Lun 30.09.2013

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

F(r)icciones

› Por Juan Sasturain

Hace un par de semanas, finalmente, tras casi veinte años de andar con la historia a la rastra, llevándola conmigo como una pilcha querida pero ya descolorida o como un secreto demasiado compartido, terminé de escribir “la novela de los bañeros”, la serie de peripecias pasadas por agua del Dudoso Noriega y asociados marplatenses. Los lectores de Página/12 han compartido –no sé si disfrutado– en esta misma página muchos de esos avatares que fui publicando a modo de anticipo o, mejor, como un cierto tipo de conjuro: fue mi manera de neutralizar los fantasmas de no poder (literalmente) ultimarla. Pero ahora, en principio, ya está. Lo que sigue –publicación, juicio crítico y recepción de los lectores– ya no me toca a mí. Más allá de cómo resulte, la sensación de haber logrado terminar este largo relato es –les aseguro– de muy placentero agotamiento.

Es que cuando se escribe ficción muchas veces uno no sabe exactamente adónde va, de qué se trata. Hay que escribirlo para enterarse. A menudo, las historias que creen que merecen ser contadas suelen pelearse entre sí, incluso –o sobre todo– las que nacen juntas, cosas de hermanas: se dan codazos ante la puerta entreabierta para pasar primero, se hacen zancadillas para entorpecerse mutuamente. Eso es lo que me pasó desde el principio con las historias de estos bañeros. Y no sólo a mí: a los ocasionales y parciales lectores también.

Y voy a entrar en detalles argumentales por razones que más adelante explicitaré. Por ejemplo, la primera noticia, de refilón, sobre algunos de los personajes que aparecen en este extenso relato la tuve a mediados de los ¹80 a través del Mojarrita Gómez, el nadador de fondo y aspirante a recordman de permanencia en el líquido elemento de Arena en los zapatos, una novela que publiqué en 1988. Incluso llegué a suponer, en aquel momento, que el veterano Etchenike había tenido mucho que ver en la resolución de ciertos aspectos de esta historia que dura décadas, demasiado tiempo. Pero no es tan así. He podido comprobar que si el veterano participó –y ya verá el lector, si tiene oportunidad de leer la novela, que en algún momento aparece– sólo fue en forma lateral, como un investigador tardío y a menudo desinformado, varios años después de que se produjera la desaparición de Salvador Noriega, llamado el Dudoso.

La cuestión es que –siguiendo con la historia–, aunque tomé debida nota de los recuerdos de Mojarrita, por entonces, a fines de los ’80, no hice nada con aquellos datos y referencias que me tirara el inolvidable raidista. Bastante tenía con su enrevesada historia en Costa Bonita. Así, después de escribir y publicar Arena en los zapatos, dejé todo. Estuve unos años afuera, viviendo en Barcelona, y cuando regresé para el verano del ’92 fui a Mar del Plata como quien se vacuna con una sobredosis de la Argentina. Y ahí me encontré otra vez con la historia, pero ya no con chismes y referencias, sino con gente: sobre todo Falucho Vargas, el líder del Combo Catarata, un hombre ya grande que buscaba una sombra. Entonces comprobé que sólo hay algo peor que cruzarse con un fantasma: esperarlo y que no aparezca.

Así, para explicar cómo se podía llegar a eso, me propuse escribir La verdadera historia del Combo Catarata. Y la empecé a mediados de los ’90 con el estímulo de Juan Forn, muchas ganas e ideas ambiciosas sobre su desarrollo. Pero quedó ahí –apenas más allá de las veinte páginas en 1994, hace veinte años– no como un testimonio más de desidia o inconsecuencia sino porque se le cruzó, en el medio y de costado, la otra historia, la del otro bañero, Salvador Noriega. Desde entonces, y durante bastante tiempo, el Dudoso operó como el molesto perro del hortelano que, como se sabe, ni cuenta ni deja contar.

Finalmente, un memorioso libro sobre La Feliz y alguna patética lámina veraniega de Medrano para los almanaques de Alpargatas me dieron el clima. Después, el encuentro casual con algunos viejos amigos –viví la segunda mitad de la década del ’50 en Mar del Plata, de los diez a los quince– me permitió acceder a un puñado de testigos más locuaces que veraces, supongo: cierto historiador artesanal enemigo de Sebreli, un par de alevosos cultores del mito playero de los llamados “Años de Gancia”, un preso consuetudinario de Batán, un viejo fotógrafo al paso de los veredones del Casino. Con la inestable base de esos testimonios –recogidos de primera y de segunda mano durante los ’90–, con el tono diverso de esas voces no identificadas que entraban y salían, estaba hecho originalmente un primer e incompleto borrador de lo que es la extensa primera parte.

Cuando retomé el texto para terminarlo, cerrarlo de una vez por todas, sucedió algo que suele pasar: las historias se dispararon. Es que el Dudoso y Falucho salían necesariamente de la playa, y ahí todo se complicaba. Aprendí una vez más que un personaje –si va acompañado de su atento narrador– no puede entrar a trabajar al Cine Atlantic o frecuentar el cabarute El Purgatorio o terminar en la cárcel y volver a su historia personal como si nada. Escribiendo se conoce gente y entre esa gente –después o antes– estaban y están las mujeres, claro. Contra el consabido consejo tanguero, siempre hay que hablar de las saludables mujeres. Y cuando empezaron a aparecer, en mi novela al menos, se impuso la literal ley de la selva. Y hubo que arremangarse y contar.

De todo eso fue quedando una historia que es una y varias sobre un tema que la excede, escrita, en su versión final, de a dos o tres saques: durante el verano de 2003 el comienzo, en pocos meses de 2009 un largo tramo, y el resto estos últimos dos años. Es una lástima –o un alivio acaso–, pero ante la proliferación de historias tuve que elegir qué contar; y puedo asegurar que no siempre supe cómo.

Es que todo no se puede. Por ahora los avatares del singular Dudoso Noriega se han dejado narrar, un poco desordenadamente, antes. Incluso hay un Apéndice, que aporta material documental y textos complementarios, aunque se sabe qué suele hacerse quirúrgicamente con los apéndices. En síntesis: por ahora mi novela cuenta la historia escurridiza del bañero más famoso de la Popular; la verdadera historia del Combo Catarata queda para otra vez, que espero no sea nunca.

Lo último, y sin contradicción, se refiere al tema puntual que me interesaba señalar: el cruce entre ficción y documento, las fricciones que se producen cuando un relato empieza a circular, como fue en este caso. Refutadores de leyendas de estirpe doliniana han demostrado que para la época en que Víctor Lazlo tomó el avión postrero con Ingrid Bergman, no había aeropuerto en Casablanca. Y sin embargo ella se fue, y Rick se quedó en tierra. En este caso, que el genuino escritor Juan Carlos García Reig haya escrito excelentes relatos y que Emilio Renzi haya entrado y salido reiteradamente de las ficciones de Piglia y de Mar del Plata no significa que los que en mi novela así se llaman sean ellos. Por eso no necesito aclarar que en este relato verdadero todo es puntualmente –y por necesidad narrativa– absoluta mentira.

Sin embargo, como suele suceder, hay lectores del original o de estas indiscretas contratapas que juran haber conocido al ominoso Klondike, haber compartido la colimba con Noriega o conocer otra versión del triste destino del pobre Lito Catoira. Incluso el club de las rescatadas del mar por el Dudoso tiene más de un centenar de socias; lo que es bastante para una leyenda apócrifa de una ciudad que suele escribir sus historias en la arena.

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