› Por Enrique Medina
El anunciador luminoso parpadea avisando que el siguiente Vip puede pasar a la ventanilla Nº 3. Inquieto, Manuel Mujica Lainez presume que se ha equivocado de fila, entonces pregunta molesto porque ya hace bastante que espera, pero no, el ganso de marrón disfrazado de guardia le explica que usted no es cliente sino público general y debe seguir esperando donde está. Espera, refunfuñando por dentro. Por fin le toca a él. Radiante, se pierde detrás de los biombos de vidrio y llega a la caja. Saluda optimista y entrega el cheque. Seco, frío, necio al fin, el de la caja le pide el documento al tiempo que le mira con desdén el sombrerito-cazador y la capa-Oxford. El escritor busca el documento en los bolsillos. No lo halla. Ah, sí, acá está. Y entrega la cédula. El empleaducho, que está en su día de cagador, se eleva perverso y como quien le tira una banana podrida al mono enjaulado, le dice:
–DNI, dije. Documento.
–Pero... ¡La cédula es un documento!
–Nosotros no trabajamos con eso... Necesito su DNI para pagarle.
–En mi banco uso la cédula sin problemas.
–Si no tiene el DNI, no le pago.
–¡Pero en el cheque dice “o al portador”... Yo soy el portador.
–Lo mismo necesito el documento. Se lo deletreo: de-ene-i.
Salud, dinero y amor, piensa Manuel Mujica Lainez para calmarse sabiendo que ante el empaque del otro, él debe ser sutil. Con galanura le explica que es un escritor famoso y acaba de venir de Argentores, una institución prestigiosa, donde le dieron el cheque a cambio de una compra de sus libros para que lo cobre en este banco... (iba a decir “gallego”, pero se guarda de la metida de pata). Como ve que eso no impacta en el estulto, sube la apuesta y habla de cantidad de traducciones y películas, que seguramente usted ha visto gracias a mi pluma. Porque si no hay autor no hay obra, ¿se entiende?... Vea, he salido en la televisión y he almorzado con la Sra. Mirtha Legrand, dejo para la literatura nacional libros bellísimos que ningún otro escritor pudo haber escrito porque yo pertenezco a una selecta clase social que le dio esplendor a la vida del país. En esos libros queda una visión de la historia contada por el último artista descendiente de los fundadores de esta mítica Buenos Aires. Y por si fuera poco ¡tengo el honor de haber sido prohibido por el gobierno de Onganía! El libro se llamó ¡Bomarzo!, mi obra cumbre, luego se transformó en ópera y se estrenó en Estados Unidos con la presencia de ¡presidentes y artistas de fama universal! ¿Se da cuenta?... El mequetrefe, un pelafustán de barbita y anteojos (esto deberíamos haberlo dicho antes), lo mira con desdén manifiesto. No se arredra el escritor. Insiste arremetiendo sobre el rey de España, que es verdad que ahora está como para el puntinazo en el esfínter pero, vea, en mi tiempo era lo más, un lujo de alcurnia, y él, el rey de España, me invitó a mí, que ahora estoy hablando con usted, lo cual es un privilegio para usted, y espero que lo entienda, a visitarlo a su palacio para cenar privadamente, ¡y esto salió en todos los diarios del mundo, lo que hoy serían los portales de Internet! ¿Ha capito?... Como al pelmazo del mequetrefe sólo le interesan el tenis y la música de onda, comienza a tamborilear la birome en el escritorio en señal de hartazgo. Manucho Lainez entiende la circunstancia en la que está embretado. Piensa. Cavila, rumia y especula. Por conveniencia, arruga rogando que hoy es viernes y último día para pagar las expensas, y encima está por llover... Pétreo, más que indiferente, el impávido detrás del vidrio le aclara que él tiene paraguas y piloto. Muertas ya las esperanzas, el escritor piensa preguntarle al badulaque si sabe qué cosa son las galochas, pero no, ¿para qué el incordio?... Agarra el cheque y la cédula de identidad (con una foto mucho más joven) y los guarda. Antes de retirarse, se acomoda la capa-Oxford y comenta para sí, pero con el suficiente volumen para que el mentecato escuche:
–Lo jorobado y penoso de la existencia, querido joven, es tener el culo atornillado a la rigidez de la comodidad burocrática, cualidad apremiante para el nacimiento de memorables hemorroides...
–¿Qué me dice?
–Tenga usted muy buenas tardes, caballerito. El lunes vendré con el “de-ene-i”, y se lo podrá meter...
El majadero no alcanza a escuchar el resto porque ya Manucho camina erguido entre clientes que, naturalmente, por la impronta que emite el escritor, le hacen lugar, felices, agradecidos, de sentir la jerarquía que a su paso ha adquirido, aunque por breves instantes, este ruin sitio denominado “Banco”.
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