› Por Juan Forn
Cuando el respetadísimo JM Cohen, crítico del Times Literary Supplement y asesor de Penguin Books, leyó Pedro Páramo, lo encontró demasiado sutil. Dijo que se perdía en los cross-fadings (un término que usan los radioaficionados para referirse a las voces que se difuminan porque otras se les superponen). Tiempo después Cohen se quedó ciego. El mexicano Jaime García Terrés fue a visitarlo a su casita en las afueras de Reading y el inglés le contó que había vuelto a leer el libro de Rulfo, en Braille, y estaba maravillado: veía todo, veía México, veía a los muertos, veía hasta el ruido que hace el silencio porque, como todos sabemos, en Rulfo nadie escribe, alguien habla nomás; el inglés Cohen necesitó quedarse ciego y tocar las palabras para poder verlo.
Rulfo inventó Comala cuando tenía treinta y cinco años. Era vendedor itinerante de cubiertas Goodrich y pasó por su pueblo natal en Jalisco, uno de esos caseríos de las tierras calientes que van perdiendo hasta el nombre (San Gabriel, luego Venustiano Carranza, luego nada: de dos mil habitantes quedaban menos de cien). Las casas estaban abandonadas y cerradas con candado, pero a alguien se le había ocurrido sembrar de casuarinas las calles del pueblo y, sin gente, se notaba mucho más cómo soplaba el viento, un viento hirviente que secaba hasta el alma, las casuarinas aullaban, y de golpe Rulfo sintió: son los muertos, que hablan con los que van llegando, los que acaban de morir. Así se le ocurrió Comala, el pueblo de Pedro Páramo. “El comal es un recipiente de barro que se pone sobre las brasas para calentar las tortillas. Comala estaba sobre las meras brasas de la tierra”, dijo después, con timidez o de-silusión de que no fuera obvio para sus lectores (en su libro lo transmite de manera inmortal: el calor es tanto en Comala que, los que allí mueren, “al llegar al infierno regresan por su cobija”).
Rulfo estaba hecho de ese pueblo, aunque no hubiera nacido ahí (se dice en voz baja que lo llevaron a nacer a un pueblo más grande, Sayula, y hay quien sugiere que fue a Guadalajara misma) ni se llamara Juan Rulfo (en sus documentos era Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno) y aunque en México dijeran durante años que los campesinos no hablaban así antes de Rulfo (sus compadres escritores se le reían en la cara de la línea final de El llano en llamas, en que una vieja con bigote le habla a un hombre de otro hombre mejor y le dice: “El sí que sabía hacer el amor”). Cuando tenía cinco años, Rulfo vio cómo traían a su padre muerto, a horcajadas de un caballo, con un balazo en la espalda. A los nueve vio morir a su madre. Descubrió los libros en casa de su abuela, los había dejado un cura que huyó cuando empezaron las guerras cristeras, pero casi no tuvo tiempo de leer ninguno porque lo mandaron a un internado, y de ahí a la capital, cuando cumplió los dieciocho. No servía para milico ni para abogado ni para cura, así que fue empleado público: burócrata de escritorio en el Departamento de Migración. En el DF no conocía a nadie así que se quedaba escribiendo (“como platicando conmigo”) cuando los demás se iban de la oficina. Un día de 1940 fue a hacer sus papeles María Luisa Bombal, la escritora chilena. Rulfo tenía veintitrés años y le cayó tan bien (“Eso tiene la burocracia mexicana: fomenta involuntariamente la amistad”) que ella le dejó un libro de regalo, La última niebla. Cuando volvió a retirar su documento sellado, venía con Dolores del Río. La oficina entera revoloteaba alrededor de la actriz, Rulfo diría después: “Mis compañeros quedaron para siempre enamorados de Dolores del Río, y yo de la prosa de María Luisa Bombal” (la chilena le llevaba ese día su otro libro, La amortajada, y lo menciono porque hasta en eso se parecían ambos: los dos escribieron sólo dos libros; los dos escribían cortito y concentrado; los dos hacían hablar a los muertos; los dos lograron lo mismo, una con la niebla y el otro con el calor; los dos bebían como cosacos y los dos padecieron el resto de sus vidas no escribir más).
Rulfo se refugió toda su vida en el enorme aparato estatal mexicano: después del Departamento de Migración (y el breve interme-zzo en la Goodrich), fue becario de un programa para escritores jóvenes; la beca era de dos años; durante el primero escribió los cuentos de El llano en llamas, para “soltar la mano”, según dijo después, y poder encarar la novela que soñaba hacía diez años. La escribió en cinco meses, eran más de trescientas páginas, que fue adelgazando a fuerza de tachar y suprimir hasta dejarla en los huesos: 120 páginas. Se iba a llamar “Los murmullos”; el mismo lunes en que la entregó a la editorial le cambió el título a Pedro Páramo. El mito dice que Rulfo no entregaba porque no podía armar el libro, tenía los monólogos sueltos y se partía la cabeza buscando “unidad, una estructura cronológica aristotélica”, hasta que Juan José Arreola o Alí Chumacero o Francisco Alatorre desparramaron sobre una gloriosa mesa de ping-pong “pintada con una laca china que garantizaba el pique de diecisiete centímetros” las hojas mecanografiadas de la novela e instaron a Rulfo a que, como un rabdomante, fuera decidiendo qué pegaba con qué, dónde se unían subterráneamente las napas de lo que había escrito, y al carajo con la estructura aristotélica: de ahí el famoso cross-fading de JM Cohen, por eso decimos que en Rulfo nadie escribe, alguien habla (“Lo más difícil que tuve que salvar para escribir Pedro Páramo fue eliminarme a mí mismo de la historia, matar al autor, que por cierto es el primer muerto del libro”).
Lo cierto es que Rulfo no escribió más. Pero, a diferencia de Rimbaud y de Salinger, no se escapó a ningún lado; se limitó a refugiarse en el Estado mexicano (esta vez en el INI, el Instituto Nacional Indigenista, donde se pasó más de veinte años corrigiendo anónimamente los errores históricos y antropológicos de las publicaciones del instituto), así que padeció de cuerpo presente la maldita pregunta, desde que publicó sus dos libros (en 1953 y 1954) hasta que murió en 1986. Miguel Briante convenció a los de Confirmado en el ’68 para que lo mandaran a México a entrevistarlo y después contaba que se sintió como Walsh en “Esa mujer”: el “dónde, coronel, dónde” con que Walsh exigía saber dónde estaba enterrada Evita, era el “cuándo, Juan, cuándo” de Briante exigiendo a Rulfo que publicara de una vez esa famosa novela (La cordillera) que llevaba diez años escribiendo. Para protegerlo, porque era igual de chiquitito que Rulfo y casi igual de genial, Augusto Monterroso inventó la fábula del zorro aquel que escribió dos libros muy celebrados y pasaron los años y no publicaba otra cosa y todos comenzaron a murmurar y cuando lo encontraban en los cocteles se acercaban a decirle que tenía que publicar más. ¡Pero si ya he publicado dos libros!, decía con cansancio el zorro. ¡Y muy buenos!, le contestaban, ¡por eso tienes que publicar otro! Y el zorro no decía nada, pero pensaba que en realidad lo que la gente quería era que publicara un libro malo. Y, como el zorro era zorro, no lo hizo.
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