› Por Juan Forn
En lo alto del parque Letná en Praga hay un metrónomo gigantesco, pintado de rojo y visible desde cualquier parte de la ciudad. La mitad del tiempo la aguja está inmóvil: el aparato gasta una fortuna en electricidad y el municipio no consigue sponsors que paguen la cuenta, pero a los praguenses les gusta igual, han tenido siempre fama de perder el tiempo en las tabernas, de hacer todo con retraso. Cuando Stalin cumplió setenta años, en 1949, todos los países socialistas homenajearon puntualmente al Padrecito de los Pueblos pero los checos se atrasaron con la estatua que querían erigir en su honor. Para congraciarse con Moscú no les quedó otro remedio que prometer el monumento más grande erigido nunca en honor a Stalin. Se alzaría en la colina del parque Letná y sería la primera visión de la ciudad que tuviera todo aquel que llegara a Praga. Llamaron a concurso pero se presentaron sólo cuatro proyectos, así que el ministro de Propaganda obligó a todos los escultores de la ciudad a presentarse voluntariamente. El más ilustre de ellos, el viejo Karel Pokorny, presentó un Stalin con los brazos abiertos como un cristo, para no ganar. Otokar Svec no podía darse ese lujo: necesitaba adecentar su currículum; un año antes le habían tirado abajo una estatua que había hecho de Roosevelt y tenía un pasado de vanguardista, necesitaba congraciarse con el nuevo orden. Otokar no quería ganar, le alcanzaba con quedar segundo para limpiar su legajo, pero tuvo la desgracia de que eligieran su proyecto.
El Stalin que debía hacer tendría la altura de un edificio de diez pisos. En una mano llevaba un libro y la otra la apoyaba contra el pecho. A su lado marchaban, abriéndose en cuña, un obrero, una muchacha y un soldado. Los del lado izquierdo eran soviéticos, los del lado derecho eran checos. En el proyecto original sólo acompañaban a Stalin los dos soldados, pero el ministro dijo que parecía que se lo estaban llevando detenido e hizo agregar las otras figuras. También pidió que Stalin fuera más alto, aunque transgrediera las proporciones del conjunto. En realidad, sacó una navaja del bolsillo y cercenó las cabecitas de los comparsas en la maqueta en arcilla que le había presentado Svec. El escultor comprendió la metáfora: él mismo era comparsa en el proyecto; mucho más importantes eran los arquitectos. Había que hacer una gigantesca base subterránea de hormigón a la estatua para que la montaña no se derrumbara; había que reforzar el asfalto de los caminos desde las canteras de Liberec para que resistieran el paso de los enormes camiones rusos portatanques que irían trasladando los bloques de granito que conformarían la estatua; y había que apurarse para que el monumento estuviera listo de una vez. Pero eran checos: Stalin se murió y ellos no habían terminado todavía.
Tardaron seis años en lugar de dos. La i-nauguraron con fastos el 1º de mayo de 1955. Kruschev ni se molestó en ir; Stalin ya empezaba a ser mala palabra. Meses después vendría su famoso discurso del XX Congreso condenando los errores del Padrecito de los Pueblos y prohibiendo el culto a la personalidad. En todas las ciudades del bloque socialista se apuraron a cambiar los nombres de plazas, calles, montañas y ciudades dedicadas a Stalin. Pero sacar la enorme estatua del parque Letná no era tan fácil: había sido construida para que durara para siempre. Y, además, era obra de todo el pueblo checoslovaco. Eso dijo el ministro de Propaganda cuando la inauguró y eso hizo poner en la placa. Un par de horas después, en las tabernas de Praga, los parroquianos se felicitaban unos a otros por lo bajo, por la responsabilidad que les cabía en aquel retablo que simbolizaba a la perfección las colas para recibir carne, el día de la semana que había carne en los mercados de Praga. El nombre de Otokar Svec no se mencionó en todo el acto. Tampoco estaba en la inauguración. Se había suicidado unas semanas antes. La leyenda dice que una noche había ido en taxi hasta la obra, la circundó a pie, volvió al coche, le preguntó al taxista qué le parecía. El taxista señaló una de las figuras secundarias del lado de los soviéticos y dijo: “Me gusta que la campesina le toque la bragueta al soldado. Al que lo hizo seguro que lo fusilan”. Lo encontraron muerto, acostado en el piso con la llave del gas abierta y una nota de puño y letra contra el pecho: “Cedo los honorarios que me correspondan por el pago de mi tarea a los soldados que perdieron la vista en la guerra”.
Al ministro de Propaganda Kopecky le tocó encargarse de la eliminación de la estatua, “de una manera digna y respetuosa”. Cuando recibió la orden, le dijo a su mujer: “Este asunto me va a seguir hasta después de muerto”. La montaña era débil para sostener el monumento, imagínense para demolerlo. Hacían falta ochocientos kilos de dinamita repartidos en dos mil cargas para ir acabando por partes con aquel coloso de granito, hierro y hormigón. No se lo podía volar por los aires alegremente; debía hacerse en tres detonaciones sucesivas y envolventes, para que los trozos no salieran despedidos a la ciudad. La explosión fue de día pero todos la recuerdan nocturna por el famoso cuento de Bohumil Hrabal. (“El Moldava era una serpiente de plata, la cabeza de Stalin se llenó de luz, y de pronto la noche tuvo todos los colores del arcoiris y caían pequeños pedazos de Stalin sobre los techos de las casas y el río, mientras la enorme cabeza rodaba colina abajo, cruzaba el puente y llegaba hasta la Plaza Mayor.”)
En realidad, la cabeza de Stalin la habían desmontado antes, en trozos, los dos mejores picapedreros de las canteras de Liberec. Los bloques se ocultaron en distintos rincones de la ciudad. De alguna manera, la nariz de Stalin llegó al cementerio judío, un rincón perdido al fondo del cementerio municipal, y allí quedó, durante treinta años, custodiada por el jovencito que había recibido la orden de enterrarla. Cuando cayó el Muro, el jovencito ya era un viejo pero seguía siendo el único sepulturero del cementerio judío y tenía todavía la nariz de Stalin. Todos los taxistas de Praga lo sabían y ofrecían el paseo a los turistas occidentales que querían comprar souvenirs socialistas. El viejo sepulturero recibía a las visitas, les hacía la recorrida y rechazaba invariablemente las ofertas que le hacían por la narizota de granito. “Hay cosas que no tienen precio”, decía y procedía a relatar cómo se habían ido los soviéticos de Checoslovaquia en 1989. Especulando con la proverbial pachorra checa, los rusos argumentaron que necesitarían dieciocho meses para evacuar en tren. Los taxistas checos, todos los taxistas del país, se pusieron de acuerdo y propusieron llevarlos ellos: a los oficiales, a los soldados, a las esposas, a los hijos y a los bártulos. Los transportaron a todos en una semana al otro lado de la frontera. Lo hicieron gratis, a cambio de que fuese en siete días. Durante una semana, todo aquel que tenía un coche en Checoslovaquia fue taxista. Y cuando volvía de la frontera se iba derecho a la taberna a perder el tiempo como Dios manda.
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