› Por Rodrigo Fresán
UNO La voz de Lou Reed cantando “I’ll Be Your Mirror”. No la versión original de 1967, con The Velvet Underground, sino la versión en vivo y en directo de 1998 en Perfect Night. Aquello de “Seré tu espejo / Reflejaré lo que eres, en caso de que no lo sepas” y de “Por favor, baja tus manos / Porque yo te veo”. Y Rodríguez la escucha ahora no como una sentida canción de amor sino como el perfecto fondo musical para días y noches de veo-veo cada vez que respiras, de tú primero y yo después, de a mí me rebota y a ti te explota, de salas de interrogación con micrófonos ocultos, de 1-2-3 probando y acechando, y de tu jefe que ya no necesita darse una vuelta/patrulla por la sala de máquinas de su empresa porque puede enterarse de todo lo que pasa allí, desde su pantalla, sin moverse de su escritorio, con solo teclear contraseñas y acceder a las vidas de los otros.
DOS Bienvenidos a la Tercera Guerra Mundial. La guerra informática por la información en la que el tráfico e interpretación de data es la nueva radiactividad e Internet es un mapa sin fronteras. Batallas clasificadas y subterráneas en las que se va juntando presión hasta que –de golpe y de pronto y en público– histeria y catarsis y todos se indignan al enterarse de lo que ya sabían: Estados Unidos era el Big Brother y hermano mayor que los venía espiando desde quién sabe cuándo. Y de que su pupila creció a vale-todo sin párpados luego del 11-S con una ayudita del aluvión doméstico pero indomesticable de las nuevas tecnologías. Así, ahora, de golpe, el asunto está de moda. Assange & Snowden & Greenwald & Manning, el teléfono móvil de Angela Merkel y el correo electrónico de Dilma Rousseff (Obama compareció para decir que él no sabía nada y Kerry dijo que tal vez se pasan un poquito). Facebook y Google colaborando más o menos desinteresadamente con los servicios de inteligencia en pos de la paz mundial y despachando toda la información que se les solicite acerca de sus usuarios y adictos. La revelación de ciertos pactos: USA, UK, Australia, Canadá y Nueva Zelanda a.k.a., los Cinco Ojos conviniendo en un aparte de patio de recreo el no vigilarse entre ellos pero sí mirar fijo a todo el resto de la clase. Putin con la calentura de volver a aquello de la Guerra Fría. Y todos contra la NSA, acusada de “espionaje entre amigos”. Y la NSA –recién reforzada por votación senatorial– avisando de que no se hagan los loquitos; porque buena parte de la data recibida es recabada y gentilmente entregada por los mismos espiados (Francia y España) que se espían entre ellos y todos juntos ahora, dicen, porque a cambio de las ofrendas entregadas se recibe la divina protección contra el terrorismo fundamentalista en un mundo donde todas las noches es Halloween. Y, sí, trick or treat y cada uno atiende su juego y había una vez un Circus y, ahí dentro, nadie quiere ser el payaso sino el domador. Es así como Rodríguez escuchó la otra noche, en tertulia televisiva, a alguien admitiendo que “Puesto a ser espiado, prefiero que lo haga Estados Unidos y no Irán”. En cualquier caso, los “aliados” (más o menos 35 dirigentes mundiales) que se sienten traicionados comienzan a pedir explicaciones para así hacer buena letra frente a sus votantes). Y Mariano Rajoy (nombre clave: Tortuga) explica que hay que ser cauteloso y que a él –como si los espías se viesen obligado a informarle de que lo espían– “no le consta” el haber sido espiado y que, tal vez, el espiado haya sido Zapatero. Pero todo parece indicar que se peinaron y rastrillaron unos sesenta millones de llamadas telefónicas en tan sólo un mes. Por las dudas, se ha citado al embajador norteamericano, el director del CNI dirá (a puertas cerradas) en el Congreso algunas pocas cosas de las que se pueden decir, y la fiscalía ha “abierto diligencias” de esas que se cierran rápido, seguro. Y Estados Unidos ha prometido de aquí en más “espiar sólo lo que necesita y no todo lo que pueda”. Lo que –como sabe cualquiera– es ni más ni menos que exactamente lo mismo. ¿Por qué espía Estados Unidos? Espía porque puede.
En otras palabras: Yes, We Can.
TRES Impotente, sabiéndose observado, aunque siempre en sincro con su tiempo, Rodríguez ha leído Operación Dulce, de Ian McEwan, y Una verdad delicada, de John Le Carré, y Solo, de William Boyd, y no se pierde episodio de The Americans o Homeland (aunque comience a irritarle un poco el temblor constante en el mentón de Carrie Mathison porque le recuerda al suyo propio, todas las mañanas, al afeitarse esas ganas de ponerse a llorar). Pero lo que más le gusta es la serie Person of Interest en la que un misterioso millonario y un ex CIA renegado administran una poderosa cyber-máquina que les permite anticipar (y neutralizar) crímenes varios. Por supuesto, son varias las organizaciones de seguridad que andan tras la máquina y –en los primeros capítulos de la tercera temporada– se ha propuesto una interesante vuelta de tuerca: la aparición de una suerte de entidad secreta e independiente que entabla lucha clandestina contra las crecientes intromisiones sin pedir permiso en la vida privada de los ciudadanos de a pie o sentados frente a sus pantallas, mirándolas mientras los miran. Si alguna vez se luchó por el derecho de conexión para todos, falta cada vez menos para que el estar desconectado sea un privilegio de pocos.
CUATRO Semejante sofisticación, claro, no se consigue en España, donde todo parece más cercano a la estética de Austin Powers, Súper Agente 86, Spy vs. Spy y, por supuesto, Mortadelo y Filemón. Así, en los últimos tiempos, hemos tenido conocimiento de las acciones de la agencia detectivesca Método 3 (en su momento al servicio de Pep Guardiola para seguir a los jugadores del Barça y cuidar de que no se pasen de farras, y de todos los partidos políticos, que la contrataron para espiarse entre ellos); del florero/grabadora en aquel almuerzo entre la dirigente del Partido Popular y una ex novia del hijo del ex presidente catalán Jordi Pujol; del pederasta/espía indultado “por error” en Marruecos; y –nuevo y berlanguiano/almodovarista personaje en el cada vez más esperpéntico Caso Bárcenas– del Jason Bourne peninsular que entró disfrazado de cura en la casa del ex tesorero en busca de pendrives con expedientes X para “tumbar al gobierno” o algo así. Capturado en el acto, unos dicen que es un loco y otros un enviado del Lado Todavía Más Oscuro. El dice que actuó solo, que “me tomé un Trina sin gas y me fui para allá”, y que es un agente curtido en varias improbables misiones internacionales (se sabe que fue detenido por estafa en Argentina). Aunque sus gadgets dejen un tanto que desear: papel de fumar, limpiador de plata en crema, sogas con las que redujo a la esposa de Bárcenas e hijo, cinta aislante, pegamento, guantes negros, revólver de 1910 y balas de otro calibre, y ningún zapatófono.
Rodríguez se entera de todo esto y frente al espejo, avergonzado, sube sus manos. No para que no lo vean, sino para no ver; para no seguir viendo aquello que –según Lou Reed, R.I.P.– refleja lo que él es en caso de que no lo sepa.
El problema –en su interior, insider, infiltrado, cambio y fuera– es que lo sabe.
Lo sabe todo.
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