CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
El conductor flaco de camisa celeste y corbata finita azul venía escuchando Una voz en el camino por Radio Rivadavia mientras su compañero –el gordo con la misma camisa pero desabrochada y con pulóver sin mangas–le cebaba mate. No hablaban desde hacía algunos minutos. El viejo conductor cabeceaba apenas, roncaba suave, ya superadas las luces más tupidas de la salida de Mar del Plata, se iba comiendo la ruta en la noche iluminada por los dos chorros de luz amarillentos. Sólo el rumor final de la bombilla interfería apenas la voz del cantor que iba y venía segura, de los violines que la sacaban a pasear, a los fueyes que la devolvían.
Pasaban un especial de medianoche con Troilo-Marino, y la voz de oro del tango se empinaba al arrancar el estribillo que picaba alto y casi admonitorio:
“Carmín siempre está el sitio que dejaste ayer... / Carmííín... siempre hay dos manos que rogando están...”
Para después ir bajando, grave y casi secreta, hacia el final:
“Con lágrimas de fe / Carmín, volvé...”
Al veterano Etchenike, volcado de costado en la tercera fila –el asiento doble todo suyo, las piernas sesgadas invadiendo el pasillo–, le gustaba ese tango un poco cursi de Marsilio Robles. Tal vez más en la versión de Rivero, sobre todo cuando al final de la segunda sentenciaba sordamente y tan bien:
“Y hoy que tenés la pista iluminada / está en sombras tu pobre corazón...” Pero también era bueno el tano Alberto Marino. Un cantor petiso, medio cabezón y sin demasiado buen gusto; pero valiente para las notas altas, pensó. Lo había visto un par de veces en Radio El Mundo. Hacía mucho de eso, veinte años o más: fueron con su mujer, un día de semana, a la noche. Ahora este otro tango, “Soledad, la de Barracas”, también le gustaba. Sobre todo el final.
Pero no llegó a escucharlo entero.
–Ya estamos en el cruce de Vivoratá –le avisó el conductor gordo inclinándose sobre él.
Se había venido por el pasillo penumbroso del micro agarrándose de la parte superior de los asientos como si esquiara.
–Gracias –dijo el veterano.
Sacó el bolso encajado entre los asientos –si se iba a bajar ahí, le habían dicho que no lo despachara– y lo siguió, caminó hacia la salida.
El Micromar anduvo todavía casi un kilómetro más iluminando la noche cerrada y después de una curva amplia a la derecha, tras cruzarse con un camión con acoplado, comenzó a salirse del asfalto, a pisar la banquina clara y rumorosa de toscas hasta que sacó las cuatro ruedas y se detuvo en medio de la noche, de la pampa y de la nada.
–¿Lo esperan? –dijo el conductor casi apiadado ante tanta soledad.
–Eso espero –contestó con una sonrisa forzada.
Y recordó la cita a ciegas sin otras precisiones que le había propuesto Falucho –ese mulato fantasma al que no conocía– pocas horas atrás. La necesidad de que sacara pasaje a Buenos Aires pero se bajara ahí, en Vivoratá, para esquivar el posible seguimiento, el cruce con Sobrero y sus esbirros.
Le abrieron la puerta y bajó al frío de la medianoche. Ahí estaba una vez más, regalado y a la intemperie. Un cartel indicador blanco con bordes y letras negras decía Vivoratá. Y no había nada.
Cuando el micro se alejó, acelerando sin ecos, y sólo quedaron los puntitos rojos de las luces traseras durante algunos segundos, adelgazándose paulatinamente junto con el ruido, recién entonces pudo distinguir, con la claridad de la lejana luna menguante, algo a su alrededor. El cruce perpendicular a la ruta estaba a unos cien metros, y un almacén o una gomería o lo que fuera la construcción cuadrada que hacía esquina del otro lado, con una puerta y una ventana apenas iluminadas, eran todo lo que había.
Se largó a caminar guiándose por el borde del camino y anduvo un trecho hasta que sintió un rumor creciente a sus espaldas: no llegó a apartarse y al momento un camión tanque le pasó tocando bocina a dos metros y lo espantó como a una vaca distraída. Se repuso y siguió caminando casi a ciegas hacia las luces.
Cruzó el camino desolado y entonces pudo ver mejor la casa sin revocar, la media docena de rumorosos, probables eucaliptus, y un par de caballos atados al alambrado. Al acercarse más vio que había una camioneta F100 embarrada y un coche gris grande a un costado, paralelos a la casa.
El foco de la pantalla de metal que pendía sobre la puerta de opaco vidrio repartido estaba quemado. Sin embargo, se alcanzaba a leer un cartel de madera que a todo el ancho del frente decía “El Sereno” con desprolija letra cursiva. Mientras un par de perros se le arrimaban, Etchenike se asomó de perfil a la ventana de cortinas semicorridas, ennegrecidas de mugre y cagadas por las moscas. Llegó a ver a dos hombres de gorra y sombrero junto al mostrador y a otros dos en la mesa pegada a la puerta. Un muchacho negro estaba sentado solo en la mesa más lejana, con una botella de cerveza.
Se apartó de la ventana sin que lo vieran y encaró hacia la vieja puerta doble flanqueada por avisos de chapa, uno de Bidú y otro de ginebra Llave.
Tenía el picaporte en la mano cuando una tosca pasó sobre su cabeza y golpeó el vidrio, lo hizo volverse y lo distrajo. Se volvió, se quedó quieto, vaciló.
–¿Te dejaron solito?– dijeron a sus espaldas.
Al girar, el veterano sólo vio el brillo del revólver; después, cuando el que había hablado dio un paso hacia la claridad, lo reconoció.
–Entrá, tu amigo el negro te está esperando– dijo Sobrero moviendo el arma.
Etchenike no contestó ni se movió; balanceó apenas el bolso que pesaba en su mano derecha casi como un modo de ganar tiempo, de pensar.
–¿Qué esperás? Entrá.
No llegó a moverse porque de pronto todo se iluminó y se llenó de ruido. La F100, con las luces encendidas, arrancaba bramando desde el costado, a espaldas del hombre armado, y con chirriar de gomas se les venía encima.
Fue todo muy rápido. Sobrero se volvió, el veterano aprovechó para picar hacia la ruta y la camioneta encaró contra el ex policía que le hizo frente y disparó una vez. Ni acertó ni tuvo tiempo o supo apartarse. El golpe con el costado derecho de la trompa lo revoleó por el aire. Pero la F100 no se detuvo. Aceleró aún más mientras iba virando hacia afuera. Ahí se fue un poco de costado, derrapando hasta casi tocar el alambrado, y después enderezó levantando polvo y toscas, hacia la ruta.
Entonces se abrió la puerta y sonaron más disparos.
Sin dejar de correr, Etchenike vio que su sombra se estiraba hacia adelante, sintió cómo la camioneta ahora iba por él. Se volvió apenas y ahí tropezó, cayó aparatosamente en la subida del breve terraplén. Rodó con bolso y todo.
La F100 pasó zumbando a su lado y clavó los frenos ya trepada a la ruta. Hubo más disparos.
–¡Arriba, vamos...!– le gritaron desde la puerta abierta.
El veterano se levantó como pudo, dio unos pasos y revoleó el bolso sobre el asiento. Después se mandó él y cerró con un portazo.
El motor volvió a bramar y la camioneta saltó hacia adelante, enfiló con un nuevo viraje hacia Mar del Plata. Los últimos disparos sonaban cada vez más lejanos.
El conductor aceleró largamente en segunda y recién cuando levantó el pie, embragó y metió tercera, le tendió la mano sin mirarlo:
–Buenas noches, soy Falucho– dijo el muchacho negro y serio, sin apartar los ojos del espejo retrovisor.
–Etchenike– dijo el veterano estrechando la mano joven, de dedos largos.
Después giró la cabeza, miró la ruta solitaria por la ventana trasera. Nadie los seguía, al menos por ahora. Se volvió hacia su salvador –algo más de treinta, calculó–, frunció las cejas:
–¿Y el otro? ¿El que estaba adentro?
–Un amigo que se prestó... –Ahora sí Falucho lo miró, sonrió francamente con dientes grandes–. Me imaginé que estos hijos de puta no tenían muchos datos míos. Y entraron como caballos: se quedaron con el negro equivocado.
Y ahí sí se rieron juntos.
No hablaron más. A los pocos kilómetros, sin disminuir la velocidad, Falucho salió de la ruta y se metió por un camino de tierra, poco más que una huella que se abría a la derecha.
–¿Adónde vamos?– dijo el veterano.
–A Buenos Aires. Pero primero vamos a dar una vueltita. Mientras, me cuenta del Dudoso.
Etchenike asintió con la cabeza:
–Ahora te cuento lo que sé.
Después de todo, ése era el motivo del encuentro.
Etchenike notó que el trato era desparejo: él lo tuteaba; Falucho a él, no. Además, las irregularidades del terreno no hacían fácil la conversación, que se entrecortaba.
–¿Quiere escuchar algo de música?– dijo el muchacho.
–Dale, pongamos.
Falucho encendió la radio y Etchenike fue sintonizando entre zumbidos hasta que reapareció, reconoció la voz inconfundible:
“Yo te evoco / perdido en la vida / y enredado en los hilos del humo...”
Eso era “Café de los Angelitos”. Se quedó ahí: todavía no había terminado el especial de Troilo y Marino. Seguro que los choferes del Micromar seguirían tomando mate y escuchando Una voz en el camino.
“Rivadavia y Rincón, vieja esquina... De la vieja amistad que regresa...”
No habían pasado ni diez minutos de que estaba en el micro, pero ahora el veterano oía los versos como si vinieran de otro mundo.
–A vos no te gusta el tango... – dijo disculpándose de quién sabe qué.
–Lo mío es el tropical –dijo Falucho.
Pero ahora cuentemé del Dudoso.
El veterano suspiró y eligió las palabras como quien sobrevuela una caja de bombones:
–No hay pruebas de que esté vivo –dijo.
Por todo comentario, Falucho cerró los ojos y aceleró en la noche.
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