene ganas de tomárselas con el aparato. Reventarlo contra la pared. Pero como se supone que un escritor debe ser inteligente, Sabato, como le enseñaron en Francia, cuenta hasta diez para retomar la calma y no perderse en una fútil ofuscación de joven principiante. Repite la operación desde el principio prometiéndole a Dios una reconvención ejemplar. Cumple los pasos necesarios y por fin logra su Pin, ahora con mayúscula. Cuelga y respira pausadamente. Primera pelea ganada. Toma un café para distenderse. Ahora deberá llamar al banco debido a que por Internet no puede entrar en su cuenta. Y llama a esos teléfonos que empiezan con cero, casi como si estuvieran burlándose del cliente. Pero resulta, y habla con Susana que le sugiere crear un nuevo “usuario” y nueva “clave”. El se entrega al sacrificio aceptando que no deben ser números corridos ni claves anteriores ni... Sabato ya se siente más humillado que portero de cementerio en el Sahara. En la cabeza le bullen las mil claves que ya ha usado y las terminaciones numéricas a las que es afecto; pero supera el incordio. Lo pasan al “Banco-fono” para el toque final. Nada es fácil. Algo se interpone diabólicamente y la operación salta por los aires. El escritor primero cuenta hasta diez y de inmediato estalla contra los fantasmas del mal. Putea en francés y griego antiguo. Se echa agua en la nuca y las muñecas. Respira hondo y vuelve a repetir el ejercicio. Ahora da con Liliana. Nombre que le cuadra si fuera la mujer de Tarzán, piensa Sabato, como para aflojarse. La otra cree que es un pelotudo que no tiene otra cosa que hacer y corta. Se da cuenta el escritor de que los años lo hacen pensar a uno en voz alta. Vuelve a la operación-suicidio. Ahora da con Mario y repite lo que ya, a este paso, va sabiendo de memoria. Pero cuando debe enfrentar al “Banco-fono” la suerte se le tuerce y ya no es él. Vuelve a llamar y ahora da con Isabel. Le grita que ella es una santa y no tiene nada que ver, pero el banco es mierda helada y le importa diez carajos que lo graben y regraben y que pueden irse todos a la misma-mismísima. Y esta vez corta él. Lo que lo dignifica. Media hora después y gracias a un té de boldo tranquilizador, Sabato vuelve a llamar como si nada. Con papeles desplegados y proyectos de clave sin números corridos y toda la historia. Da con Silvina. Tiene ganas de preguntarle si es pariente de los Bullrich, por su amiga escritora, pero se queda en el molde y cumple, paso a paso, con lo que le ordenan. Silvina le aclara que vaya a su correo y allí tendrá la nueva clave que él deberá cambiar, etcétera, etcétera. Agradece con el don de gentes que lo caracteriza, y cuelga. Se siente bien, casi justificado. ¿Cómo uno no va a pintar retratos de Kafka, de alienados, y escribir sobre héroes y tumbas y laberintos y túneles y sobre informes de ciegos y sobre incendios históricos y exterminadores y la mar en coche, viviendo en este mundo?
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